¡Aquí está mi relato de Neminis Terra! El tiempo no ha ido a mi favor, por lo que no he podido revisarlo muy bien y temo que haya más errores de los que pueda cometer en la vida. Así que me disculpo eternamente.
Ahora os dejo con mi humilde relato. Arrivederci!~
Recuerdo
que aquella noche llovía a raudales. Las gotas de agua parecían querer
acuchillar la tierra; con odio, con rencor. Pero no era más que una tormenta. No
había nada de especial en ella.
Mi
atracción la atraía algo que se encontraba delante de la mismísima Puerta Norte
de la ciudad Humis. Envuelta en una capa sucia y rasgada como si acabase de
sufrir un ataque de lobos hambrientos, había una pequeña figura que no cesaba
de golpear las maderas del portón con sus pequeños y malheridos puños. Sobre
una de las torres de vigilancia, un guardia lo miraba indeciso, apuntándole con
su arco.
—¡Identifíquese!
—gritó desde lo alto—. ¡Y descubra su rostro!
Aquel
pequeño ser pareció asustarse cuando oyó la voz del hombre. Alzó la cabeza
hacia él y lo miró con una expresión de puro pavor. Así le permitió saber al
guardia que se trataba de un humano. Más bien de una niña de unos seis, siete
años, de grandes ojos color plata.
—¿Quién
eres? —preguntó el vigía, sin dejar de apuntarle con el arma.
La
niña se lo quedó mirando unos segundos, boquiabierta. Aun así, no dijo nada
hasta que el guardia no volvió a preguntar dos veces más.
—¡Mía!
—chilló entonces la pequeña. Pareció sorprenderse de su propia voz, porque dio
un sobresalto y luego volvió a decirlo varias veces para ella misma.
—¿Mía?
¿Perteneces a esta ciudad? ¿Por qué estabas fuera?
Entonces
simplemente volvió a golpear la puerta mientras chillaba y lloriqueaba. Un
inesperado golpe de viento se llevó su capa y dejó al descubierto su cuerpo
infantil desnudo, reconfirmando su identidad como humana al que resguardaba
Humis. Rápidamente, cogió de nuevo su capa y se envolvió con ella, temblando
por el frío de la noche y la lluvia.
—¡Voy
a abrirte un poco la puerta! ¡Entra! —cedió finalmente el guardia, conmovido
ante su situación.
La
pequeña se sobresaltó cuando la gran puerta de madera comenzó a chirriar al
tiempo que se elevaba del suelo, dejando un hueco cada vez más grande para
pasar. Del susto cayó hacia atrás de espaldas y se quedó allí observando.
Dio
la casualidad de que aquel a quien todos llamaban Tío pasaba en frente de la
puerta, buscando a su hijo adoptivo que se había perdido, con su abrigo de lana
y sus botas algo desgastadas por el paso de los años. Aunque casualidad… Quién
sabe si una fuerza superior lo llevó a que se encontrase allí en ese preciso
instante.
La
puerta se detuvo en cierto punto, sin elevarse en su máxima capacidad. Tío se
quedó mirando a la niña, quien también lo observaba. Le llamó la atención por
sus cabellos platinos y sus ojos plateados. Le recordaba enormemente a su hijo…
Pero estaba claro que no lo era. Y entonces la pequeña se levantó a trompicones
y, agarrando bien su capa, echó a correr hacia el interior de la ciudad. Sus
pies descalzos producían un chasquido cuando pisaban el barro. Y finalmente, se
tropezó con algo que encontró en su camino y se precipitó cual larga era sobre
el fangoso suelo. Tío acudió corriendo y la ayudó a incorporarse. Se fijó
entonces en sus puños llenos de arañazos y en sus pies ensangrentados. Algo
había pasado con ella.
De
repente, hizo algo que no se lo esperaba. La niña lo abrazó mientras
lloriqueaba tan fuerte que incluso se la podía oír por encima del ruido de la
lluvia. El vigía, desde lo alto de su torre, los observaba asombrado. El Tío
también estaba sorprendido.
En
mi caso, sin embargo, me encontraba de lo más aliviado porque todo el plan
había funcionado a la perfección. Algo que no me solía ocurrir, pues las mentes
humanas son más independientes de lo que uno se imagina.
Observé
cómo, bajo la tremenda tormenta que se estaba dando, el Tío llevaba a la
pequeña en brazos, cubriéndole la cabeza con la mugrienta capa que había traído
consigo. Corría por las calles inundadas
con cierta prisa, como si le fuese la vida en ello. Era consciente de la
pulmonía que podía llegar a coger la niña con aquel frío y empapada. No
tardaron en llegar a su casa. El Tío dejó a la niña sentada en el sofá de su
salón y se apresuró en encender la chimenea. Inmediatamente después fue a
buscar ropa limpia y seca. Como la suya le iba a ir escandalosamente enorme,
cogió una camisa de su hijo adoptivo, que aunque no fuese de su talla, la
diferencia no resultaría tan abismal. La secó con toallas y la acercó al fuego.
La niña se dejó hacer como si de una muñeca se tratase. Cuando estuvo ya lista,
el Tío le cogió de las manos y le sonrió.
—Puedes
hablar, no vamos a hacerte daño —le dijo con voz plácida y tranquilizadora—.
Tengo un hijo de más o menos tu edad… creo. Él tiene diez años, ¿cuántos tienes
tú?
Pero
su respuesta fue el silencio. Sus ojos de plata miraron fijamente los
acaramelados del Tío, y no dijo ni una sola palabra. Entonces la apaciguadora
expresión del Tío cambió por completo a una de preocupación.
—¿No
sabes hablar? —preguntó.
La
niña siguió mirándolo como respuesta y abrió la boca para decir algo, pero solo
le salió un sonido similar al de “mía”. El Tío no pudo decir nada más, pues la
puerta de la casa se abrió de repente y un niño entró al salón
precipitadamente. He de decir que estaba tan concentrado en la escena que
incluso yo me sorprendí un tanto de su inesperada aparición.
—Lo
siento Tío, vi perdido afuera al niño de los Monrok y salí a acompañarlo a su
casa. Luego sus padres me dieron de cenar para agradecérmelo e incluso me
regalaron una cesta con comida que te la acabo de dejar en la mesa de la
cocina. Ya sabes cómo son, y no… —Se detuvo en medio de su explicación en
cuanto se percató de la presencia de alguien más—. ¿Quién es ella?
—Me
has preocupado mucho, Argen. He salido a buscarte —dijo él, notablemente
enfadado.
Tal
vez fue la dureza de la voz del Tío o la forma en la que lo había dicho, pero
la cuestión fue que, al oírlo, la niña se echó hacia atrás, algo sobresaltada.
El Tío la vio y se disculpó inmediatamente, alzando las manos en símbolo de que
no era agresivo.
—Lo
siento, Tío… —dijo Argen, acercándose hacia él—. ¿Pero quién es esa niña?
—Viene
de fuera de la ciudad, pero parece que no sabe hablar —explicó él—. Lo único
que sabe decir es “Mía” o algo así.
—¿Fuera
de la ciudad? ¡Pero allí solo están las Bestias! —se escandalizó Argen,
deteniéndose a medio camino.
—Ella
es humana, Argen —lo tranquilizó él, rudo—. Está comprobado y no hay
equivocación. No se asemeja a ellos en nada. Es más, se parece demasiado a ti.
Y
tenía razón. Sus cabellos eran de un tono platino similar, aunque el de Argen
fuese a lo mejor un poco más oscuro. Pero sus ojos se parecían como dos gotas
de agua. Idéntico color plata que parecía brillar cuando se exponía a la luz
del fuego.
—Eso
es absurdo —rechazó Argen, al tiempo que se acercaba.
Lo
siguiente que ocurrió fue demasiado rápido para que el Tío pudiese reaccionar —o
asimilarlo primero—. Argen en un instante estaba quieto delante del Tío y la
niña, y al siguiente se había tirado encima de la pequeña y le había rodeado el
cuello con las manos, con intención de ahogarla. La niña chilló e intentó
deshacerse de él tirándole de las muñecas. Pero no surgió efecto, pues Argen
tenía mucha más fuerza. Su rostro reflejaba una rabia inexplicable y
terrorífica, y mientras la miraba, las lágrimas de ella comenzaban a brotar de
sus ojos. Cuando al fin el Tío reaccionó, agarró a Argen en brazos y lo alejó
de ella. Aunque le costó, pues el otro estaba bien sujeto, lo consiguió.
—¡Argen!
¡¿Se puede saber qué se te ha pasado por la cabeza ahora?!
La
pequeña, aterrorizada, retrocedió arrastrándose en el suelo, con los ojos rojos
y una mano sobre su cuello malherido. Miró a Argen con un tremendo pavor y se
quedó allí inmovilizada, temblando.
Argen
gritó en los brazos del Tío. Y entonces el fuego de la chimenea expulsó una
pequeña llamarada hacia la niña. Acertó en su camisa, que empezó a arder de
inmediato. El Tío tiró a un lado a Argen y corrió hacia la niña, que chillaba
atemorizada. Por suerte, consiguió apagarle el fuego tirándole un cubo de agua
que había cerca antes de que pudiese causarle quemaduras en la piel. La abrazó
una vez el problema estuvo solucionado, y mientras le acariciaba la cabeza, ella
sollozaba a gritos. Solo en ese momento, el Tío volvió la mirada hacia Argen.
Se
encontraba tirado en el suelo, con la boca desencajada por la sorpresa y los
ojos abiertos como platos. Parecía confuso y anonadado.
—¿Qué
has hecho, cómo y por qué? —le rugió el Tío.
—No
lo sé… —susurró Argen en un hilo de voz—. De verdad, Tío, que no sé qué me ha
pasado. No sé cómo… No sé por qué… No sé…
Allí
terminó todo esa noche. Confusión y novedad. Comienzo del plan y fin de la paz
en aquella casa.
3 años después.
Argen
tenía cierto don. O a esa conclusión había llegado el pobre Tío, que durante
esos años se había visto envuelto en constantes peleas más allá de las tópicas
de hermanos. Argen tenía misteriosos deseos de acabar con la vida de Mía —que
así habían acordado llamarla—. Por ello, sus habitaciones estaban cerradas con
llave y ninguno de los dos podía salir hasta que el Tío les abriese. Así no
podían cruzarse y Mía no corría peligro.
Por
otro lado, Argen había estado “entrenando”, si así puede decirse a una labor
completamente autodidacta, sus poderes. Aunque contaba con la ayuda y
vigilancia del Tío, este no tenía ni idea de cómo controlar algo así. Sin
embargo, y sin saber muy bien cómo, Argen se las arregló para lograr controlar
sus poderes lo máximo posible. Y al final obtuvo un buen resultado, pues
difícilmente se le descontrolaban, como antaño le ocurría a todas horas.
En
último lugar, mientras Argen iba a la escuela, Mía se quedaba en casa con el
Tío para no coincidir con su extraño hermano. Sin embargo, el Tío trabajó duro
para que Mía aprendiese a hablar, leer e incluso algo de matemáticas y más
conocimientos. Por desgracia, nunca pudo contarle al Tío cómo había llegado a
la ciudad y dónde había estado anteriormente, pues sus recuerdos comenzaban la
misma noche del diluvio, tirada en el suelo a unos cientos de metros de Humis.
Ignorando ese detalle, Mía resultó ser una niña curiosa y de lo más
inteligente, pues su aprendizaje fue muy rápido, algo a lo que el Tío en parte
atribuía a su gracia en la enseñanza. En esas clases, Mía entendió con quién la
habían confundido. Y no pudo dormir en muchas noches ante tal historia, mirando
por la ventana hacia el horizonte en busca de algún movimiento sospechoso.
Aquella
ciudad, Humis, era la última ciudad con humanos en todo el territorio, desde
las altas e inescrutables Montañas de Nieve Roja, hasta donde la vista
alcanzaba en el horizonte del océano. Antes, todo eso había estado gobernado
por la raza humana. Ahora, las Bestias habían arrasado con todo a su paso. Se
sabe que antes estas criaturas, que eran descritas como un intermedio de animal
y humano, vivían en una isla junto al reino. Dicha isla estaba cubierta por un
vasto e inexplorable bosque. Los humanos estaban tranquilos, pues creían que no
podían vivir más allá de su bosque. Pero llegó a los oídos de los más curiosos
que sus maderas no ardían ante el fuego; se podía decir que eran inmortales. Y
cómo no, grandes expediciones se tiraron de cabeza a la isla, con la misión de
talar sus valiosos árboles y llevarse su
madera. Las Bestias, en vista de que poco a poco les estaban arrebatando su
preciado hogar, se las apañaron para dejar atrás su lado apacible y luchar por
su mundo. El día en que eso ocurrió la sangre tintó el estrecho que unía el
reino con la isla. Y las Bestias, tal vez no satisfechas con ello, tal vez
temerosas de que volviesen más humanos o tal vez porque el sentimiento de
victoria sangrienta les agradó, atravesaron el estrecho y comenzaron a
aniquilar a todo humano que encontraban a su paso.
Así,
la cacería producida por la tan terrible codicia humana siguió hasta que solo
una ciudad se mantuvo en pie. Una ciudad que dejó atrás su nombre de siempre y
pasó a llamarse simplemente Humis, como las Bestias llamaban a los humanos.
Humis era la última ciudad humana. Los habitantes de Humis eran, en teoría, los
últimos en su especie. Y resistían a duras penas a los ataques de las Bestias,
que últimamente se habían apaciguado. Algo que no tranquilizaba para nada a los
humanos, pues creían que podrían estar ideando algún plan.
Volviendo
a la alocada casa, poco a poco, y como quien cría a un gato y a un pájaro en el
mismo hogar, el Tío dejaba que Mía y Argen se viesen de tanto en cuando para
acostumbrarse a su presencia y que Argen aprendiese a controlar su inexplicable
ira. Aunque no fue cien por cien un éxito, mejoró mucho, pues podían llegar a
pasar algunas horas en la misma habitación sin que Mía corriese peligro. Y
siempre que Argen notaba que ya no aguantaba más, era él quien se iba
tranquilamente a su habitación.
Todo
avanzaba con normalidad, dentro de lo que cabía teniendo en cuenta los poderes
antinaturales afines a los elementos que Argen mostraba y la constante alerta
de que no pudiese controlarse con Mía. Pero cuando el Tío había logrado
acostumbrarse y llevaba todo al día, volvieron a cambiarse las tornas, y un
nuevo obstáculo se presentó.
Ocurrió
una mañana laboral cualquiera. El Tío preparaba el desayuno, dándole la espalda
a Mía, que se encontraba sentada en una silla frente a la mesa de la cocina. Miraba con demasiada
atención un charco de agua que había provocado ella cuando, sin querer, había
volcado un vaso sobre la mesa. Entonces entró Argen. Se sorprendió al
encontrarse con la niña en la cocina. Al parecer, la dificultad de las pruebas
de convivencia estaba aumentando. Pero su sorpresa no se redujo a tal hecho.
Con el ceño fruncido, se acercó un tanto a ella, observando qué es lo que
hacía. Mudo del asombro, tiró de la camisa del Tío, indicándole que mirase
también. Cuando el Tío lo hizo se quedó petrificado.
La
mano de Mía estaba abierta y en el aire. Y debajo de ella, sin rozarla si
quiera, había una bola de agua flotando que provenía del charco que antes había
habido sobre la mesa. No existía física que pudiese explicar aquello.
Los
platos que el Tío sostenía se precipitaron al suelo, rompiéndose en mil
pedazos. Eso provocó que Mía se asustase, y la bola de agua se estrellase
contra la mesa formando un charco de nuevo.
—¿Cómo
has hecho eso? —preguntó el Tío, serio.
Mía
lo miró con cierto temor a lo que le pudiese replicar.
—Hace
poco que puedo hacer cosas así… —susurró. Luego miró a Argen, quien la
observaba boquiabierto, y posteriormente bajó los ojos al suelo—. No sé qué es,
pero es parecido a lo de Argen. Tenía miedo a decirlo…
Se
hizo el silencio en la cocina. Pasados unos incómodos instantes, el Tío comenzó
a bufar y a recoger los trozos de plato rotos.
—Increíble
—despotricaba en voz baja—. Esto es increíble. Tengo dos hijos con dones
extraños. ¿Qué más puede haber?
Desde
mi posición podía observar toda la escena. Y, sinceramente, ese momento me
pareció gracioso. La razón fue simplemente que había estado observando al
pequeño Argen y lo veía de verdad tenso y arrugando de forma extraña la nariz.
Supuse lo que iba a venir, y solo hizo falta que el Tío terminase de hablar
para que ocurriese. Argen se tiró sobre Mía, haciéndola caer de la silla.
Ambos, uno encima de otro, empezaron a pelearse en la fría piedra del piso. El
Tío comenzó a gritar e intentar separarlos. Pero aquel caso fue distinto de los
demás. Mientras que antes Mía solo se resistía, entonces pareció querer pelear
también. Colocó las manos en los hombros de Argen y una fuerte ráfaga de viento
salió de sus dedos, enviando a Argen a golpearse contra el techo de madera, que
crujió un tanto.
Pero
Mía no se detuvo allí. Y Argen tampoco. Mientras el chico volvía a caer del
techo, unas llamaradas de fuego aparecieron en sus puños, que iban a ir
directos a la niña. Sin embargo, Mía también fue rápida y de la nada creó dos
masas de agua que apagaron el fuego de sus manos. Inmediatamente después, y a
unos centímetros de chocarse, una nueva ráfaga de viento salió de sus manos y
envió a Argen al otro lado de la habitación. Sin embargo, esta vez Argen
utilizó su mejor habilidad: la rapidez. Era capaz de moverse a la velocidad del
viento más feroz, algo que siempre había puesto nervioso al Tío.
Se
plantó detrás de la niña y le rodeó el cuello con el brazo, con intención de
ahogarla. Pero Mía no se quedó parada, y le mordió. Fue chocante ver una
táctica tan plebeya en una pelea de poderes impresionantes. Pero dio resultado.
Argen se quejó y Mía pudo liberarse de su agarre.
En
cuanto él fue en su busca, cayó de bruces al suelo. Notó algo en el pie que lo
sujetaba. Miró y su sorpresa fue máxima al descubrir que una de las ramas de la
planta que había en la cocina había crecido hasta agarrarle el tobillo. Yo
había logrado ver cómo había ocurrido, pero no creía necesario decirlo en voz
alta. Estaba claro que Mía era la culpable.
Sin
despistarse ni un solo momento más, Mía fue directa a coger el cuchillo de
cocina que había en la mesa y lo alzó, directo hacia Argen. El chico la miró
con una expresión de terror y empezó a sentir un sudor frío y unas
palpitaciones fuera de lo normal.
Por
suerte, el Tío cogió a Mía en brazos y la alejó. Ella no tardó en recobrar la
cordura, y cuando lo hizo, se sintió de lo más avergonzada y culpable.
—Ahora
tú también… ¿Qué has hecho? —dijo el Tío, preocupado y sin atreverse a soltar
el brazo de Mía, a pesar de que ya había tirado el cuchillo al suelo y estaba
llorando.
A
Argen ya no le sujetaba el tobillo ninguna rama, así que se incorporó,
ayudándose de la pared, y miró a Mía muy fijamente intentando recobrar el
aliento.
—Lo
siento mucho… —se disculpó ella, dirigiéndose al Tío y a Argen al mismo tiempo—.
No entiendo qué me ha pasado. Por un momento no era yo…
El
Tío la miró; luego a Argen, y de nuevo a Mía. Después suspiró, abatido. No
había tardado en comprender que, por alguna extraña coincidencia, aquellos dos
hijos suyos se parecían mucho más allá del físico.
—Al
final sí que seréis hermanos de verdad —murmuró—. Ahora más que nunca tenéis
que cuidar lo que hacéis. Argen, tú que ya llevas más años que ella confío en
que podrás, aconsejarla al menos, mejor que yo.
—¡¿Qué?!
—chilló Argen, mostrando libremente su inconformidad—. ¡¿Pero tú has visto lo
que me ha hecho?! ¡Casi me mata!
—Yo
te protegeré. En cualquier caso, lo consultaré con la almohada esta noche.
Ahora ve tú delante a tu habitación. Volveré a cerraros con llave.
Argen
dudó unos instantes, pero finalmente bufó, contrariado, y subió las escaleras
al piso de arriba dando fuertes pisotones. El Tío seguía agarrando a Mía, y no
la soltó hasta que no oyó la puerta de Argen cerrarse.
—Deje
que me vaya —dijo entonces Mía.
El
Tío la soltó en respuesta a su petición y se dispuso a acompañarla a su
habitación. Sin embargo, Mía le agarró de la camisa y le obligó a detenerse. Él
la observó, extrañado.
—No
me refería a eso.
Sus
ojos todavía estaban enrojecidos por las lágrimas. Pero su mirada mostraba
seriedad y decisión, más de la que podría esperarse de una niña de unos diez
años.
—No
cuentes con ello —contestó entonces el Tío.
—Solo
voy a daros problemas, y ya ha tenido que hacer mucho esfuerzo para criarme a
mí y a Argen por separado. Y para enseñarme a leer y escribir. Y para controlar
a Argen. No quiero darle más trabajo. Ya ha hecho mucho más de lo que jamás
podré agradecerle por mí.
El
Tío sonrió, conmovido ante sus palabras, y se puso en cuclillas para estar más
a la altura de Mía.
—Cariño
—mientras le colocó un mechón de pelo tras la oreja—, en primer lugar no me
trates con ese respeto. Al fin y al cabo soy tu padre. Y en segundo lugar, no
permito que digas esas cosas. Y con la autoridad de padre tuyo que tengo te voy
a castigar por todo lo que me acabas de decir. Y mi castigo será que te
quedarás en esta casa bajo mi cuidado hasta que te hartes de mí o encuentres a
un hombrezuelo de lo más apuesto y que te trate mejor que yo. No acepto un no
por respuesta, así que ahora mismo te vas a la cama.
Y
sin dar tiempo a replicar, el Tío cogió a Mía y se la colgó al hombro. Mía
comenzó a reír y chillar para que la bajase, pero el hombre subió las escaleras
y la dejó en su cama.
—Buenas
noches, Mía —dijo tras arroparla y, posteriormente le dio un beso en la frente.
Se
levantó, y cuando apenas le faltaban dos pasos para llegar a la puerta, la voz
de Mía lo detuvo.
—Buenas
noches, papá.
Aquello
lo sorprendió. Volvió su cabeza hacia Mía y le sonrió, lleno de júbilo por dentro
ante sus palabras.
—Buenas
noches, hija. —Y salió de la habitación.
Entonces
Mía dejó de sonreír y se incorporó sentándose en la cama para poder observar
por la ventana que tenía sobre ella, el horizonte. Apenas podían distinguirse
manchas que debían ser árboles, pues era de noche. Pero Mía no necesitaba de
luz para intuir qué podía haber más allá de las murallas de Humis.
—Lo
siento, Tío, pero incluso yo sé que, en esta situación, lo más importante no es
encontrar un hombre que me mantenga.
2 años después.
El
experimento no salió tan mal como se esperaba. Al final, el Tío dejó que Argen
le enseñase lo que él había podido descubrir sobre sus poderes para ayudarla.
Eso sí, bajo la atenta mirada del Tío. Sin embargo, y aunque sí que hubo alguna
pelea que tuvo que detenerse, poco a poco parecía que Argen dejaba de sentir
esos extraños sentimientos que le llevaban a atacar a Mía.
Por
otro lado, los impulsos de Mía eran más comunes que los de su hermanastro. Pero
en vista de que Argen también se hacía más fuerte, el Tío no se vio obligado a
intervenir tantas veces, pues a menudo Mía volvía en sí gracias a la defensa de
Argen.
Ambos
hermanos se esforzaban, y las cosas en aquella casa comenzaban a normalizarse
de nuevo. Ya era común verles utilizar los poderes para encender el fuego o
crear ráfagas de viento si hacía demasiado calor. Pero un día, la situación
volvió a hacerse más peliaguda, y mi paciencia se vio recompensada. Reconozco
que, con cierto sabor malicioso, esperaba aquel momento como un cocodrilo espera
a que una gacela indefensa se acerque a beber a la orilla.
Argen
tendría ya los quince años, mientras que Mía estaba todavía entrando en la
adolescencia. Aunque eso no tuvo nada que ver con lo que ocurrió aquella tarde.
El
Tío había salido a hacer recados, dejando solos a sus dos hijos adoptivos.
Estos se encontraban sentados frente a la chimenea del salón, practicando sus dones.
Fue cuando Mía estaba intentando controlar el fuego de la chimenea —el único
elemento que no se le daba tan bien y por el que tantos momentos graciosos me
habían hecho estar agradecido de ser un espectador—, que una chispa le saltó en
la mano que tenía extendida. Argen se la cogió inmediatamente que ella chilló.
La observó muy detenidamente mientras Mía hacía una mueca de dolor.
—Te
va a quedar marca, pero tampoco es tan grave —dio el veredicto Argen.
Y
entonces ocurrió.
Los
ojos de Argen se alzaron hacia los de Mía, y Mía se quedó mirando los de él.
Para Mía, aquel instante en el que ambos estaban tan cerca fue una tremenda lucha
contra su impulso. Su cerebro comenzó a arder ante el increíble esfuerzo que
estaba haciendo por mantenerse consciente.
Sin
embargo, y para sorpresa de ella, aquella vez ocurrió algo que venía a ser todo
lo contrario al odio. O que realmente era la otra cara de una misma moneda.
Cerró
los ojos al sentir que Argen se acercó a ella bruscamente. Y durante unos
milisegundos no supo exactamente qué era lo que estaba pasando. Solo había
sentido algo distinto en el rostro.
Al
volver a abrir los ojos, de par en par, cayó en lo que estaba pasando.
Los
labios de Argen besaban los suyos. Los ojos de Argen estaban cerrados. Argen no
le había soltado la mano.
Ella
chilló y lo empujó. Mía se levantó y se echó unos pasos atrás, con la mano en
los labios que acababan de sentir los de Argen.
Él
también estaba cubriéndose los suyos, todavía en el suelo y mirándola con los
ojos a punto de salírsele de sus órbitas. Como si lo hubiese presentido, la
puerta de la calle y apareció el Tío. Al entrar en el salón y ver a sus dos hijos
en aquel panorama, comenzó a cuestionarse mentalmente qué era lo que había
ocurrido aquella vez y por qué estaban los dos así. Mía se giró y lo miró.
—¡No
quiero volver a tener ninguna clase con él! —chilló, quitándose la mano para
que la entendiese mejor.
Inmediatamente
después, corrió hacia las escaleras, subió al piso de arribo y cerró la puerta
de su habitación de un portazo. El Tío miró a Argen; Argen miró al Tío.
—¿Qué
ha pasado esta vez? —preguntó, muy serio.
Argen
bajó los ojos hacia el suelo, queriendo evitar la comunicación visual.
—Ni
yo lo sé… —murmuró.
Aunque
al Tío no le convenció su respuesta, fue capaz de interpretar que Argen no
quería hablar de ello. Así que nunca se habló del asunto, y el Tío no supo lo
que había ocurrido allí hasta pasados algunos años.
3 años después.
Mía
no volvió a quedarse a solas con Argen desde aquel día. Durante todo ese
tiempo, mostró una indiferencia hacia él que iba más allá del odio irracional.
El Tío sentía que no podía con ello. Empezaba a creer que la situación de sus
dos hijos lo superaba, pero consiguió mantenerse al margen, alegrándose de
tanto en cuando por ver algunos progresos.
En
aquellos tiempos, Mía había entrado a trabajar como camarera en una taberna. Y
fue en una de las numerosas noches en que el Tío iba a buscarla para
acompañarla a casa, cuando uno de los clientes empezó a hablar en voz alta con
sus compañeros, atrayendo la atención de Mía, que se detuvo en la puerta antes
de salir con el Tío.
—¡Pues
así es! —gritaba con voz de llevar unas cuantas cervezas de más—. ¡Nuestro Dios
nos ha enviado a dos salvadores!
—Anda
ya —replicó uno de los que se sentaban con él en la mesa—. ¿Y eso tú cómo lo
sabes?
—Lo
dicen los sacerdotes, Maston. ¡Y eso no es todo! Se ve que pueden controlar los
elementos.
Mía
abrió los ojos por impulso y se giró hacia su Tío. Él también estaba
sorprendido por lo que acababa de contar aquel hombre. Sin embargo, nadie de su
mesa pareció creerle, pues todos explotaron en carcajadas y le dieron palmas en
la espalda diciéndole que tal vez debería dejar de beber por esa noche.
—¡Es
cierto! —se quejaba él—. Son una raza divina que proviene de los cielos. Son
algo así como “los hijos de Dios”, y no todo se termina en que tienen poderes.
Esa raza tiene un instinto de matar a su hermano. Si nace más de uno del mismo
vientre divino, estos hermanos están condenados a luchar a muerte hasta que
solo uno quede.
—Eso
es una burrada —espetó uno, terminándose la que debía de ser su sexta jarra de
cerveza.
—Perdone,
pero, ¿es eso cierto?
Toda
la mesa se volvió hacia la jovencita que acababa de acercarse a ellos y
formular tal pregunta, dirigida al relatador. El interpelado la miró de arriba
abajo y luego esbozó una sonrisa.
—Claro
que sí, belleza. Fue una revelación de los sacerdotes.
Mía
se quedó de pie, inmóvil, cavilando y asumiendo la información que acababa de
descubrir.
—Si
te interesan más historias de las divinidades —intervino de nuevo el hombre—,
puedes venir a mi casa. Tengo un montón de libros e información sobre esos
temas.
De
repente alguien agarró el brazo de Mía y tiró de ella hacia fuera de la
taberna. Mía soltó una exclamación y vio que se trataba del Tío.
—Vámonos
a casa, Mía —dijo, rudo.
Al
salir, ninguno de los dos formuló palabra alguna durante un buen rato mientras
caminaban.
—Lo
has oído, ¿verdad? —saltó Mía, incapaz de contenerse más.
—¿Cómo
intentaba tener algo contigo? Sí. Y no voy a permitir que ese sea tu
hombrezuelo.
—Eso
no. Y puedes estar tranquilo; ni aunque fuese el último hombre que quedase en
estas tierras. Yo me refería a la historia.
El
Tío tardó en contestar unos segundos.
—Sí.
—Miró a Mía y se dio cuenta de que ella tenía sus ojos fijos en él, a la espera
de que añadiese algo más. Finalmente, suspiró—. Yo se lo explicaré a Argen si
estás tan convencida. Pero no espero que él también se lo crea.
—¿Tú
piensas que es verdad?
—Yo
ya no sé qué pensar sobre vosotros dos. He dejado de creer en la verdad y en la
mentira, pues cada vez me sorprendéis de una forma distinta.
Y
lo que le quedaba por descubrir, pensé yo.
Tan
solo pasaron unos días. El Tío le había explicado la historia de la taberna y,
como él se esperaba, Argen no se la creyó. Así que las cosas siguieron como
antes a excepción de para Mía, que seguía cavilando con aquello.
Fue
un día que el Tío había salido. Mía tenía el día libre y se encontraba en la
cocina haciéndose el desayuno sobre la encimera. La puerta de entrada se
encontraba allí mismo, y no tardó en aparecer por ella Argen, quien no disimuló
su sorpresa al encontrarse con Mía a solas.
—El
Tío ha salido a hacer algunos recados —explicó Mía, sin dejar tan solo que él
preguntase.
Argen
se encogió de hombros y se sentó en una silla.
—¿Cómo
puedes creerte algo que has oído en la taberna?
Mía
dejó de hacer lo que estaba haciendo por unos segundos, pero siguió dándole la
espalda.
—¿Cómo
no puedes creértelo tú viendo lo que nos ha pasado? Era demasiada casualidad.
—Solo
buscaba atención. No es cierto lo que él dice —sentenció Argen, seguro de sus
palabras.
—Yo
sí le creo.
Entonces,
Argen se puso de pie y se dirigió hacia las escaleras del piso de arriba.
—Porque
eres demasiado ingenua —dijo cuando pasaba junto a Mía.
Aquello
la hizo estallar.
—¡¿Cómo?!
—chilló, girándose bruscamente hacia él y manteniéndole la mirada muy de cerca—.
¡Prefiero creérmelo a ignorarlo y no saber lo que nos puede deparar en un
futuro! ¿Es que no te das cuenta de que cada vez nos ocurren más…?
Se
detuvo en medio de la pregunta. Sus rostros estaban terriblemente cerca, y por
primera vez sintió algo distinto al odio o al rencor que le tenía por el beso a
traición de hacía unos años. Por primera vez, se dejó llevar por otro extraño
impulso. Y sus labios enseguida se chocaron; pero esta vez por voluntad de
ambos. Ninguno se apartó aquella vez. Es más, todavía se acercaban el uno con el
otro. Mía no podía echarse más atrás, pues tenía la encimera a su espalda, que
le servía para apoyarse. Los besos siguieron con las caricias, hasta que Mía
volvió en sí, abrió los ojos y apartó a Argen. Argen se apoyó en la mesa, y Mía
en la encimera. Ambos se miraron.
—¿Qué
ha sido eso y por qué…? —empezó Mía.
—Eso
ha sido todo lo que me he tenido que aguantar estos años —respondió Argen. Ante
la atónita expresión de Mía, prosiguió a explicarse—: No entiendo qué me
ocurrió aquel día, pero no se quedó allí. En un momento dado dejé de querer
matarte y empecé a… querer algo distinto.
—Entonces…
—comenzó a asimilar ella—, si esto me pasa a mí también, tiene que ser… —Se
interrumpió a sí misma y terminó la oración en su cabeza. Luego miró muy seria
a Argen—. Hay más.
—¿Qué?
¿De qué hablas?
—Digo
que hay más información que no sabemos. Y que podemos descubrir.
—No
vas a ir —contestó él, rudo.
—Quiero
saber más —defendió Mía, segura de que iba a ir aunque a él no le gustase.
—Puede
hacerte cualquier cosa, Mía. Tiene fama de ello.
Mía
rio.
—Conmigo
no va a poder, y lo sabes.
Al
día siguiente, alguien llamó a la puerta del hombre fanático de las
divinidades. Al abrirla, se encontró con una linda joven de largos cabellos
platinos y ojos color plata que le sonreía dulcemente.
Y
tras ella, a un chico algo más mayor, de pelo corto de igual color y ojos del
mismo plateado, con los brazos cruzados y observándole amenazadoramente.
Apenas 1 año después.
Para
el Tío fue toda una sorpresa observar cómo de bien se llevaban Mía y Argen de
repente. Ya nunca más tuvo que preocuparse por separarlos de peleas, pues no
había ninguna, ni de dejarlos solos; es más, parecía que lo preferían. Sospechó
que algo se estaba cociendo, pero confió plenamente en la inocencia de Mía. Sus
razones tendrían.
Sobre
la visita al hombre rarito, tan solo confirmaron lo que ya sospechaban. Al
parecer, el tío del rarito era sacerdote, y había tenido la gran generosidad de
escribir un diario sobre todas las revelaciones. Su sobrino, al descubrirlo,
había fisgoneado qué era lo que decía. En efecto, allí indicaba que dos
hermanos habían sido enviados allí para salvar a la escasa humanidad que
quedaba en el reino y erradicar a las Bestias o devolverlas a su hogar. También
explicaba la situación de que dos hermanos nacidos de un mismo vientre estaban
condenados a pelearse hasta que uno de ellos decayese. Por desgracia, no
encontraron nada sobre los nuevos sentimientos que estaban teniendo dentro de
ellos mismos. Así que simplemente lo olvidaron y se dejaron llevar por lo que
su instinto les decía. Pero, sobre todo, siempre a escondidas del Tío. Sería un
escándalo para él. En cambio no podían esperarse que yo sí los observara todo
el tiempo. Aunque algunas veces prefería no hacerlo; al menos al principio,
cuando todo era un absoluto descontrol por parte de ambos, más por Argen que
por Mía.
Pero
el siguiente suceso importante ocurrió una noche en la taberna donde trabajaba
Mía. Estaba sirviendo a una mesa donde se encontraba un hombre que hablaba
gesticulando exageradamente con un puro en la mano. Al parecer les estaba
contando a sus compañeros de mesa algo relacionado con una aventura de su
juventud, cuando pasó Mía por el lado y, sin querer, le golpeó la bandeja con
la mano que sostenía el puro. Este cayó al suelo, acariciando con su extremo
encendido la falda de Mía. Mía, al verlo, se esperó lo que venía. Al ver sus
prendas arder, sin pensárselo mucho extendió la palma de su mano hacia ellas, y
estas se apagaron sin más. Apenas habían pasado unos instantes desde que habían
empezado a arder hasta que las había apagado, pero rezó por que nadie se
hubiese dado cuenta.
—Menuda
suerte has tenido, muchacha —comentó alguien—. Un poco más y ardes.
Mía
sonrió y suspiró aliviada. Al parecer, nadie lo había visto. Miró hacia el
suelo y vio, con resentimiento, que la bandeja que sostenía había caído al
suelo, derramando el interior de todos los vasos que portaba.
—Ahora
lo recojo todo. Lo siento mucho —se disculpó.
Su
trabajo perduró unas horas más, hasta que finalmente su jefe le dijo que podía
irse a casa. Pero, antes de irse, pudo oír cómo las otras dos camareras, sus
compañeras, comentaban que había alguien en una mesa que llevaba horas sin
moverse, pero que no se atrevían a echarle porque les parecía de lo más
siniestro. Mía dirigió su mirada hacia el lugar que indicaban y vio a una
figura sentada en las sombras frente a una jarra, posiblemente vacía, cubierto
con una capucha que le ocultaba el rostro. Tras verlo, Mía simplemente lo
ignoró y salió de la taberna. Lo que ella no supo es que, al salir, el hombre
encapuchado se levantó y también salió de la taberna tras ella.
Mía
recorrió las calles oscuras y solitarias sin la compañía de su Tío, pues así se
lo había pedido ella. Como aquellos días no podía saber cuándo regresaría a
casa, no podía pedirle al Tío que la esperase todo el tiempo despierto. Así que
prefería ir sola.
Sin
embargo, aquella noche se llevó un susto de muerte.
Al
cruzar una esquina se chocó contra alguien. Inmediatamente se disculpó y alzó
la vista. Lo que vio la paralizó.
Se
trataba del hombre encapuchado de la taberna; estaba segura. Resultaba sacarle
alrededor de una cabeza. Pero con la oscuridad y la capucha no podía verle el
rostro, y no sabía de quién se trataba. Al fin y al cabo, en aquella ciudad solo
vivían un número limitado de humanos. Más allá no había nadie más.
—¿Vos
sois Mía? —dijo la figura.
Mía
se sorprendió de que la conociese. También descubrió que se trataba de un
hombre.
—Así
es… —musitó, dudosa—. ¿Y vos quién sois?
—Llámeme
Ali —dijo mientras se retiraba la capucha.
Lo
único que la joven pudo distinguir con la escasa luz de la noche, fue que su
cabello tenía un tono rojizo anaranjado. Y que era ciertamente apuesto. Además,
por su sonrisa, parecía de lo más cordial.
—¿De
qué me conoce, Ali? —quiso saber.
—Aquí
todos conocemos a todos —dijo Ali, encogiéndose de hombros—. Pero no he venido
para presentaciones formales. Quiero que sepa que he visto lo que ha hecho en
la taberna.
Aquello
la dejó paralizada. ¿Podía ser cierto? ¿Había descubierto su secreto? Lo miró
muy fijamente, asustada, intentando adivinar en qué estaba pensando por su
expresión. Él simplemente sonreía victorioso. Entonces Mía decidió ponerse
seria.
—¿Qué
quiere de mí?
—No
quiero absolutamente nada. Ni de vos ni de Argen.
—¿Cuánto
sabe? —preguntó Mía, poniéndose cada vez más a la defensiva.
—Muy
poco realmente. Por saber no sabía ni si Argen era así también. Pero por su
expresión me lo acaba de decir solita.
Era
astuto, había que reconocerlo. Y aquello puso nerviosa a Mía.
—Está
bien, hábleme claro y sin rodeos —pidió.
Ali
sonrió de nuevo, y el blanco de sus dientes se vio a la perfección bajo la
noche.
—Solo
me sorprendió su don, nada más. No pretendo hacer nada al respecto de vuestro
secreto, así que no debe preocuparse. Siempre y cuando se porte bien…
Aquellas
últimas palabras provocaron un escalofrío a Mía. Pero tras decirlas, él se dio
la vuelta y se marchó, desapareciendo en la oscuridad. Mía no tuvo más remedio
que volver a casa lo más rápida posible; y aquella vez, más intranquila que
nunca.
Al
llegar se encontró con el Tío y Argen esperándola sentados en la mesa de la
cocina.
—¿Qué
ocurre aquí? ¿Qué hacéis despiertos? ¿Ha pasado algo? —se intranquilizó Mía.
—Tranquila,
Mía, no es nada del otro mundo —dijo el Tío.
—¿Nada
del otro mundo? ¿Estás de broma? —saltó Argen. El Tío miró al suelo y Argen se
dirigió a Mía muy serio—. Al parecer se ha sabido que hay un topo en la ciudad
que está ayudando a las Bestias.
—¿Cómo?
—se sorprendió Mía—. ¡Pero ayudar a las Bestias después de todo es una
estupidez!
—Parece
que él no se da cuenta —acusó Argen—. En todo caso, tú y yo vamos a descubrir
quién es y a darle caza.
—¿Por
qué tú y yo?
—Eso
es una pregunta obvia. Hace tiempo que tú misma lo dijiste. Es nuestro deber,
¿no?
La
muchacha miró a Argen, y luego al Tío, que también la observaba fijamente en
busca de una respuesta. Finalmente, volvió su atención a Argen.
—Así
es —dijo.
No
tardaron en ponerse manos a la obra. De hecho, lo hicieron esa misma noche.
Ambos hermanos se pusieron a vigilar la ciudad en busca de algún sospechoso.
Pasaron varias horas y no encontraban nada —algo que vieron obvio—. Pero cuando
ya iban a retirarse a casa, vieron una figura
encapuchada que se dispuso a escalar el muro que rodeaba la ciudad por
el lugar menos visible de todos. Por supuesto, aquello llevaba el sello de
sospechoso, por lo que Argen y Mía lo vigilaron hasta que lo perdieron de
vista. Entonces Mía cogió a Argen y ambos empezaron a alzarse en vuelo con
delicadeza. Si la habilidad especial de Argen era la rapidez, la de Mía era
poder volar.
Una
vez al otro lado, bajaron con disimulo, escondiéndose tras unas rocas. El
sospechoso en cuestión se encontraba parado frente a la muralla, al parecer
esperando a alguien. Argen le hizo un gesto a Mía para que entrasen en acción,
y ambos se cubrieron con sus capuchas para ocultarse el rostro. En un momento
en el que la figura estaba mirando hacia el otro lado, ambos se colocaron tras
él. Casi lanza un grito al descubrirlos.
—Vaya,
vaya, vaya —dijo Argen. Mía pudo sentir el orgullo de victoria que emanaba de
su voz—. Al parecer nos encontramos con un auténtico topo.
—¿De…
de qué estás hablando, joven? —tartamudeó el impostor—. Yo estoy aquí para…
para…
—Tranquilo,
no hace falta que busques una excusa, porque no te va a servir de nada. No
vamos a caer en un truco tan barato —interrumpió Argen.
Fue
cuando el sospechoso se llevó una mano al cinturón que Argen se puso alerta y,
de nuevo gracias a su especial habilidad, se plantó tras él agarrándole el
cuchillo que iba a sacarse y colocándoselo rozándole el cuello.
—¿Qué
intentabas hacer con esto? —le habló Argen al oído.
El
otro no habló, simplemente balbució palabras incomprensibles. Estaba demasiado
asustado.
—Descúbrele
el rostro —ordenó Mía, que seguía parada frente a ellos dos.
Argen
lo hizo, y Mía tardó unos segundos en asimilarlo. Su cabello fue lo primero que
le llamó la atención. La luz del alba le permitió distinguirlo mejor; era
rojizo. Y su rostro tenía cierto parecido al de Ali. Pero no era Ali. Este era más
viejo, más mayor. ¿Tal vez… su padre?
No
tuvo tiempo a pensárselo más, pues de la nada apareció un ser que se tiró sobre
Mía, tirándola al suelo con él encima. Mía chilló y le puso la mano en la cara.
Inmediatamente salieron llamas de su palma, que quemaron el rostro al atacante.
Este lanzó un aullido y se echó hacia atrás. Entonces todos pudieron verlo
mejor.
Se
trataba de una especie de lagartija enorme a dos patas. El fuego de Mía le
había empezado a desfigurar la cara y se estaba retorciendo de dolor en el
suelo. Pero no era el único. Más seres extraños aparecieron, uno detrás de
otro. Uno tenía orejas de lobo y el morro puntiagudo; otro, tenía unas
gigantescas alas como brazos; otro, tenía cuatro patas y unos enormes cuernos
de arce en la cabeza, pero su torso era algo humano. Parecían humanos
fusionados con animales. Parecían bestias.
Eran
las Bestias de las que tanto había oído hablar Mía.
Uno
detrás de otro se tiraron sobre Argen y Mía, ayudando a liberarse así al
capturado. Sin embargo, Argen aprovechó su rapidez para presentarse en la
espalda de sus atacantes y calcinarlos desde atrás. Mientras, Mía se enzarzaba
en una intensa lucha con la Bestia alada sobre sus cabezas.
Para
su sorpresa, no les fue difícil vencerlos. Uno detrás de otro fueron cayendo,
calcinados o atravesados por gruesas ramas puntiagudas. Su sangre era oscura,
casi negra, y no dejaba de gotear sobre el terreno. Mía corrió hacia Argen y lo
abrazó, una vez hubieron terminado. El topo había huido, pero allí mismo tenían
un montón de cadáveres de Bestias que comenzaban a verse con más claridad
gracias al sol que iba iluminando poco a poco la muralla.
Al
parecer, algún vigía había visto todo lo ocurrido y lo había comunicado a toda
la ciudad. Pero, y algo que se lo agradecieron posteriormente el Tío, Mía y
Argen, no comentó nada sobre los extraños dones que poseían. Sin embargo, los
dos hermanos se convirtieron en unos auténticos héroes que habían logrado
acabar con un ataque de las Bestias. Los llevaron en volandas a la plaza y allí
celebraron una fiesta improvisada, sacando todos ofrendas para los salvadores
de la ciudad y entregándoles una medalla. Mía y Argen se encontraban de lo más
estupefactos ante tanta adoración. Al fin y al cabo, no veían tan impresionante
lo que acababan de hacer. Pero, según les explicó un anciano de la ciudad,
hacía años que nadie lograba enfrentarse a las Bestias y vencerlas. Por eso
ellos habían hecho despertar la esperanza en los corazones de la población.
Entre
tanta expectación y multitud, Mía logró distinguir a una sola cabeza pelirroja
que se alejaba de la plaza. Sabía que no se trataba del topo, pues lo había
visto de frente y lo había reconocido como Ali. Sin pensárselo dos veces, le
dijo a Argen que se excusaba un momento.
Agradeció
haber salido de tal barullo; se agobiaba con tanta gente. No perdió ni un
momento en buscar a Ali, al cual lo encontró sentado en los escalones del
portal de una casa. Se acercó y se sentó junto a él. Ali, cuando la vio, se
sorprendió, pero no dijo nada. Simplemente se cruzó de brazos sobre las
rodillas y apoyó la cabeza sobre ellos.
—Mi
padre ha desaparecido —dijo, rompiendo el hielo. Mía lo miró, con cierta
compasión—. Ayer por la noche lo vi marcharse, y todavía no ha vuelto.
Mía
no sabía qué hacer, pero al ver tan destrozado a Ali, decidió pasarle un brazo
por los hombros y acercarlo a él para abrazarlo. Para su sorpresa, Ali le
correspondió. Aunque luego pensó que no debía sorprenderle. Estaba de verdad
destrozado, pues, aunque no lo dijese, ella sabía que él había intuido que su
padre era el topo.
—Ahora
la casa se siente muy sola —murmuró, Mía no supo si para sí mismo o para ella.
—Tu
padre estará bien, no te preocupes.
—No,
no lo está, no intentes tranquilizarme mintiéndome. Ya sé qué era mi padre.
Tal
y como sospechaba, se dijo Mía. Con un suspiro, retiró el abrazo y miró a Ali.
Él no lloraba, pero sus ojos indicaban que se estaba conteniendo. Mía le cogió
de la mano y le sonrió.
—Si
quieres puedes venir con el Tío, Argen y yo. No creo que al Tío le importe.
Además ya conoces nuestro secreto, por lo que será un problema menos.
Ali
la miró un rato y luego sonrió, mostrándose agradecido.
—No
hace falta, Mía, de verdad —rechazó amablemente—. Primero fue mi madre, ahora
mi padre. Si pierdo mi casa también, me quedaré sin nada de mi identidad.
Prefiero apañármelas solo.
—Entonces
vendremos a visitarte —irrumpió Mía, decidida—. Y no aceptaré un no.
Ali
rio y luego se levantó, seguido por Mía.
—Eres
demasiado buena después del encuentro que tuvimos anoche —comentó Ali.
—Solo
intentabas asustarme —sonrió Mía—. Pero he de decirte que no lo conseguiste.
—Vaya
hombre, yo que quería hacerme el interesante.
Ambos
rieron y luego se miraron. Mía se alegró de haber animado a Ali, y Ali se
alegró de haber conocido a Mía. Se despidieron y, al volverse, Mía vio a Argen
al otro lado de la calle.
—¿Quién
era ese? —preguntó, serio.
—Un
amigo —respondió Mía simplemente, tranquila.
—No
lo conocía de nada, nunca antes te he visto con él.
—¿Por
qué tendrías que saber todo de mí?
Argen
la agarró del brazo antes de que Mía huyese a la plaza. Ella lo miró con un
gesto de dolor.
—Sabes
que esto no es ninguna broma, Mía —dijo Argen—. Tenemos que tener cuidado.
—Yo
lo tengo, no tienes que preocuparte por mí.
—Eres
demasiado inocente. A ti podría engañarte cualquiera.
La
bofetada que le propinó Mía resonó por toda la calle. Argen la soltó, por lo
que Mía pudo irse.
No
se hablaron en días.
Fue
un día que el Tío había salido y Argen y Mía se quedaron solos en casa de
nuevo. Mía siguió ignorando a Argen, pero entonces él se acercó a ella por
detrás y le agarró la mano.
—Siento
lo que te dije, Mía —se disculpó—. Me puse nervioso porque tenía miedo de lo
que te pudiesen hacer.
Mía
se volvió hacia él, y al ver su expresión de arrepentimiento, decidió suavizarse.
—No
me van a hacer nada, no te preocupes —le dijo, acariciándole una mejilla—. Pero
no puedes ponerte tan nervioso por algo así. Entonces me preocupas a mí.
Argen
la miró con los ojos llenos de disculpa. Poco a poco acercaron sus rostros y
floreció un beso en sus labios. Argen empujó poco a poco a Mía hasta el sofá, y
allí se tumbaron, uno encima del otro, desgastando sus bocas con apasionados
besos. Bonita forma de hacer las paces, pensé yo.
De
repente, el fuego de la chimenea se encendió solo, atrayendo la atención de Mía
y Argen.
—Has
sido tú —acusó Argen.
—En
absoluto —se quejó Mía—. Soy algo mala con el fuego, y lo sabes. Yo habría
incendiado la casa entera.
Argen
rio, Mía también, y luego volvieron a fundirse en un beso, dejándoles la
sensación de fusionarse el uno con el otro, de convertirse en uno solo. Hasta
el último vello de sus cuerpos se erizaba por las descargas eléctricas que el
momento les producía. Las caricias y los besos comenzaban a volverse más
urgentes, y la pasión crecía a cada crepitar del fuego. Las manos de Mía fueron
directos a la camisa de Argen, y empezaron a desabrocharle los botones uno a
uno. Mientras, las manos de Argen se entretuvieron con el cordón que unía la
blusa de Mía por delante.
Y
entonces se abrió la puerta de la calle.
La
velocidad de Argen sumó un punto de ventaja, pues le permitió alejarse a la
otra punta de la habitación, y Mía hizo lo que pudo por incorporarse y sentarse
en el sofá con normalidad. Pero ninguno de los dos pudo hacer nada con sus
ropas a medio desabrochar.
Pero
el Tío entró demasiado alterado como para pararles a preguntar sobre qué
estaban haciendo. Una vez en el salón, miró solo unos breves instantes a Argen
y a Mía, y luego comenzó a chillar, alertado.
—¡Esconderos!
¡Ahora mismo!
—¿Por
qué? ¿Qué pasa? —se preocupó Mía.
—¡Deprisa,
no hay tiempo! ¡Escondeos en el sótano! —ordenaba, gesticulando en el aire.
Para
su desgracia, sus hijos se dieron cuenta de lo que pasaba antes de que pudiesen
obedecer ciegamente sus órdenes. Una mujer con un bebé en brazos pasó corriendo
y chillando por la calle junto a la ventana. De repente, una sombra se tiró
sobre ella.
La
mujer dejó de chillar y su bebé de llorar, y tanto Argen como Mía como el Tío
pudieron observar en primer plano cómo una Bestia se comía las entrañas de la
madre y le arrancaba su pequeña cabeza al bebé de un solo bocado.
El
Tío corrió las cortinas, agarró a Argen y a Mía y los empujó hacia el escondite
secreto del sótano. Pero, como se esperaba, ambos se apartaron de él.
—¡No
vamos a escondernos! —gritó Mía. La única luz del salón era la del fuego, que
proporcionaba un ambiente todavía más lúgubre a la situación y hacía que sus
ojos pareciesen brillar—. ¡Humis está en peligro! ¡Tenemos que hacer algo!
—Mirad,
he soportado todo lo que me habéis hecho venir encima todos estos años —comenzó
el Tío, poniéndose cada vez más nervioso—. He asumido primero los poderes de
Argen, después vuestra obsesión por mataros, luego los poderes de Mía, y
después… —Miró alternativamente a sus dos hijos y a sus ropas semidesabrochadas—.
Bueno, no sé qué es lo que os traéis entre manos, pero no es momento de hablar
de algo así ahora. La cuestión es que yo podía soportarlo todas las
dificultades que me poníais, y lo hacía con cierto gusto, porque os veía crecer
y avanzar. Pero lo que jamás voy a poder soportar es perderos, porque sois lo
único que tengo y os quiero más que a mi propia vida.
La
habitación se sumió en un sólido silencio, solo interrumpido por el habitual
sonido de la madera quemándose en la chimenea. Pero, por desgracia, no tuvieron
tiempo para más escena emotiva, pues la puerta de la calle salió volando por
los aires y la misma Bestia que se había dado el festín con la madre y su bebé,
entraba ensangrentado en el salón.
—¡Tío!
—chilló Argen al ver que la Bestia se abalanzaba hacia él.
Por
suerte, Argen llegó a tiempo para apartar al Tío de un empujón. Entonces rodeó
el cuello de la Bestia con la mano, y se lo calcinó por completo. El ser cayó
al suelo, muriendo al poco rato.
Mía
había ido a coger al Tío antes de que este pudiese caerse al suelo. Y solo
entonces, el Tío miró a sus dos hijos, y vio algo distinto en ellos. Ambos
habían crecido, ambos se habían hecho más mayores. Ambos estaban los puntos más
altos de sus posibilidades y con los corazones llenos de valentía y honor. Y
entonces comprendió que de nada le servía esconderlos, porque ellos mismos iban
a desobedecerle para salvarlos a todos.
—Lo
siento, pero deberías esconderte tú —dijo Argen—. Mía y yo vamos a salir y a
acabar con esas Bestias.
Dicho
esto, Mía fue hacia Argen y ambos se cogieron de la mano, para luego mirarlo y
mostrarle que estaban decididos a hacerlo. El Tío sonrió, y una brillante
lágrima comenzó a recorrer su mejilla.
—No
puedo dejar que mis hijos salgan en mitad de tal cacería. No podría estar
tranquilo.
Argen
y Mía observaron al Tío por un tiempo. Su cabello ya era casi por completo
gris, y su rostro estaba repleto arrugas. Las bolsas bajo sus ojos indicaban
que el cansancio estaba pudiendo con él. Sin embargo, parecía tan empeñado en
acompañarlos.
Y
entonces Mía se separó de Argen para abrazar al ya anciano.
—Estaremos
bien —le dijo al oído—. No tienes que preocuparte por nosotros, ya que nos has
educado tan bien que podemos cuidar por nosotros mismos.
El
Tío rompió a llorar, abrazándola bien fuerte. Mía se separó de él y le sonrió
mientras le cogía la cara con ambas manos. Ya eran de la misma estatura, algo
que le hizo recordar al Tío el tiempo que había pasado.
—Escóndete,
y no salgas hasta que vengamos a buscarte —le dijo Mía. Luego, le dio un beso
en la mejilla y volvió a abrazarle.
Argen
también se despidió, y no se entretuvieron más porque la situación lo requería,
si no, seguro que se hubieran pasado allí mucho más tiempo. El Tío pudo ver
cómo ambos marchaban por la puerta. Su gran hijo de ancha espalda y su pequeña
pero valiente hija con aquella gruesa trenza platina que le colgaba hasta la
cintura. Y cuando ya creía que esa sería su última despedida antes de
enzarzarse en la lucha. Ambos se volvieron de nuevo hacia él.
—Gracias
por todo, papá —dijeron al unísono.
En
la plaza de Humis se estaba llevando a cabo un tremendo festín de muerte y
violencia. Se veía a las Bestias saltar la muralla y tirarse sobre los
ciudadanos, desgarrándoles la piel como quien rompe un folio con las manos.
Una
mujer, tirada en el suelo y a viendo su muerte inminente ante una Bestia que
era algo así como un tigre-hombre, se giró unos instantes. Al ver a dos
muchachos de cabellos platinos acercándose corriendo hacia ella, su corazón se
llenó de esperanzador júbilo.
—¡Son
los Salvadores! ¡Ellos nos ayudarán!
Lamentablemente,
no llegaron a tiempo para salvar esa vida. La Bestia que dio muerte a la mujer
fue atravesada por una gruesa raíz que surgió del suelo. Pero la vida
erradicada no puede regresar.
Argen
y Mía intentaron salvar a tantos como pudieron. Y, aunque les superaban mucho
en número, se vieron con la sorpresa de que no era tan difícil. El pensamiento
más oscuro de Argen murmuraba que caían como moscas.
Súbitamente,
Mía divisó a alguien tirado en un rincón de la plaza. Corrió hacia él al
reconocer su cabello rojizo.
—¡Ali!
—chilló, atravesando la plaza entera, esquivando los cadáveres que yacían en el
suelo. Humanos y Bestias, seres de ambos bandos se encontraban ya en el suelo.
Aquello no les diferenciaba.
Al
llegar a Ali, se alegró de ver que estaba consciente y que no parecía
gravemente herido. Solo se encontraba aturdido, por lo que Mía lo zarandeó
hasta que Ali volvió en sí.
—Vamos
Ali, has de esconderte en algún lugar. Nosotros nos encargaremos de esto —le
decía.
Ali
asintió, todavía algo confuso, y se dispuso a ponerse de pie con la ayuda de
Mía. Pero cuando su mirada se dirigió a algún punto tras Mía, su expresión
cambió por completo.
—Mamá
—susurró, con los ojos abiertos como platos.
Mía
se volvió hacia donde él miraba, y lo único que pudo ver fue a una Bestia.
Estaba bípedo, pero sus patas eran marrones y se asemejaban a las de un canino
o felino. Además, tenía una gran cola peluda tras ella. Llevaba una camisa
medio rota, pero se distinguía que tenía pechos, por lo que debía de ser una
hembra. Su rostro era peludo y sus ojos, penetrantes y verdes; como los de Ali.
Pero
Ali era un humano, y ella una Bestia.
La
Bestia, al verlos, se abalanzó sobre ellos en un gruñido. Mía chilló, y cerró
los ojos por impulso. Ali solo gritó de nuevo “mamá”.
Y luego, silencio.
Cuando
Mía volvió a abrir los ojos, se encontró con que Ali tenía el rostro
completamente blanco, los ojos a punto de salírsele de sus órbitas, la boca
entreabierta, y las lágrimas no dejaban de salir una detrás de otra. Se giró
hacia el otro lado para ver qué era lo que había pasado, y solo se encontró con
la Bestia calcinada en el suelo y Argen delante de ellos, de pie.
—Tú
has… —dijo entonces Ali—. ¡TÚ HAS MATADO A MI MADRE!
Y
entonces se levantó con brusquedad y fue directo a Argen. Lo cogió del cuello,
gruñendo.
—¡Eres
un asesino! —le acusó, enfurecido.
—¿Yo
soy un asesino? —se puso a la defensiva Argen—. ¡En primer lugar, esa Bestia os
habría matado a vosotros dos antes de que pudieses pestañear! ¡Y en segundo
lugar, no era tu madre, era una Bestia!
—¡Ella
era mi madre! —chilló Ali. La vena de su cuello comenzaba a inflársele.
—¡Si
ella era tu madre entonces tú eres una Bestia! ¡Imbécil, madura!
—¡Mi
madre fue capturada y convertida por las Bestias!
—¡ESPERAD!
—irrumpió Mía, viendo inminente una pelea—. Ali, ¿has dicho convertida?
Ali
la miró y soltó a Argen. Las manos y el resto del cuerpo le temblaba por los
nervios.
—Así
es —dijo, cabizbajo—. Al parecer, las Bestias son capaces de convertir a otros
humanos. Resulta que son portadoras de una especie de virus mutagénico que hace
mutar a sus víctimas, haciéndolas semejantes a los animales.
—Pero
si eso es así… —comenzó Mía.
—Estas
Bestias eran humanos —terminó Argen.
—Os
equivocáis —saltó Ali—. Bueno, os equivocáis en pensar que estos son los
humanos de las ciudades que arrasaron. Lo más probable es que la gran mayoría
venga originariamente de su bosque. Al parecer, el virus causa la muerte a más
del 90% de los infectados.
Todos
callaron de repente.
—Bueno,
ya hablaremos de eso más tarde —irrumpió Argen al fin—. Ahora no es el momento.
Vamos a acabar con todas esas Bestias.
Mía
asintió. Ali los miró. Mía le sonrió. Ali también. Argen bufó y se fue. Mía y
Ali lo siguieron.
—Nos
hubiese matado —dijo entonces Ali—. Así que, de todas formas, gracias, Argen.
—No
es nada —contestó Argen, sin volverse si quiera.
Dos
niños gritaban en un rincón. Una Bestia con cabeza de serpiente les sacaba su
lengua bífida de forma amenazadora, acercándose poco a poco a los pequeños.
Pero entonces, un gran chorro de agua se llevó a la Bestia por delante,
estrellándola contra una pared y dejándola aturdida. Entonces, Ali apareció con
un cuchillo, y no se entretuvo en cortarle el cuello. Mía se acercó corriendo a
los niños, y tras asegurarse de que ambos estaban bien, los envió a un refugio.
—¡Buen
disparo, Argen! —gritó Ali.
—¿Acaso
esperabas algo peor? —insinuó Argen.
Empezaba
a anochecer, y parecía que las Bestias escaseaban más, pues los tres tardaban
cada vez más tiempo en encontrarse a alguna. Pero cuando volvieron a la plaza,
les sorprendió un asalto de decenas de seres, enseñando colmillos y garras
hacia ellos. Y ellos, en el centro.
—Mierda
—murmuró Ali.
Las
Bestias se abalanzaron una tras otra sobre el grupo de tres que formaban. Ali
estaba escoltado y ayudado por Mía, pues todos comprendían que no era lo mismo
que tener poderes. Pero de repente, una Bestia tiró al suelo el cuchillo de
Ali, al mismo tiempo que otra le agarraba por la trenza a Mía. Mía chilló de
dolor.
—¡Mía!
—gritó Argen. Por desgracia, no podía ayudarla, pues varias Bestias lo
acorralaban y él no podía avanzar.
Pero
la chica pensó rápido. Por fortuna, el cuchillo de Ali había caído cerca de
ella. Rápidamente lo cogió y se lo llevó a la cabeza. Realizando un arco torpe
y ciego, se liberó de la Bestia. Y su trenza se quedó suelta en sus garras.
Antes de que la Bestia reaccionase, Mía le clavó el cuchillo en el corazón.
Así, cayó al suelo. La bestia y su pelo.
Sin
detenerse un segundo más, le tiró el cuchillo a Ali. Para entonces Argen había
podido ir en su ayuda. Antes de ponerse a batallar de nuevo, miró una última
vez su trenza, que todavía tenía sujeta la Bestia. Estaba ya ensangrentada e
irrecuperable, por lo que no se entretuvo mucho más. Se había cortado
el pelo de un tajo, pero eso poco importaba en esos momentos.
Argen
realizaba difíciles acrobacias entre el fuego y los ataques de las Bestias. Y
entonces, solo por unos segundos, se detuvo. Y mientras observaba la escena que
se extendía ante sus ojos, su cabeza comenzó a dudar. A dudar por si aquello no
era tan injusto después de todo. Al fin y al cabo, los humanos les arrebataron
su hogar, y ahora ellos estaban haciendo lo mismo con el suyo. Todo había sido
provocado por la codicia y el egoísmo humano. Y tal vez se lo merecían. Tal vez
así sabrían que no eran el centro del mundo, que había más seres que también
vivían.
Pero
en ese mismo instante, una flecha silbó junto a su oreja. Su cuerpo se giró por
completo al oír el grito de agonía que alguien había producido a su
espalda.
Al
mismo tiempo que lo vio caer, el mundo se le vino encima de nuevo. Aquello no
podía estar pasando, se dijo. Para él todo lo que ocurrió en ese breve espacio
de tiempo, lo sintió sin sonido, sin imágenes nítidas; solo una mancha onírica
e imprecisa. Pero en cuanto oyó el chillido de su hermana y vio cómo corría
hacia él, se dio cuenta de que la realidad era esa.
Y mientras
observaba a su hermana, con las lágrimas brotándole de los ojos como dos
fuentes incansables, se percató de que tal vez los humanos habían hecho mal.
Pero aquello ya era pasarse. Las Bestias se habían excedido, y no hacía falta
todo aquello.
Las
venganzas no son tan duras.
—¡PAPÁ!
—chillaba Mía, agarrando al Tío fuertemente.
Argen
corrió a su encuentro. Posiblemente no se lo creyese hasta que no llegó a verlo
más de cerca. Pero, en efecto, se trataba del Tío.
—Apareció
de repente… —murmuró Ali, atónito—. Empujó a una Bestia que estaba a punto de
atacarte, Argen. Y entonces…
—¡¿Quién
lanzó la flecha?! —quiso saber Argen.
Todos
miraron hacia su origen. Al parecer una bestia había matado a un vigía y se
había quedado con su arco. No tuvieron tiempo a sorprenderse por ver a una
Bestia manejando el arco. Tampoco tuvieron tiempo a nada, porque la Bestia
quedó calcinada al instante. Al igual que el resto de Bestias de la plaza.
—¿Hijos…?
Argen
y Mía se dirigieron hacia él, algo aliviados al oír su voz. No se atrevían a
quitarle la flecha del pecho, pues temían que pudiese desangrarse por la herida
abierta.
—Vamos
a llevarte a la enfermería —dijo entonces Argen, disponiéndose a cogerlo en
brazos.
—No,
Argen, no lo intentes —avisó el Tío. Su voz sonaba áspera y forzada—. Ya no hay
esperanza para mí. No os esforcéis. Lo siento mucho, hijos. Os he desobedecido,
pero no podía estar tranquilo. Hacía muchas horas que os habíais ido y no sabía
dónde estabais. Me alegro de que ambos estéis bien. —Entonces les cogió la mano
a los dos—. Seguid así. Seguid luchando por vuestra raza. Vosotros… vosotros sí
que tenéis honor. Y por favor, nunca olvidéis lo que os enseñé.
—¿Pero
qué estás diciendo? —lloriqueó Mía—. Tú vas a salir de esta.
—No,
Mía, no —sonrió él—. Pero no me importa. Porque al menos he podido ver a mis
dos queridos hijos haciéndose mayores. Aunque me hayan estado escondiendo un
secreto importante… —Miró a ambos, y entonces comprendieron que él lo sabía
desde mucho antes de lo que ellos sospechaban. Pero ya no importaba—. Así que,
cuidaros. Cuidaros mucho. Y cuidad de los vuestros.
Y
eso fue todo. Allí la vida del Tío terminó,
y sus ojos se cerraron. Mía rompió a llorar, y Ali la abrazó. Argen, sin
embargo se quedó mudo. De repente, alzó la cabeza al cielo. Las lágrimas le empapaban
el rostro por completo.
—¡TÚ,
DIOS! —gritó, atrayendo la mirada de Mía y Ali—. ¡¿ERES CAPAZ DE MANDARNOS AQUÍ
Y DE CREAR TODO ESTO Y NO PUEDES DEVOLVER UNA VIDA?! ¡ERES COMPLETAMENTE
INÚTIL! ¡NOSOTROS TE HACEMOS EL TRABAJO SUCIO, Y TÚ SOLO TE DEDICAS A OBSERVARNOS,
COMO UN ESPECTADOR QUE SE DIVIERTE CON LA OBRA! ¡DEVUÉLVENOS A NUESTRO PADRE!
¡¿NO PUEDES NI HACER ESO?! ¡¿DE VERDAD SIRVES PARA TAN POCO?!
—Argen,
para —avisó Mía.
—¡VAMOS!
¡DEMUÉSTRAME QUE DE VERDAD ESTÁS AHÍ! ¡DEMUÉSTRAME QUE TE IMPORTAMOS!
—¡ARGEN,
PARA YA! —chilló Mía.
Argen
calló y la miró. Ella se levantó y le tendió una mano. Por sus ojos todavía brotaban
lágrimas.
—No
vas a hacer nada gritando como un imbécil. Vamos a hacer juntos el trabajo que
el Dios no puede hacer.
Y
cuánta razón tenía aquella chica. El Dios no podía hacer nada más que observar
cómo se asesinaban unos a los otros. Tampoco podía devolver vidas. A ratos se
sentía como un completo inútil de verdad. Pero no podía hacer nada más.
Nada
más que darles todo lo que podía a aquellos dos jóvenes. Y esperar a que la
victoria llegase.
Los
hijos de Dios decían. Solo eran hijos de ángeles. Yo los había abandonado en
mitad de esa injusticia. Y no había habido día que no me doliese. Y no había
habido día que no los hubiese dejado de observar.
Pero
al verlos levantarse y mirar al cielo, hacia mí, me dio cierta sensación de
orgullo. Porque uno de ellos tendría que haber muerto ya. Sin embargo, los
humanos albergan más amor del que se pueda imaginar. Eso es lo que los
diferencia de cualquier otra raza. Y aunque tuviesen cierta parte de alma
divina, no dejaban de ser humanos.
Y
los humanos pueden ser la más terrible pesadilla o la más increíble de las
maravillas.
Argen
y Mía se cogieron de la mano y comenzaron a caminar en compañía de Ali, que iba
detrás. Estaban decididos a acabar con aquello.
Y
yo estaba seguro de que lo conseguirían.
Toda la información sobre el proyecto Neminis Terra está aquí mismo: http://reivindicando-blogger.blogspot.com.es/
El relato anterior fue escrito por Miss Darcy, y podéis disfrutar de él aquí: http://uniendolasletras.blogspot.com.es/2014/09/larga-vida-la-reina-neminis-terra.html
El siguiente relato será de LMDreamer, y podréis leerlo este lunes aquí: http://milmotivosparapensar.blogspot.com.es/
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Muchísimas gracias por tu comentario :)