Abrí
los ojos y observé todo a mi alrededor. Me encontraba en una villa
que me resultaba familiar, pero en la que no recordaba haber estado
nunca. La gente pasaba ante mí como si realmente no me viera. Yo
estaba confusa, e intentaba recordar qué hacía allí. Cuando de
repente apareció una fila de hombres con armaduras, desfilando en
medio de la calle. La gente se apartaba a su paso, y yo los observaba
con curiosidad.
—¡Papá!
El
último de los hombres, que ya se encontraba delante mío, se detuvo
y se giró enseguida que oyó el grito. Una niña salió corriendo y
lo abrazó mientras no dejaba de decir papá. Yo miré a la niña con
detenimiento. Era muy pequeña, y su cabello castaño tenía ligeras
ondas encrespadas, signo de que aún no se había peinado. Me resultó
familiar, y al ver sus ojos verdes la reconocí al momento.
Aquella
niña era yo.
—¡Papá,
no quiero que te vayas a la guerra! —decía, llorosa—. ¡Quiero
que te quedes conmigo y con mamá!
—Pequeña,
debo ir —le explicaba el hombre, frotándole la cabeza—. Pero te
prometo que volveré.
La
niña, se separó un tanto de él, se limpió las lágrimas de los
ojos y lo miró.
—¿Me
lo prometes de verdad? —preguntó muy seriamente.
—Claro
que sí, hija mía.
La
niña lo volvió a abrazar. Volvió a abrazar a su padre. A mi padre.
Me fijé en él en cuanto ambos se soltaron del todo y el hombre
volvió con la fila. Tenía el cabello muy oscuro, casi negro, y
rizado. Sus ojos eran marrones igualmente oscuros. No se parecía en
nada a mí. Quizá en la forma de andar, o en la boca. Pero aún así,
me costaba encontrar los parecidos.
—¡Gabrielle!
—llamó alguien.
Me
giré inconscientemente, pero luego me di cuenta de que a la que
llamaban era a la niña. Esta corrió calle abajo y yo la seguí con
la mirada. Se reunió con alguien que estaba frente a la puerta de
una casa. Le miré el rostro para intentar reconocerlo, pero lancé
un respingo al ver lo que vi.
Aquella
persona no tenía rostro ni pelo. Solo una simple cabeza que incluso
carecía de orejas. Sabía que era mujer porque tenía figura
femenina, pero era imposible reconocerla. Empujó a la niña dentro
de la casa y se dispuso a entrar detrás de ella. Pero antes de
cerrar del todo la puerta, me miró. Bueno, realmente no podía
mirarme, no tenía ojos. Pero se quedó quieta en el sitio, con su
rostro desnudo de rasgos en mi dirección. Yo estaba asustada ante
aquella escena. Sentía escalofríos por todo el cuerpo y los oídos
comenzaron a chillarme. Cerré los ojos y me los cubrí con las
manos, pero eso no hacía nada. Presa del nerviosismo, me tiré al
suelo de rodillas y grité, aterrada.
Se
despertó de golpe, agarrando con fuerza la almohada e incorporándose
de un salto. Miró a su alrededor y recordó dónde estaba. La noche
anterior, tras reencontrarse con Syna, habían ido al primer hostal
que habían encontrado y se habían alquilado una habitación. La
única habitación libre que encontraron, pues al parecer hubo un
acontecimiento importante en Rihem y las habitaciones estaban casi
todas completas.
Aún
con el pánico en el cuerpo, se abrazó las rodillas y se pasó la
mano por su frente sudada. Todo había sido un sueño, pero le
parecía tan real... ¿Sería otra de sus visiones? Le había
sorprendido el hecho de ver a alguien a quien llamaba papá, y
llegaba a creerse que era él realmente. Nunca había sabido quiénes
eran sus padres, por ello en su interior anhelaba poder encontrarlos
algún día, si es que estaban vivos todavía. Se estremeció ante
aquel hecho. ¿Por qué no iban a estarlo? Enseguida comprendió que
era mejor no pensar mucho en ello, así que giró la cabeza hacia la
cama de Syna.
Pero
allí no había nadie.
La
madera del suelo crujió en cuanto los pies de Gabrielle se apoyaron
en ella.
—¿Syna?
—llamó, alarmada.
Sus
zapatos aún estaban en el suelo, y su ropa seguía colgada en el
cabezal de la cama. La habitación no tenía ninguna otra estancia
secundaria, y Gabrielle comenzó a asustarse de verdad. Un pajarito
cantó fuera, en la ventana. La joven tornó la cabeza en aquella
dirección y enseguida se asomó a la calle, impulsada por una
extraña corazonada. Miró hacia todos los lados, pero no había
rastro de Syna.
—Gabrielle
—dijo de repente alguien—. Estoy aquí.
Gabrielle
reconoció la voz de Syna, y la reconoció encima suyo. Alzó la
cabeza y se encontró con una escena de lo más peculiar. Syna estaba
de cuclillas en el tejado, descalza y con los pantalones y la camisa
blanca de encaje que llevaba bajo la ropa. Su cabello se movía con
elegancia al ritmo del viento, y sus ojos dorados observaban los de
Gabrielle.
—Syna
—habló esta, dejando al descubierto su desconcierto—. ¿Qué
haces ahí arriba?
Syna
sonrió de lado y se deslizó hacia abajo, posando sus pies sobre el
alféizar de la ventana para luego impulsarse al interior de la
habitación.
—Es
una manía que tengo —respondió simplemente.
—Una
manía un tanto extraña —objetó Gabrielle.
—Es
algo que no puedo evitar por mi naturaleza —añadió Syna.
—¿Con
naturaleza te refieres a lo de ser... eso...? —preguntó Gabrielle,
sin saber muy bien cómo nombrarlo.
—Más
o menos.
Sin
decir nada más, Syna comenzó a vestirse, consciente en su interior
de que no había aplacado la curiosidad de Gabrielle, quien la miraba
como esperando algo más. La joven, al ver que Syna no hablaría
mucho más sobre ello, decidió adelantarse.
—Me
gustaría saberlo... No me acostumbraré si no sé el porqué.
Reconoce que es... curioso —bisbiseó—. Aunque si no quieres da
igual, lo comprendo —sonrió luego.
—Seré
breve —culminó ella—. Veamos, ¿tú sabes algo de los símbolos
de las familias de los brujos?
Gabrielle
caviló durante unos segundos, y luego negó con la cabeza.
—Cada
familia de brujos tiene un animal como símbolo. Desde que un bebé
de dicha familia nace, un animal de esa especie está junto a él,
hasta el día de su muerte. El brujo puede sentir todo lo que su
animal siente, como si pudiera ser el animal y él mismo a la vez.
Pero los medio-brujos, al no tener la totalidad de la sangre de un
brujo, no podemos tener los nuestros propios, pero a veces sí
desarrollamos características de éste que no podemos evitar.
—¿Y
tú a qué familia perteneces? ¿Al gato? —preguntó Gabrielle,
cada vez más animada.
—No
—contestó Syna, divertida ante la suposición de su compañera—.
Al cuervo.
Aquello
dejó sin habla a la joven. Su rostro se volvió pálido en un
instante, recordando el cuervo que tantas veces había visto a su
alrededor. Sintió una sensación extraña en el cuerpo, y se perdió
entre sus cavilaciones. Analizó la historia que Syna acababa de
contarle y comenzó a atar cabos imprecisos, simples corazonadas.
Tuvo que pasar un buen rato hasta que volvió a la realidad.
—¿Qué
te ocurre? —preguntó Syna, sorprendida ante su reacción.
—Syna
—dijo Gabrielle mecánicamente—. ¿Has conocido a tu familia
de... brujos?
Sus
ojos dorados brillaron un instante de una forma distinta.
—Sí,
mi tío —respondió, escueta—. ¿Por qué lo dices?
—¿Y
sabes dónde está?
—Ya
no está, Gabrielle —terminó ella.
La
joven comprendió enseguida lo que quiso decir con ello, y dejó de
hacer caso a todo lo que se le había pasado por la cabeza.
—Lo
siento... —murmuró—. No hagas caso a mis preguntas, déjalo
estar.
—¿Seguro?
—Sí,
sí, no importa, cosas mías —insistió Gabrielle.
Syna
la miró y luego siguió vistiéndose como si nada de aquello hubiese
ocurrido.
* * *
La
taberna estaba silenciosa y tranquila. Todavía algunos se iban a
casa después de una noche de borrachera y fiesta, con dolor de
cabeza y los ojos rojizos, tambaleándose por la calle y apoyándose
en los muros de las casas. Era temprano por la mañana, y aquella
escena era típica de esas horas. Aquella taberna de Rihem era famosa
por no cerrar nunca, ni de noche ni durante el día. Ni siquiera en
festivos. Se encargaba de ella una familia numerosa, y vivían por y
para su trabajo. Hacían turnos y así podían mantener la puerta
siempre abierta. Tenían una gran organización, y los habían
instruido así desde generaciones atrás.
Al
fondo, en una mesa arrinconada, se encontraban tres figuras hablando.
Dos de ellas eran grandes, portaban armaduras plateadas y brillantes
y bebían una birra de cerveza con varonilidad. La tercera, a pesar
de ser más menuda, era la que más destacaba, pues su cabello rubio
platino relucía por la luz del sol.
—Su
entrenamiento continúa en Digrin —decía uno de los dos
hombretones, tras haber bebido un sorbo de su birra, al joven rubio—.
En unos días saldrá un barco hacia allí, así que tendréis que
prepararos enseguida. En el puerto le esperará vuestro próximo
maestro.
Koren
miró al otro hombre, sentado a su lado. Este observaba la cerveza de
su jarra, intentando parecer indiferente a la situación. Era su
maestro de espada, el que se había encargado de adiestrarlo hasta
entonces.
—Creía
que no podía cambiarse a un maestro —objetó, sin apartar los ojos
de él—. ¿A qué se debe ese cambio repentino?
El
guerrero que había hablado en primer lugar miró también al antiguo
maestro del joven, con un rastro de tristeza en su rostro. Se pasó
la mano por su castaño cabello y caviló qué podía responder.
—No
preguntes tanto, chico —saltó de repente el maestro—. Las cosas
pasan, y ya está. Tu nuevo maestro sabe mucho más que yo, así que
no te preocupes por tu entrenamiento, lo hará mejor de lo que yo lo
hice. Solo intenta no ser tan impertinente como lo eras conmigo,
porque puede que él no tenga tanta paciencia.
Inmediatamente,
el hombre se llevó su jarra a los labios, se bebió toda la cerveza
en un par de sorbos y la dejó en la mesa con un sonoro golpe. Sacó
unas monedas de su bolsillo, las dejó al lado del vaso vacío y
luego se levantó y se fue sin añadir nada más. Ambos, el joven y
el guerrero, se quedaron en silencio unos instantes, observando cómo
el maestro de espada se alejaba por la calle.
—Ha
ocurrido algo malo, ¿verdad? —dijo Koren.
—Así
es —contestó el guerrero tras un suspiro.
—¿Le
han quitado el título o lo han condenado por algo?
—Ninguna
de las dos cosas, joven —respondió el guerrero, atrayendo toda la
atención de Koren. Al ver el interés del chico, decidió
contárselo—. Su mujer ha muerto por una enfermedad mientras él
estaba con usted entrenando en el bosque. Se ha sentido culpable por
no haber podido estar con ella en su lecho de muerte, y ha decidido
dejar su trabajo de maestro y cuidar de sus dos hijos, de cuatro y
seis años.
—Vaya...
cuánto lo siento por él —comentó Koren, apenado.
—Bueno,
antes de irse su mujer ya estaba mal, pero ella se lo ocultó para no
preocuparle. Incluso yo sabía de ello. Él era el único que no
conocía la verdad.
—Su
mujer era muy buena, la recuerdo —caviló Koren—. Cuando era
pequeño, preparaba pastelitos para el maestro y a mí me gustaban
tanto que me los iba comiendo a escondidas. Al enterarse de ello, su
mujer me preparaba todos los días otra cesta de pastelitos para mí.
Estaban riquísimos.
—Sí,
yo también los probé. Era una cocinera estupenda.
Se
quedaron de nuevo en silencio, pero no duraron demasiado.
—Hay
otra cosa —añadió el joven—. ¿Por qué debo ir a Digrin? Nunca
había oído que el entrenamiento de nivel A se hiciera allí.
—Yo
tampoco lo sé, a mí solo me lo han comentado para que le informe,
nada más. Supongo que otro cambio de leyes.
—Están
cambiando demasiadas leyes. Me huele raro. —Se quedó mirando a
través de la ventana, hacia el cielo que comenzaba a nublarse—. A
veces creo que no debería presentarme para ser un guerrero de
Gouverón completo.
—¿Por
qué dice eso? Debe honorar a sus padres, ¿no lo recuerda? —saltó
el guerrero, escandalizado.
—Lo
sé, pero... —Se paró en seco y luego sacudió la cabeza—. No
tiene importancia, son cosas mías. —Se levantó enseguida e
inclinó la cabeza a modo de reverencia—. Debo irme ya. Buen día y
gracias por informarme.
—Buen
día —correspondió el guerrero, tras observar a Koren un rato,
cavilando sobre lo que acababa de confesarle.
El
joven salió de la taberna con paso ligero. Aún percibía los olores
de la noche de borrachera, y le incomodaban. Odiaba el aroma y el
sabor del alcohol, y tenía claro que de mayor bebería lo más
mínimamente posible.
Solo
poner un pie en la calle, alguien lo llamó.
—¡Koren!
—exclamó una voz femenina.
El
joven se volvió y descubrió a Inya apoyada en el muro de la
taberna. Parecía que había estado esperando a que saliera.
—¿Inya?
¿Qué haces aquí? —preguntó él, extrañado.
Inya
se acercó a él con lentitud y sin perder su perfecta postura en
ningún momento. Como dama de sangre noble, la habían instruido
duramente para que siempre mostrara un porte elegante y de señorita.
Y aunque intentaban que su belleza impusiera, nunca lo conseguían,
pues su rostro relleno de pecas le aportaba una niñez y fragilidad
imposible de esconder.
—Estaba
esperando a que salieras —dijo, retorciendo sus dedos con timidez—.
Me han dicho que te irías a Digrin y que te encontrabas en la
taberna confirmándolo, así que he pasado por aquí.
—Ya
veo —sonrió Koren—. Supongo que volveremos a estar una temporada
sin vernos ni nada...
La
expresión de Inya le obligó a callarse. La muchacha no mostraba
tristeza, ni siquiera resignación. Solo sorpresa.
—¿No
te han comentado nada sobre eso? —preguntó, sin salir de su
asombro.
—¿Sobre
qué? —saltó Koren, confundido.
Inya
suspiró, comprendiendo que, en efecto, no sabía nada.
—Ambos
tenemos diecisiete años, y tú pronto alcanzaras la mayoría de edad
—comenzó—. Mis padres y tu hermano opinaron que ya habíamos
pasado mucho tiempo juntos como prometidos, y al saber lo de que
debías irte a Digrin, decidieron que yo también iría contigo.
Simplemente porque creían que sería una buena idea no separarnos
cuando se está acercando la fecha de la unión.
—¿Ya
hay fecha de unión? —interrumpió Koren.
—No,
en absoluto —respondió Inya, enrojeciendo con solo pensar en la
idea—. Aún no se ha llegado a un acuerdo, pero dicen que no será
muy tarde...
—Yo
no sabía nada de todo esto —comentó Koren.
—Es
posible que decidieran no decírtelo para que te concentraras
plenamente en tu entrenamiento.
—Pero
aún así... —Las campanadas de la torre de Rihem interrumpieron su
voz. Koren alzó la cabeza hacia el reloj de sol y luego volvió la
atención de nuevo hacia Inya—. No importa. Lo siento, pero debo
irme ahora.
—Vale
—musitó Inya, sonriendo débilmente.
La
joven se quedó observando cómo Koren desaparecía por entre el
gentío de la calle. Pensó en la conversación que acababan de
tener. Al nombrar lo de la fecha de unión, él se había puesto muy
nervioso, y aquello la había inquietado.
Tres
veces gritaron el nombre de la joven y esta solo se dio cuenta cuando
sintió que alguien le tocaba el hombro. Se giró rápidamente y vio
que se trataba de su criado, David.
—¡Qué
susto! —exclamó Inya.
—Llevaba
llamándote un buen rato —dijo él—. En cualquier caso, tenemos
que hablar de algo.
La
cara de preocupación que mostró alarmó a Inya.
—¿Es
algo malo? —preguntó.
—No
es algo bueno —aclaró David solamente—. Es algo de lo que habla
la gente. —En seguida le tomó la mano y la arrastró a un rincón—.
Ven, es mejor que no nos oiga nadie.
* * *
Los
rayos de sol por sus párpados, consiguiendo que se despertara. Sus
ojos se abrieron lentamente y con pereza. Había dormido demasiado
bien aquella noche. Quiso volverse hacia el otro lado para que no le
molestara tanto la luz que penetraba por la ventana, pero al intentar
hacerlo, se encontró con un obstáculo. En su cama había alguien
más. Giró la cabeza todo lo que pudo y lo primero que vio fue el
rostro de Crad. Asustada, se incorporó de un salto y se quedó
sentada en el otro extremo de la cama, observando cómo su compañero
dormía. Tenía una expresión pacífica, y no parecía que el
movimiento de Melissa lo hubiera despertado. Aun así, la joven no
estaba tranquila. Rememoró lo que había pasado la noche anterior.
Recordó que, tras consolar a Crad, se dio cuenta de que tenía
muchísmo sueño. Después de ello no recordaba nada más, solo haber
cerrado los ojos un instante y ya no volverlos a abrir hasta
entonces. Comprendió que aquello se debía a que había estado
noches sin dormir bien o nada en absoluto. Maldijo para sus adentros,
pero al apoyar la mano en el marco de la ventana, sintió un tacto
extraño. Miró hacia allí y descubrió una madera negruzca, como si
hubiera estado quemándose sin consumirse del todo. Luego echó un
vistazo al resto de la casa, que con la luz solar podía verse mejor.
Lo que vio la sorprendió.
Se
había cubierto las paredes de la casa con una pintura blanca casi en
su totalidad, pero aun así podían descubrirse trozos negros, como
si se hubieran quemado. Sobre todo en el suelo. Entendió entonces
qué casa era aquella.
Solo
podía ser la de Crad y su familia, el lugar donde murieron sus
padres y Chiara.
Con
los ojos abiertos como platos, se agarró de la camisa con fuerza. Le
pareció oír los gritos de terror que Crad había descrito en su
historia. Le pareció ver el fuego lamiendo las paredes, dejando
aquellas marcas. Y luego la pinza azul del pelo, allí encima de la
mesa. Todo su cuerpo se estremeció ante aquellos pensamientos. Pero
la sensación no tardó en desvanecerse al oír un sonido afuera.
Sobresaltada, se asomó por la ventana. Su cuerpo palpitó con más
fuerza, creyendo que era algún bandido, cuando oyó un chillido que
provenía de debajo suyo. Miró hacia allí y se encontró con un
pequeño hurón de pelaje color crema que la observaba con sus ojitos
negros.
—Vaya,
¿eras tú? —susurró Melissa, sonriendo—. Me has dado un buen
susto, pequeñín.
De
pronto se oyó el chasquido de una rama romperse. La joven se alteró
y le pareció ver una sombra que se escondía en la esquina de la
casa. Con el ceño fruncido, se metió hacia dentro y, saltando a
Crad, decidió ponerse las botas, coger la bandolera y salir al
exterior. Antes de abrir la puerta, sacó una daga, y luego, muy
cautelosa, miró bien si había alguien o no antes de salir. Al
asomarse del todo, se dio cuenta de que no había nadie, pero no
queriendo confiarse, quiso aventurarse a rodear la casa. Empuñando
la daga, con la punta afilada señalando delante suyo, caminaba
fijándose en el más mínimo detalle. Antes de dar la vuelta a la
esquina, decidió asomarse poco a poco para asegurarse. Pero de
repente una sombra saltó frente a ella. Melissa gritó y dirigió el
arma hacia la sombra en un autoreflejo.
—¡Eh!
—se quejó él, echándose un tanto para atrás—.
¡Cuidado, podrías hacer daño a alguien con eso!
Melissa
se quedó mirando al chico con detenimiento. Llevaba una camisa
blanca con botones solo en la parte de arriba que estaban
desabrochados, dejando al descubierto la mayoría de su pecho. Era
muy alto pero algo delgaducho. Su cabello era rubio oscuro y sus ojos
negros, apenas se le diferenciaba la pupila del iris. No lo conocía
de nada, pero le pareció familiar.
—¿Quién
demonios eres tú? —preguntó, inquieta.
—No
creo que nos quede mucho tiempo para presentaciones formales,
señorita —dijo el chico, haciendo una mueca de disgusto—.
Lamento informarle que debe venir conmigo si quiere mantenerse con
vida.
—¿Qué
tonterías estás diciendo?
—La
verdad —simplificó. Luego bajó los ojos hacia la camisa de
Melissa—. Una noche loca, ¿no?
—¿Qué...?
—dijo la joven, confusa. Al mirar abajo se dio cuenta de que
algunos de los botones de la camisa estaban abiertos, dejando al
descubierto su sujetador. Enrojeciendo de repente, se los cerró
rápidamente. Luego miró fijamente al chico—. ¡¿Y tú por qué
miras?!
—Porque
llama la atención —sonrió él.
Aquello
puso más nerviosa todavía a Melissa.
—¡¿Pero
qué clase de respuesta es esa, pervertido?! —exclamó, indignada.
—¿Melissa?
—dijo alguien tras ella.
La
joven se giró al instante, encontrándose con Crad. Se veía a
simple vista que acababa de levantarse a toda prisa, posiblemente al
oír los gritos de Melissa.
—¿Quién
es ese tipo? —preguntó Crad, mirando a la muchacha.
—¡No
lo sé! ¡Ha aparecido aquí de repente y ha empezado a decir cosas
raras! —exclamó ella.
—Oye,
me estás ofendiendo —comentó el chico misterioso.
Melissa
lo fulminó con la mirada. De repente el hurón que antes había
visto vino corriendo hacia el chico rubio y subió por sus pantalones
hasta su brazo, para luego seguir escalando hasta llegar a sus
hombros y acomodarse allí. El chico hizo como si aquello no hubiera
ocurrido y siguió sonriendo. No había dejado de sonreír desde que
Melissa lo había encontrado. Súbitamente, sus ojos negros se
dirigieron hacia el horizonte. Se concentró en algo que parecía ver
allí, ignorando por completo a Crad y a Melissa, que lo miraban como
si se tratase de un loco. Cuando volvió la atención hacia ellos,
seguía sonriendo.
—Bueno,
pues basta de explicaciones. Ya llega la gente —dijo como si nada.
Tanto
Melissa como Crad se asomaron hacia donde él había estado observado
para comprobar lo que él había dicho. Al cabo de unos segundos
aparecieron varios caballos, dos de ellos en cabeza de los demás.
Iban directos hacia ellos. Uno era blanco y lo montaba un hombre con
armadura y sin casco, con sus cabellos rubio platino al viento. El
segundo era completamente negro y lo dirigía una mujer pelirroja y
de orejas puntiagudas que enseguida reconocieron.
—Senlya
—dijeron al unísono.
—¿Además
los conocéis? Esto sí que es cortesía —comentó el chico rubio.
—Y
el otro es Bowar, el tipo que... mató a Clarysse —recordó
Melissa, ignorándolo.
—Me
buscan —susurró Crad.
—¡Error!
—gritó el chico, sobresaltando a los dos—. Os buscan a ambos.
—Antes de que ninguno pudiera replicar nada, siguió hablando—.
¡Y ahora no hay tiempo! ¡Nos vamos!
Dicho
esto se tiró encima de ellos. Melissa y Crad comenzaron a sentir un
misterioso mareo que la joven comparó con el momento en que había
llegado a Anielle. Al volver a abrir los ojos solo vio hierba
altísima como la del valle donde la noche anterior Crad y ella
habían estado. El chico rubio estaba encima de los dos jóvenes. Al
intentar incorporarse, mostró una mueca de dolor que Melissa vio.
Esta enseguida pensó en el arma que todavía llevaba en la mano.
—¿Te
he herido? —preguntó, asustada.
Él
negó con la cabeza.
—Tu
maldito colgante.
Melissa
miró hacia abajo y descubrió que la piedra celeste de su colgante
brillaba con fuerza, y en el pecho descubierto del chico rubio había
aparecido una marca de quemadura que antes no estaba. Frunció el
ceño, extrañada al ver aquello.
—¡Eres
un brujo! —saltó Crad junto a ella.
El
chico se puso de pie de un salto, y tiró de los brazos de los dos
muchachos, haciendo fuerza para levantarlos del suelo.
—Oh,
vaya, qué sorpresa, soy un brujo —canturreó mientras—. Tendría
que estar muerto, sí, pero no lo estoy. Y al contrario de lo que
creas, chico —dijo dirigiéndose a Crad—, no voy a mataros y
comeros como cuentan por ahí. Es más, voy a salvaros el pellejo
porque ese es mi deber. Bueno —añadió mirando a Melissa esta
vez—, realmente mi deber solo es salvar a la chica, pero ya que
tenéis una bonita conexión, te llevo a ti también. Agradéceselo
luego, Crad. ¡Y ahora corred, que pesáis mucho y no he podido
enviarnos muy lejos!
Habiendo
terminado de hablar, tiró de ellos, obligándolos a correr por el
valle, que en efecto se trataba del de las medusas. El hurón seguía
enroscado en su cuello, no se había caído en ningún momento.
Parecía acostumbrado a los movimientos bruscos. Crad se deshizo de
su mano y corrió por él mismo, mostrando su descontento. Melissa no
pudo hacer eso, pues el chico la cogía tan fuerte que casi le hacía
daño. Se miró su colgante, el cual seguía brillando tan
intensamente como antes. Miró luego al joven rubio y se preguntó si
tendría algo que ver con el extraño comportamiento de la piedra.
Corrieron
hasta esconderse entre una pequeña arboleda repleta de árboles de
todos los tamaños. El chico rubio no soltó a Melissa en ningún
momento, y esta empezaba a quejarse de la presión que ejercía
alrededor de su brazo cuando alguien la cogió por detrás y tiró de
ella. Un caballo emergió de las sombras y cogió a Crad también. El
joven rubio seguía sin soltar a la muchacha, y sus ojos comenzaron a
brillar de una extraña forma. De repente, Melissa vio cómo el que
había atrapado a Crad le colocaban un pañuelo en la boca a este.
Comprendió enseguida qué era, pero antes de que pudiera reaccionar,
apareció en escena un tercer hombre montado en su respectivo
caballo. Este no vaciló y le golpeó la cabeza al chico rubio con un
grueso y largo palo, parecido a una especie de lanza. El joven cayó
inconsciente al suelo, soltando a Melissa. De repente, el hombre que
la había cogido le colocó otro pañuelo en la boca, tapándole la
nariz también. Un fuerte olor le subió a la cabeza y enseguida la
adormeció. No pudo evitar cerrar los ojos, rendida ante los efectos
de la sustancia que empapaba el pañuelo.
* * *
Syna
se había puesto nerviosa nada más salir de la habitación del
hostal. Le había dicho a Gabrielle que debían partir cuanto antes
hacia el sur, y ni siquiera habían desayunado, por lo que el
estómago de Gabrielle había gruñido todo el trayecto. No
comprendía las prisas de su compañera, pero no replicó, pues se la
veía preocupada. Confío en su instinto, y fueron a parar en la cima
de una pequeña colina salpicada de árboles. Bajo esta se elevaba
una pequeña casa pobre que tenía todas las pintas de estar
abandonada.
—Está
ahí —había murmurado Syna, concentrada.
—¿La
chica a la que buscas? —había preguntado Gabrielle.
No
obtuvo respuesta alguna, es mas, Syna se quedó mirando la casa,
concentrada. Gabrielle, al intentar adivinar en qué se fijaba tanto,
descubrió un chico de cabello rubio oscuro que revoloteaba por
alrededor de ella. Luego una chica se había asomado por la ventana,
y el chico se había escondido. Pero la joven pareció haberlo
percibido, porque salió de la casa. Se encontraron los dos, pero
aunque al principio la joven desconfiaba, ambos entablaron una
conversación —no muy amistosa, todo cabe decirlo— y luego había
aparecido un segundo chico. Al cabo de unos segundos se oyó un
tremendo estruendo, y no se tardó en ver a varios caballos galopando
hacia los tres jóvenes. Entonces, el rubio se había tirado encima
de los otros dos y se habían evaporado en el aire.
—¿Qué...?
—había dicho Gabrielle, confusa.
—No
puede ser —había susurrado Syna, más para sí misma que para su
compañera—. Es él.
—¿Quién?
—había preguntado Gabrielle, todavía pasmada por lo que acababa
de presenciar.
Syna
la había mirado durante un largo rato, y la joven había podido ver
en sus ojos un rastro de nostalgia.
—No
importa —culminó, sacudiendo la cabeza y levantándose del suelo—.
El caso es que la chica la ha encontrado otra persona con la que
estará a salvo.
Aunque
aquello no había sido suficiente información para Gabrielle, no
quiso preguntar nada más.
Ya
habiéndose levantado del suelo, se dispuso a caminar junto a Syna,
quien parecía volver a Rihem, aunque con la cabeza gacha y
cavilando. Sin querer, Gabrielle tropezó antes de llegar a la altura
de su compañera, y casi cayó encima suyo, pero solo le rozó el
brazo. Se desplomó al suelo y suerte de que se apoyó con las manos,
que si no se hubiera dado de frente contra él. Iba a disculparse y a
quejarse de lo torpe que era, cuando Syna lanzó un gemido de dolor.
Volvió su mirada hacia ella, interrogante. Su compañera se cogía
la mano y se la miraba con horror. Le había aparecido una quemadura
de repente, y al parecer le dolía. Alzó sus ojos dorados hacia
Gabrielle y se empezó a poner nerviosa.
—¿Qué
ha pasado? —preguntó Gabrielle incorporándose de pie rápidamente.
Syna
miró hacia su cinturón.
—¿Qué
tienes ahí? —se apresuró a interrogar.
Gabrielle
miró su cinturón y sacó su daga.
—Solo
tengo esta daga —murmuró.
—¿De
dónde la has sacado?
—No
lo sé, me la dio un hombre —respondió, asustada por la ansiedad
que percibía en Syna y sus preguntas.
—¡¿Qué
hombre, Gabrielle?! —gritó, sin moverse del sitio.
Súbitamente,
se levantó un fuerte viento helado que caló en la piel de
Gabrielle. Solo ver la expresión de Syna, supo que lo había
provocado ella inconscientemente.
—¡No
lo conocía de nada! —exclamó, aún más alarmada que antes—.
¡Era un mendigo que un día me lo dio así como así!
—¿Cómo
era el mendigo?
—Viejo,
parecía viejo, pero casi no se le veía la cara. Creo recordar que
tenía canas, muchas canas. Y los ojos muy claros, como los de un
ciego. No logro recordar mucho más. —Observó el rostro
desencajado de Syna y se puso tensa de repente—. ¡No creí que
fuera tan malo! ¡Tampoco pude oponerme! —profirió.
Se
hizo un silencio entre ambas. Syna se dio cuenta de su conducta y de
lo que ello había conllevado. Cerró los ojos y respiró hondo hasta
que aquella helada ventisca se hubo calmado. Al volver a abrirlos,
estos se dirigieron a su compañera sin mostrar ninguna expresión de
nuevo, como siempre.
—No
importa. Esa daga no es nada malo. Al contrario, guárdala bien. Es
muy valiosa y la vas a poder necesitar algún día.
Al
terminar de hablar, miró su mano de nuevo, marcada por la quemadura.
Gabrielle la observó, interrogante. Sentía que no iba bien, que
Syna le ocultaba algo importante. Pero no quiso preguntar más, pues
creyó que ya sabía suficiente de ella y no quería curiosear.
Gabrielle confiaba en que si ocurriera algo malo, Syna se lo
comunicaría enseguida.