FELIZ NAVIDAD, PRECIOSA
—¡Vas a caerte! ¡Vuelve aquí!
—Vamos, déjala estar. No le va a pasar nada.
—Pero si se cae…
—¡Pues
ya se levantará!
La pequeña seguía
subiendo y bajando las escaleras, sin ninguna preocupación. Pronto cumpliría
tres años, y desde que había aprendido a caminar, cada vez que la familia iba a
casa de sus abuelos en Nochebuena, ella se dedicaba a subir y bajar las
escaleras del salón que llevaban al piso de arriba, donde se encontraban las
habitaciones. Eran unas escaleras majestuosas, y su barandilla era gruesa, de
madera oscura, brillante y sencillamente ornamentada. La oscuridad del piso de
arriba no le daba miedo, y en cada subida y bajada iba más deprisa.
Tras cenar y brindar por
unas buenas Navidades, siguió con su juego. A todos les hacía gracia verla, y
después de haber subido y bajado quinientas veces, a nadie le preocupaba ya que
cayese.
La familia, las risas,
los rostros. Todo el ambiente navideño hacía que la niña estuviese a gusto,
alegre y contenta, aunque no pudiese explicar el porqué. No tuvo regalos, pero
igualmente se lo pasó mejor de lo que se hubiese esperado. Aunque terminó
cansada de tanta escalera, y finalmente llegó la hora de volver a casa.
Sonriente, corrió hasta
cada miembro de la familia y les dio dos besos para después desearles una feliz
Navidad. Entre risas y carantoñas, la niña resultaba un divertido juguete para
los adultos.
—¡Feliz Navidad, yaya! —dijo, ya a la última.
—Feliz Navidad, preciosa —respondió esta. Y le
dio un abrazo, muy fuerte.
Aquella noche, la niña marchó cogida de las
manos de sus padres, ignorante aún de lo que tenía que pasar.
Justo 1
año después, el 24 de diciembre.
Aquel día, como todos los años, hacía mucho
frío. Aquel día, como todos los años, la niña regresó a aquella casa. Aquel
día, como todos los años, se celebró la cena de Nochebuena. Aquel día, como
todos los años, se reunió la familia. Pero aquel día no fue como el anterior.
Aquel día, al contrario de lo esperado, la niña no subió las escaleras. Sin
embargo, se quedó impasible frente a ellas, mirando hacia la oscuridad del piso
superior.
—¿Que quieres subir, cariño? —dijo la madre.
La niña la miró.
—No, no. No quiero —respondió, mostrándose
asustada y alejándose de allí.
Aquella noche, la niña no se acercó más a las
escaleras. Y a medida que fue creciendo, no mostró cambio alguno.
—No sé —dijo un día, cuando ya era más mayor—.
El piso de arriba no me gusta. Me pone los pelos de punta.
¿Qué había pasado? La niña no recuerda el tiempo
en el que ella subía y bajaba las escaleras como una loca, sin importarle la
oscuridad, sin sentir ni un ápice de temor. Tampoco se acuerda de ella misma
observando ensimismada el piso superior. Ella solo sabe que no ha podido volver
a estar en el piso de arriba hasta hace apenas un año o dos, y armándose de un
intenso valor.
La niña solo la recuerda a ella en la cama. La niña recuerda que el ambiente no le gustaba, y
que quería irse de allí. Todo el mundo estaba cabizbajo, y parecían tristes.
Pero no sabía por qué. La única que sonreía era ella.
Recuerda su voz cuando la llamó. Su madre la
empujó para que avanzara hacia donde se encontraba. Una vez allí, ella, tendiéndole la mano, le pidió que
le diese la suya. Y se la cogió, muy fuerte. Luego, sonrió, y la niña vio cómo
sus ojos brillaban. Decidió, no supo por qué, que devolverle la sonrisa era lo
que debía hacer. Y le sonrió.
—Yaya, me estás haciendo daño —se quejó la
pequeña, al rato.
Era cierto. Ella
había comenzado a sujetar su mano con más fuerza que antes. La niña oyó varias
risas teñidas de una tristeza que entonces no comprendió. Ella sonrió.
Y le soltó la mano.
La niña, antes de salir de la habitación, se
volvió unos instantes más a observarla. Ella seguía sonriendo y mirándola. Quizá fue entonces cuando comprendió que sería la última vez que podría verla.
Tal vez lo único que esperaba cada Nochebuena,
bajo las escaleras, es que ella saliese
de su habitación y le dijese:
—Feliz Navidad, preciosa.