Miembros de la Séptima Estrella

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Necesito portada

A ver, he creado cuatro portadas (a lo cutre, pero pasan). El problema es que no sé cuál de todas le va mejor a la historia. Y como sois vosotros los que leéis este blog y tendréis que ver la imagen cada vez que entréis, pues dejo que eligáis vosotros.


Portada 1




Portada 2




Portada 3




Portada 4



Podréis votar en la encuesta que hay a la derecha del blog o en mi tuenti, Ana Escritora (comentando en la que queréis o clicando Me gusta).

Muchas gracias por vuestra colaboración :)

* * *

PD: Una última cosa. Quería haceros una pregunta sobre la historia...

Como habréis observado, en cada capítulo hay dos puntos de vista diferentes. Uno es el de la prota, Melissa, y el otro es el de una misteriosa joven que va tras su pista. Y la pregunta es: ¿Queréis que siga contando lo que le ocurre a esa extraña mujer de la que casi no se sabe nada? Es que, mientras escribía la continuación, me ha asolado la tremenda duda de si os gustaba o no esa chica. Porque en los próximos capítulos se descubrirá cosas sobre su pasado y eso.
Comentad o decídmelo por tuenti, me da igual.

Arrivederci, mentes lectoras!

lunes, 26 de diciembre de 2011

[L1] Capítulo 3: Hechos y teorías



Se estaba quedando sin aliento. Ella no era mucho de correr, y ya había gastado gran parte de sus fuerzas intentando que no la mataran. Fue entonces cuando divisó a Crad apoyado en el tronco de un árbol y limpiando los restos de sangre de su espada. A Melissa le enervó aquella tranquilidad. Al alcanzarlo, se dejó caer de rodillas a su vera y empezó a calmarse, intentando respirar como una persona normal y relajada.
Qué poco aguante tienes —objetó Crad.
Cállate —replicó Melissa—. No estoy... acostum... acostumbrada a este tipo... tipo de carreras.
Crad suspiró y se levantó.
¿Ya nos vamos? —preguntó Melissa asustada.
Él la ignoró y se quitó su capa. Luego, se la tiró a Melissa, que se quedó perpleja y miró a Crad exigiendo una respuesta.
Yendo así vestida llamarías mucho la atención —explicó.
Melissa se levantó y negó con la cabeza, dejando la capa en el suelo. Estaba sucia y desgarrada, y no le hacía ninguna gracia ponérsela.
¿Qué más me da lo que piense la gente? —dijo indignada.
Empezó a caminar hacia delante y se dio cuenta de que habían llegado a los límites del bosque. Más allá había un puente de piedra que cruzaba un río. Y luego un pueblo.
Al salir de la vegetación, Melissa frunció el ceño y entrecerró los ojos para asegurarse de lo que veía. Sí, no había duda de que era un pueblo. Más bien, una aldea. Una aldea muy, muy antigua, donde la gente vestía muy, muy anticuada.
Imposible —murmuró. Giró la cabeza repentinamente cuando sintió que algo se colocaba en su espalda. Crad había conseguido ponerle la capa. Resopló y se la anudó al cuello. Posteriormente intentó taparse por completo para que no se viera nada de sus ropajes modernos—. ¿Estoy en la Edad Media, Crad? —preguntó, mirándolo fijamente.
Crad le devolvió la mirada confuso.
Primero; no sé qué es la Edad Media —indicó mientras levantaba un dedo. Luego, levantó otro más—. Segundo; ahora mismo estás a punto de entrar en Adralish. Un pueblo. ¿Sabes lo qué es eso?
No soy tonta —repuso Melissa.
Prefiero no añadir nada.
Melissa lo fulminó con la mirada, pero prefirió no decir nada para no complicar las cosas. Al fin y al cabo, había sido él quien la había ayudado a salir de aquel bosque mortal; además, le había salvado la vida.
Y tercero; no me llames Crad —terminó.
Es que no sé pronunciar tu nombre completo —se excusó Melissa.
Cradwerajan.
No pudo evitar reírse al oír de nuevo aquel nombre tan extraño. Por supuesto, Crad se enfadó de nuevo y echó a andar ante ella.
¡Oye, no te enfades! —gritó Melissa.
Dio un par de pasos. Se dio cuenta de que, a la vez que avanzaba, se oía un susurro bajo sus pies. La capa. Claro, Crad era mucho más alto que ella y le iba más corta. En cambio Melissa la arratraba por el suelo. Enseguida se detuvo, insegura.
—¡No sé caminar con esto! —exclamó—. Me voy a tropezblblnbn...
Crad le había tapado la boca enseguida, y ahora estaba mirando hacia todos los lados, alertado. Melissa no entendía lo que pasaba, pero le enojaba que no le permitiera hablar. Crad la miró. Parecía enfadado.
No hables Sprachege por aquí —le susurró.
Melissa asintió, y cuando al fin Crad retiró la mano de su boca, empezó a replicar:
¿Por qué?
Porque si te oyen, te matarán —explicó, susurrando de nuevo.
A Melissa le entró un escalofrío.
Y entonces, ¿en qué idioma hablo?
Crad la miró con un brillo extraño en los ojos.
Al final voy a creer de verdad que has estado viviendo en una cueva —sonrió.
No cambies de tema y contesta a mi pregunta —insistió Melissa.
Suspiró resignado.
¿Sabes el idioma con el que te han hablado los guerreros de Gouverón? Pues ese.
Melissa se quedó quieta, sin mostrar expresión alguna y mirando fijamente a Crad. Este creyó que se había convertido en una estatua. Por eso se sorprendió al oír de nuevo su voz.
Tú serás el encargado de hablar —dijo con una media sonrisa dibujada en el rostro.
Qué poca cultura general tienes —opinó Crad mientras echaba a andar.
¡No me robes mis frases! —exclamó Melissa.
Crad se volvió hacia ella con una mirada que daba miedo.
Sssssh.
Uy, lo siento, lo siento —susurró Melissa ruborizándose.
Y siguieron avanzando hacia el pueblo. Cuando empezaron a cruzar el puente, Melissa se percató de que había una mujer sentada en el borde de piedra. Y que la estudiaba con cierta curiosidad. Intentó apartar sus ojos de los de ella, pero no pudo. Eran dorados, grandes y tenían un extraño brillo propio. Sintió que se fundía en su interior, que podría ver su alma reflejada en ellos si se acercaba un poco más.
Entonces, una mano la cogió con brusquedad y la empujó hacia delante, apartándola de la mujer. Melissa se quejó, se arregló la capa para que no se vieran sus “extraños ropajes” y miró al culpable. Era Crad.
No te quedes mirando a la gente tanto rato —le susurró al oído mientras seguía empujándola con una mano.
¿Qué ocurre? —preguntó Melissa en un mismo susurro—. ¿Quién era ella?
Crad se quedó pensativo, mirando a Melissa. Melissa intentó aguantar su mirada como había soportado la de aquella extraña mujer. Pero Crad enseguida volvió la cabeza.
No lo sé —respondió, sabiendo que no podría convencer a Melissa con esa respuesta—. Pero hazme caso si de verdad quieres sobrevivir.
Iba a replicar, pero cerró la boca cuando vio aparecer a dos caballos que daban vueltas alrededor de una gran plaza donde se encontraba un mercado. Reconoció el escudo que portaban en el pecho izquierdo, y se estremeció al recordar lo ocurrido en el bosque. Sabía quiénes eran gracias a Crad, y sabía que eran peligrosos gracias a sus propias experiencias. Así que se calló y siguió a Crad fielmente, mientras el corazón le latía sonoramente en su pecho.
Se metieron entre callejones oscuros y repugnantes. Un hedor a basura y «otras cosas» invadía el ambiente, produciendo que Melissa no pudiera respirar bien. Salieron a otra calle más grande, pero casi igual de apestosa. Vio con horror que había gente tirada por el suelo, con las caras chupadas y los ojos vacíos, pidiendo limosna desesperadamente. «Así podría estar yo», pensó, recordando su huida del orfanato y los avisos que le dio Cinzia.
Se detuvo, ignorando a Crad mientras este seguía caminando sin enterarse de nada. Recordó que había robado algo de dinero del orfanato y lo buscó disimuladamente en la bandolera. Sacó su cartera y miró en su interior. Cuatro billetes de cien euros, uno de cincuenta, dos de veinte, seis de cinco y unas cuantas monedas de uno y dos euros. Sabía que era bastante arriesgado llevar tanto dinero encima, pero dado que iba a empezar una nueva vida sola, tendría que tener bastante. Se lo pensó varias veces, pero le dio tanta pena el aspecto que aquel vagatbundo mostraba, que cogió un billete de cinco y se lo lanzó en un sombrero que tenía delante de él. El mendigo le sonrió y bajó la mirada para ver el botín que le había lanzado. Al ver aquello, se incorporó un poco y se inclinó para poder observar el billete de más cerca.
«Pobre hombre —pensó Melissa—. Debe de hacer tanto tiempo que no ve un billete...».
Alguien la sacudió de repente, nervioso.
¡Melissa! —gritó. Melissa se volvió hacia la voz y se encontró con Crad, que estaba muy alterado—. ¿Qué estás haciendo? ¿Por qué te detienes? —preguntó hablando bajito.
Sólo le quería dar dinero —le explicó señalando al mendigo.
El interpelado gimió, atrayendo la atención de los dos jóvenes. Había cogido el billete que Melissa le había dado y se podía percibir que se sentía algo confuso.
Melissa... —llamó Crad. Melissa se volvió sonriente hacia él. Crad la miró con una ceja alzada y una expresión de plena confusión—. ¿Por qué le has dado un papel al mendigo?
No es un papel —explicó Melissa indignada—. Es un billete, que vale mucho más que las monedas.
Observó las caras del mendigo y de Crad y vio que mostraban la misma expresión de incomprensión. Y entonces miró a su alrededor, comprendiendo algo que antes le había pasado por alto. Toda la gente de su alrededor vestía como Crad: pordiosera y con ropas sencillas. Era como estar en la plena Edad Media. «Y puede que lo esté» se dijo Melissa. Al volver a la realidad, comprendió que no sabrían lo que era un billete. Se agachó sobre el mendigo y cogió el billete que aún le tendía.
Lo siento mucho —se disculpó, avergonzada. Vio las escasas monedas que había en el sombrero y comprendió que no podría darle dinero. Ella no tenía ese tipo de monedas.
Se señaló a sí misma y señaló una de las monedas. Luego negó con la cabeza con cara de pena, y el mendigo comprendió el mensaje a la perfección. Asintió y agitó la mano en el aire como diciendo que no tenía importancia, que la comprendía. Melissa le sonrió e inclinó levemente la cabeza a modo de disculpa. Seguidamente, Crad la cogió y la arrastró con él hacia otro estrecho y pudoriento callejón.


Habían desaparecido de su campo visual, y aquello la hizo avanzar un poco más, sin miedo a que la pudieran ver. Había estado observando la escena escondida tras un carro de cargamento, y le había sorprendido bastante.
Se detuvo en la boca del callejón, pero no vio sus espaldas. Seguramente, ya habían doblado la esquina. Al joven se le veía con prisa.
Un leve murmullo le hizo mirar al suelo, donde el mendigo con el que habían hablado aquellos dos le pedía limosna. Ella suspiró y le lanzó un par de monedas.
El mendigo le dio las gracias varias veces, y ella le sonrió. Posteriormente, se adentró en el callejón con paso decidido. Intentó esquivar varios charcos que había en el suelo, formados por el agua de lluvia estancada de hacía bastante tiempo debido a la escasez de calor y a la poca gente que pasaba por allí. Se preguntó por qué ella sí que iba por ese callejón. ¿Qué debía de haber? Aunque también era posible que el joven fuera quien la llevara hasta ese sitio.
Descubrió que aquel callejón zigzagueaba mucho y terminaba en una pequeña plaza llena de basura y una valla de madera alta que impedía dejar ver lo que había al otro lado. Miró a su alrededor, pero no había rastro de esos dos.
«¿Dónde se han metido?—se preguntó la joven—. Ahora que la había encontrado al fin...».
No cabía duda. Aquella misteriosa chica encajaba perfectamente con la descripción que le había dado la sacerdotisa en Digrin. Esta le dijo que ella llegaría al pueblo de Adralish acompañada por un joven. Tendría los ojos azules; aquellos de los que tanto habla la famosa leyenda que corría por todo Anielle desde tiempos inmemoriales. También le había dicho que llevaría «ropajes extraños». Al principio no los vio, dado que una capa la cubría por completo. Pero cuando empezó a caminar más cerca de ella, vislumbró unos extraños zapatos y unos pantalones que nunca había visto.
Y ahora, después de tanto esperar, la perdía. Es más, permitía que se desvaneciera en la nada.
Frustrada, dio media vuelta.


Durante el corto paseo por el estrecho callejón, Melissa había cavilado sobre dónde se encontraba exactamente. En realidad, lo sabía, pero no quería reconocerlo. Tenía pruebas. La gente, las vestimentas, las costumbres, los edificios... Pero era algo tan... irreal. Además, no recordaba haber estudiado nada sobre los guerreros de Gouverón. ¿Y por qué el castellano estaba tan prohibido? No entendía nada de lo que ocurría. Había mirado a Crad, que la seguía conduciendo hacia un destino desconocido. Al menos tenía alguien a quien aferrarse. Alguien que parecía de confianza, ya que le había salvado la vida y la había alertado sobre los peligros que emanaban de aquel extraño lugar.
Habían terminado en una placeta sucia y llena de barro. Lo único que se veía era una gran valla de madera que no permitía ver más allá de ella.
Crad... —había murmurado.
Sé lo que estás pensando —le había dicho, dirigiéndole una breve mirada de comprensión—. Confía en mí y sígueme.
Sin soltar la mano de Melissa, Crad se había encaminado directamente hacia la valla. Melissa temía que estuviera chiflado y tuviera la intención de saltarla por encima o incluso de probar a atravesarla. Por eso se sorprendió cuando Crad apoyaba la mano en una madera y la empujaba hacia delante. Un grupo de unas cinco maderas habían girado noventa grados verticalmente, dejando un hueco por donde podrían pasar sin problemas.
¡Increíble! —había exclamado Melissa entre risas.
Lo había visto en algunas películas donde un grupo de niños conseguían una casa secreta para ellos solos y, para que nadie entrase, construían una cosa como esas.
Pero nunca había visto ninguna en directo.
Crad había tirado de ella hacia el interior. Melissa había obedecido, y ahora aún se encontraba delante de aquella gran casa oscura que poseía un patio de piedra con una fuente en su centro. Boquiabierta se había quedado mientras Crad cerraba la puerta secreta y se reunía de nuevo con ella.
¿Vas a quedarte mucho tiempo así? —preguntó Crad, mirándola divertido.
Melissa le devolvió la mirada sin salir de su asombro.
¿Dónde demonios estamos?
Crad alzó una ceja. Melissa entrecerró los ojos con rabia contenida.
No sé qué significa demonios —explicó él solamente.
Melissa suspiró. ¿Cómo le explicaba aquello?
Elimina la palabra y quédate con el resto de la frase —le dijo—. En realidad es una simple expresión que yo utilizo demasiado.
Crad asintió y abrió la boca para responder a su pregunta, pero el grito de una pequeña niña hizo que ambos volvieran la cabeza.
En efecto, era una niña de unos ocho años, con un par de coletas castañas y unos ojos de un marrón muy oscuro. Llevaba un delicado vestido azul de tirantes y un cinturón blanco. Sonreía de oreja a oreja. A Melissa le sorprendió ver tanta felicidad en una sola persona. En su orfanato no se solía ver una imagen por el estilo, por lo que se apartó un poco, ocultándose ligeramente detrás de Crad.
La niña se tiró a sus brazos, chillando el nombre —completo— de Crad alegremente. Crad reía sin parar.
Melissa sonreía desde atrás, observando la escena.
¡Te he echado de menos! —decía la niña abrazándolo fuertemente.
Pero si no he estado ni un día fuera.
La niña lo fulminó con la mirada, indignada.
¡Pero te he echado de menos y...!
Se calló completamente al ver a Melissa. Crad lo percibió y le susurró algo al oído de la niña, que asintió levemente sin dejar de mirar a la nueva inquilina.
¿Pero quién es? —le preguntó a Crad de repente.
Crad la depositó en el suelo con cuidado.
Una amiga —respondió solamente.
«¿Amiga?», pensó Melissa. Aquella palabra le retumbó en las paredes de su cerebro. No hacía ni una hora que se conocían y ya la consideraba una amiga. No sabía cómo tomarse aquello, pero vio a Crad que le guiñaba un ojo disimuladamente y lo comprendió todo. Supuso que no quería alertar a aquella niña.
Sonrió y asintió. La niña se le acercó tímidamente y la miró mostrando una mueca repleta de curiosidad.
¿Cómo te llamas? —preguntó.
Melissa —respondió—. ¿Y tú?
Cede —le informó—. Melissa... Me gusta mucho tu nombre —dijo mientras sonreía ampliamente de nuevo.
Y a mí el tuyo. Además, es corto y fácil de aprender.
Perfecto para ti —saltó de repente Crad—. Tienes una malísima memoria con los nombres.
Yo no tengo la culpa de que tu nombre sea raro y enrevesado —replicó Melissa—. Cada vez que lo dices parece el graznido de un cuervo que se está ahogando.
Qué ropas tan extrañas —irrumpió Cede, intentando calmar la discusión—. Deben de ser muy cómodas para saltar y correr, ¿no?
Pues sí, la verdad —respondió Melissa con una sonrisa.
Pasaron unos escasos segundos donde Cede miró a Melissa con detenimiento y asintió levemente la cabeza para luego mostrar sus blanquísimos dientes en una sonrisa.
Me caes bien.
Melissa se quedó muda. Nunca le habían dicho eso. En el orfanato no había nadie a quien le cayera medianamente bien. Tampoco es que cayera mal a todos, pero al no relacionarse con nadie, no podían conocerla ni juzgarla.
Cede percibió su desconcierto y volvió la cabeza hacia Crad para romper el silencio que se había formado en el ambiente.
¿Se va a quedar aquí?
Crad se encogió de hombros.
Supongo que hasta que encuentre un sitio donde ir.
¡Entonces tiene que conocer a Yaiwey!
Dicho esto, Cede cogió la mano de Melissa y la arrastró hacia el interior de la casa. Melissa miró acusadoramente a Crad, que alzó las palmas de las manos como diciendo: «Es lo que hay».

viernes, 23 de diciembre de 2011

[L1] Capítulo 2: Muerte cercana



Melissa se había quedado sin habla, observando al chico que le había hablado en español. Tras escuchar tantas palabras extrañas, se le hacía raro que alguien le hablara en un idioma conocido.
¿Qué pasa? —le preguntó aquel joven—. ¿Te has quedado sin habla, o es que no me entiendes? Oh, claro que no me entiendes. Eres de...
Sí que te entiendo —lo interrumpió Melissa—. Aunque sea de Italia, he aprendido español. Y lo hablo y entiendo perfectamente.
El joven enarcó una ceja, extrañado
Oh, mierda —replicó de repente el chico—. Ya han aprendido nuestro idioma... Serán...
¡Oye! —saltó Melissa, levantándose al fin del suelo y poniendo los brazos en jarra—. ¿Qué problema tienes con los italianos? Todo el mundo tiene derecho a aprender las lenguas que le dé la gana.
¿Pero qué son italianos?
Esta vez fue Melissa la sorprendida.
¿En serio? —Aguardó unos instantes, esperando alguna reacción por parte de aquel chico. Él sólo se encogió de hombros—. Me vacilas. —No lo pronunció como una pregunta, si no como una afirmación.
¿Qué? —preguntó de nuevo el chico, frunciendo el ceño.
¡Madre mía! ¡Qué poca cultura general tienes! —exclamó Melissa indignada.
Se quedaron en silencio. El chico inspeccionó a Melissa de arriba a abajo, lo que provocó que la joven se ruborizara.
Vas vestida muy extraña —opinó.
Melissa se miró a sí misma. Llevaba unos pantalones vaqueros —ahora rasgados gracias a las caídas y al movimiento de subir al árbol—, unas bambas con la solapa por fuera de Adidas, un camiseta básica negra de manga larga y una chupa de cuero marrón oscuro. Volvió a dirigir su mirada al chico y arrugó la nariz.
¡¿Cómo?! —Aquel joven había conseguido que Melissa se indignara aún más. Lo miró mejor y replicó—: ¿Te has mirado bien al espejo? ¡Parece que vengas del pasado! ¡De la Edad Media por lo menos!
Y en efecto, eso aparentaba. Llevaba unos pantalones anchos de color beis, una camisa blanca bajo un chaleco verdoso y rasgado. Sus botas eran marrones y parecían militares, pero mucho más atrasadas de las que Melissa conocía. También poseía un cinturón de donde colgaban un par de dagas y una espada, y una capa bastante gruesa que le colgaba casi hasta la espinilla.
¡Tú pareces un chico! —contraatacó el joven.
¡Y tú un pordiosero! —Estaba roja de furia, así que decidió respirar hondo y le dio la espalda agitando una mano en el aire a modo de despedida—. Me voy. No merece la pena perder el tiempo hablando contigo.
¡Eh! ¡Alto ahí!
No le dio tiempo ni a respirar. Cuando quiso darse cuenta, Melissa estaba con la espalda contra el tronco de un árbol y tenía ante ella al chico apuntando una daga contra su cuello. Parpadeó sorprendida y maldigo para sus adentros.
¿Lo sabe más gente? —preguntó el chico, acercando la hoja de la daga poco a poco.
¿De qué hablas? —preguntó Melissa, procurando no respirar demasiado.
Del Sprachege.
Melissa se preguntó si aquella palabra había salido de la boca de su boca o es que un pájaro se había estrellado contra el suelo cerca de ellos.
¿Qué demonios es Spranchoge?
Sprachege —corrigió el joven—. El idioma que estás hablando ahora mismo.
Melissa negó con la cabeza muy levemente, pues sentía la daga apoyada en su piel.
Yo estoy hablando español, no Spranche —explicó.
Sprachege. El idioma de los pertenecientes a la organización de la Séptima Estrella.
Ahora sí que se había perdido.
¿Séptima Estrella? ¿De qué demonios hablas? —preguntó, entre curiosa y confusa.
El joven suspiró, resignado.
La Séptima Estrella. Esa gente que quiere destronar al gobernador. ¿Dónde has estado viviendo estos últimos años? ¿En una cueva?
Más o menos, sí —respondió Melissa encogiéndose de hombros.
El joven enarcó una ceja. Y Melissa bufó.
¿Pero tú perteneces a la Séptima Estrella o eres una Gouveriana?
Melissa empezaba a cansarse de las palabras extrañas, por lo que, durante un subidón de adrenalina, bajó su mano hasta el cinturón del chico y le quitó una daga. Apoyó la punta en el vientre del atacante y con el otro brazo apartó rápidamente la mano de este para que dejara de apuntarla con la daga. Lo empujó unos pasos hacia atrás, pero no llegó a hundir la daga en la carne.
Que sepas —empezó a hablarle— que puedo cuidarme sola perfectamente. —Posiblemente esa frase se debía al recuerdo de lo que le dijo Cinzia—. Tengo un arco, varias flechas, y ahora además una daga. Y yo hablo español ¿Entiendes? E-S-P-A-Ñ-O-L. Y tampoco pertenezco a ningún grupo. Ni Séptima Estrella ni Gumersiana. Yo soy Melissa. Y punto.
Dicho esto, retiró la daga del vientre de aquel irritante chico y se alejó tranquilamente entre los árboles.
¡No durarás ni veinte minutos en este bosque! —oyó que le gritaba el joven desde sus espaldas—. ¡Aquí hay muchos guerreros de Gouverón! ¡Si te encuentran, no serán tan compasivos como yo!
Melissa lo ignoró por completo y siguió andando tranquilamente.


«Aquí no viene nadie» se dijo por vigésima vez.
Hacía una hora que se había sentado en el puente de piedra, pendiente de la entrada al pueblo, pero aún no había visto a nadie que siguiera las indicaciones que le había dado aquella sacerdotisa hacía ya unos tres meses.
«Si no fuera una sacerdotisa, creería que me ha mentido».


No quería admitirlo, pero caminando sola entre aquel extraño bosque hacía que sintiera algo de miedo. La batallita que había tenido con aquel “guerrero de Gouverón” —tal y como había dicho el extraño joven— había provocado cierta paranoia en Melissa, por lo que caminaba calculando cada paso que daba, sin dejar de observar su alrededor.
Los pájaros volvían a cantar con alegría, entonando notas que Melissa desconocía. Pero ya estaba acostumbrada a ver y oír cosas extrañas. En los últimos tres cuartos de hora se había encontrado con más extrañezas que en toda su vida. Miró su reloj de pulsera en un autoreflejo. Ya llevaba quince minutos caminando. Cinco más y podría burlarse de aquel chico que la había llamado débil en otras palabras.
Pero todas sus fantasías se esfumaron en cuanto una figura cayó de un árbol justo delante de ella. Un hombre de barba asquerosamente grasienta y rubia, al igual que su pelo. Unos ojos pequeños y negros y una nariz enorme. Reconoció enseguida el escudo grabado en el pecho derecho de su chaleco-armadura. Una corona atravesada por una espada y esta, envuelta a su vez en una cinta. Ese mismo escudo lo había visto en el guerrero que la había atacado antes.
El hombre alzó la espada y se dispuso a avanzar para matar a Melissa. Melissa, en el último momento, se apartó, provocando que la espada se clavara en la tierra en lugar de atravesarla a ella de arriba a abajo. Se estremeció al pensar en las posibilidades que había de que no se hubiera apartado a tiempo.
Quiso correr, pero los movimientos de aquel bestia eran rápidos, y tuvo que agacharse para que la hoja de la espada —ya sacada de la tierra— no le rebanara la cabeza. Lamentablemente, Melissa tenía la certeza de que aquellos inesperados reflejos que le habían llegado de casualidad se esfumarían enseguida, transformándose en un baile de patos y sangre manchando la tierra. Por supuesto, su terror fue creciendo cuando vio cómo algunas puntas de su largo pelo caían ante sus ojos danzando en el aire hasta posarse en el suelo.
«Me ha cortado el pelo —pensó angustiada—. Será cabronazo».
En un autoreflejo, lanzó el puño hacia delante para que se estrellara contra la espinilla de su contrincante. Se hizo más daño ella que lo que aparentaba habérselo echo a él. Melissa se desanimó. Ahora le dolían las dos manos a la vez —la izquierda aún por la caída y la derecha por el puñetazo—.
Se levantó del suelo intentando no apoyar ninguna de las manos y usar sólo los pies y las rodillas. Pero entonces aquel hombre la cogió por la muñeca izquierda, provocando que Melissa gritara de dolor. La joven no se lo pensó dos veces antes de morderle la mano que la aferraba con tanta fuerza. Jamás olvidaría el ácido sabor que se le quedó en la boca. Pero al menos consiguió que la soltara. Oyó que le decía algo en aquel extraño idioma y, aunque no sabía traducirlo, supo por el tono de voz que no le había dicho nada agradable.
Tuvo que volver a apartarse, pues la espada volvía a abalanzarse sobre ella con brutalidad. Rápidamente, intentó hacer algo más que apartarse y le propinó una patada en el costado. Nada; parecía no afectarle. Saltó hacia atrás y se le detuvo el corazón cuando vio pasar la espada a un par de centímetros de su cara.
Decidió que huir era la mejor solución. Por desgracia, la bandolera le seguía pesando mucho, y sus movimientos eran más torpes que de costumbre. Se detuvo en cuanto sintió el dolor que provenía de su hombro izquierdo. Se lo miró y vio un desgarrón en su chupa de cuero y un tímido hilillo de sangre que salía al exterior. Presa de la furia, lanzó una patada hacia el vientre del hombre. Él cogió su pierna e hizo rotarlo 360º grados. Melissa dio la vuelta en el aire junto a su pierna y cayó al suelo, desequilibrada y con dolores por todo el cuerpo. Cerró los ojos un par de segundos a causa del golpe en la cabeza que se había llevado. Cuando los volvió a abrir, recordando que estaba en medio de una pelea, ya tenía la punta de la espada a un centímetro de su cuello.
El hombre sonrió con satisfacción y alzó la espada por encima de su cabeza con las dos manos, dispuesto a clavársela violentamente en Melissa.
Melissa sabía que todo había terminado. Aún no podía creerse dónde se encontraba. ¿Había viajado en el tiempo? ¿Había ido a otro mundo distinto? ¿O quizás estaba soñando? A lo mejor se había vuelto loca y se lo estaba imaginando todo...
El filo de la espada brilló a causa del sol que se abría paso entre las hojas de los árboles. Los pensamientos de Melissa se desviaron hacia el pasado, cuando vivía en el orfanato. Sentía claustrofobia, cierto, pero al menos su vida no estaba en peligro. Aunque, al fin y al cabo, a aquello no podía llamarse vida. Todo el día en un mismo edificio; lo más lejos que podía llegar era el jardín de este. Clases a todas horas y condiciones pésimas. Podría haber hecho amigos, y de echo lo había intentado. Pero no le terminaban de convencer. Los veía... diferentes. Se le hacía raro estar con ellos. Prefería estar sola con sus pensamientos y deseos de salir de allí.
Y ahora que lo había conseguido, iba a morir en manos de un psicópata que hablaba un idioma basado en los sonidos que se producen al aplastar un gato. Aunque, si tuviera que elegir, prefería terminar así que volver al orfanato.
Un grito de victoria por parte del guerrero.
Un último aliento por parte de Melissa.
Y una espada que atravesó el hombro de su enemigo. Melissa rodó por el suelo para evitar que la espada que iba a matarla la rozara. El hombre ya caía al suelo, muerto. A Melissa no le dio tiempo a quitar el pie izquierdo, por lo que gimió cuando se lo aplastó. Lo quitó rápidamente de debajo de aquel bestia que pesaba diez veces más que ella, y solo entonces se le ocurrió mirar a su salvador.
Era el joven con quien se había encontrado antes.
Él le arrancó la espada del hombro del guerrero y dejó que la sangre que chorreaba por su hoja cayera al suelo. Entonces le ofreció a Melissa su mano libre.
Te dije que no aguantarías ni veinte minutos —le repitió, mofándose completamente de ella.
Melissa sonrió débilmente durante unas milésimas de segundo. Pero enseguida cambió a su típica expresión indiferente.
Estúpido —dijo solamente.
No quiso devolverle la mano, se levantó sola. Cometió un grave error al levantarse ayudada por su mano izquierda, que la apoyó en el suelo. Perdió el equilibrio, pero no llegó a caer gracias a unos brazos que la aferraron con fuerza y la levantaron del todo.
Estoy bien, gracias —replicó sacudiéndose de aquel joven.
Él la ignoró y agarró su mano izquierda. La examinó detenidamente y frunció el ceño. Luego, miró fijamente a Melissa.
Creo que te la has roto —objetó.
Melissa retiró su mano de la de él y se la frotó suavemente. Ya lo había sospechado.
¿Vas a ayudarme a salir de este bosque? —preguntó Melissa, ansiosa.
Él se encogió de hombros.
¿Perteneces a la Séptima Estrella? —respondió con otra pregunta.
Melissa resopló. Odiaba que la gente hiciera eso. Pero dado que no tenía ninguna otra esperanza, asintió.
Vale —dijo.
¿Vale? —El joven alzó de nuevo una ceja—. ¿Eso es una respuesta?
Sí —saltó Melissa al borde de los nervios—. ¿Vas a ayudarme o no?
Vale —respondió el joven, empezando a caminar entre los bosques.
Al principio, Melissa se quedó quieta en el sitio, observando al que iba a ser su guía. Luego volvió a la realidad y empezó a seguirlo. Cuando ya estaba tras él, este se detuvo, y Melissa se estrelló contra su espalda.
¡Eh! —se quejó.
La espalda del chico empezó a convulsionarse levemente. Se estaba riendo. Melissa le arrancó la cabeza con el pensamiento y sonrió placenteramente. Entonces el joven se volvió hacia ella y le tendió una mano.
A propósito —dijo en cuanto hubo calmado su risa—, mi nombre es Cradwerajan.
Esta vez fue Melissa quien empezó a reír. Al ver que el chico permanecía serio, intentó hacerlo ella también. Casi lo consigue.
¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó Cradwerajan empezando a enfadarse.
Tu nombre —respondió Melissa entre risas.
¡Ni que el tuyo fuera muy bonito! —se quejó Cradwerajan gritando para que se le oyera por encima de las risas de Melissa.
¡No sé ni cómo empezar a pronunciarlo! —exclamó Melissa, ignorando por completo el comentario que había dicho su compañero.
Entonces, Cradwerajan se dio la vuelta y empezó a andar pisando fuerte y echando humo.
¡Eh, espera! —gritó Melissa agitando los brazos en el aire y corriendo hacia él—. ¡Lo siento, Cradworan! —Nadie la habría creído, pues aún seguía riéndose enérgicamente.
¡Cradwerajan! —corrigió empezando a correr para que Melissa no lo alcanzara.
¿Puedo llamarte Crad? —preguntó Melissa aumentando su marcha mientras intentaba calmar su risa. No podía correr si se reía.
¡NO! —se oyó su voz, unos metros más adelante.

lunes, 19 de diciembre de 2011

[L1] Capítulo 1: Perseguida




«¿Qué... demonios...?».
Veía doble. Nada de su alrededor tenía sentido alguno. Cuando al fin logró enfocar la vista, se le aclaró la mente. Y recordó. Volvió la cabeza rápidamente esperando encontrarse con Cinzia.
Pero había desaparecido.
Frunció el ceño, extrañada. ¿Cinzia había dejado que se fuera? ¿O es que acaso la había creído muerta? No, imposible. Ni había atisbo de bondad en ella, ni era tan estúpida. Tenía que haber algo más. Lanzó un gemido inesperado y dirigió su mirada hacia el foco del dolor. Gracias a su famosa torpeza, se había golpeado la mano izquierda contra una de las raíces del árbol. La alzó lentamente y reprimió las ganas de gritar. Seguramente se la habría roto.
Y entonces se percató de algo que antes le había pasado desapercibido. Miró a su alrededor, extrañada.
«¿Dónde estoy?», se preguntó, viendo aumentada su confusión.
Árboles, arbustos, flores, piedras... todo había cambiado de posición. Por no hablar de las formas que éstos poseían. Melissa no estaba segura de si todo aquello se debía a un efecto producido por un golpe en la cabeza o era real.
Se levantó, mas que nada para no sentirse débil tirada en el suelo. Y fue entonces cuando cayó en la cuenta de que el ambiente ya no era otoñal, si no más bien primaveral. El calor había ascendido notablemente, y ya no había viento ni olor a tierra mojada. Todo, absolutamente todo, era distinto a la última vez que lo había visto, antes de tropezar con la raíz de aquel árbol. Y aquello provocó que se pensara varias veces si había viajado en el tiempo o no.
Se palpó su colgante —una piedra de color celeste envuelta en una espiral plateada— con nerviosismo. Cuando las cosas se torcían o no sabía muy bien qué hacer en situaciones extrañas, frotaba su piedra y se sentía mejor. Por eso siempre la llevaba colgando de su cuello. Por eso y porque era lo único que podría darle una pista de dónde procedía, dado que, cuando la llevaron al orfanato, ya lo llevaba.
Al fin, se decidió a caminar. No haría nada allí quieta. Avanzó hacia adelante, echando una ojeada a cualquier cosa extraña que se encontrara —por lo que no cesaba de mover los ojos hacia todos los lados—. Descubrió que había un tipo de arbusto muy frecuente, al igual que extraño, pues sus hojas no tenían un patrón fijo en lo referido a forma. Cada una era diferente a la anterior. Corazones, perros, zanahorias... Se podía encontrar cualquier silueta en cada hoja, como si fueran nubes.
De repente, Melissa vislumbró algo contrastado a lo que había visto hasta entonces. Forzó la vista y trotó hasta una rama que obstaculizaba su campo visual. La apartó cuidadosamente con la mano derecha, pues la otra aún le dolía. Entonces lanzó una exclamación de asombro y corrió hasta el lugar que tanto le había llamado la atención.
Al llegar a su destino, respiró hondo y saboreó el ambiente con satisfacción. Cerró los ojos y se dejó llevar por el sonido de la cascada. No supo cuánto tiempo pasó así, pero cuando los volvió a abrir, empezó a avanzar hacia aquel diminuto lago de aguas cristalinas. Se arrodilló a su vera y observó el reflejo de su rostro en la superficie. Rió débilmente y se quitó una hoja del pelo. Posiblemente la llevaba allí desde la caída. La dejó caer en el agua y observó cómo se iba moviendo tímidamente.
De repente, un punto naranja salió a la superficie. Al principio, Melissa se asustó, pero luego descubrió que sólo se trataba de un pez anaranjado de enormes ojos verdes que la miraba con ojos curiosos. Le sonrió y saludó tímidamente con la mano. Oh, vaya, estaba saludando a un pez. Genial, su locura iba en aumento.
Le extrañó el comportamiento del pez. Normalmente los peces sólo asoman la cabeza en las películas de dibujos animados. Pero aquel la miraba como si viera a una persona por primera vez... y en lugar de temerle, la respetara. Entonces, el pececillo empezó a agitarse nerviosamente y a emitir un extraño sonido parecido al de un silbato, solo que unos tonos menores.
¿Qué ocurre? —preguntó Melissa. Lanzó una maldición por lo bajo al darse cuenta que le había vuelto a hablar a un pez.
Oyó algo a su espalda, y se levantó instantáneamente, alertando todos sus sentidos.
¿Quién anda ahí? —preguntó en voz alta. Luego se arrepintió. ¿Y si eran sus cuidadoras?
Un objeto alargado salió de súbito de uno de los árboles y pasó casi rozando el pelo de Melissa, a quien le costó reaccionar y asimilar que aquello que casi le atraviesa la cara entera era una flecha. Una flecha de punta afilada.
Una figura masculina con resistente armadura saltó del árbol y empezó a avanzar hacia ella, apuntándola con el arco y pronunciando palabras que a Melissa le sonaron marciano.
Yo... No entender... —intentó explicar Melissa—. Yo... ¡Inocente, inocente!
Y justo cuando vio que aquel hombre se disponía a lanzarle una flecha de nuevo, empezó a correr. Logró oír el silbido que produjo la velocidad de aquel objeto punzante e intentó no imaginarse que ella podría estar herida en ese mismo instante.
Se metió entre los árboles y empezó a saltar como nunca. El corazón le latía alocadamente dentro del pecho, y tenía la sensación de que se le saldría en cualquier momento, atravesando huesos, músculos y todo lo que se le pusiera por delante. Pero sólo debía pensar en correr. Aunque apenas unos minutos antes había corrido para huir de lo que había sido su hogar, la situación cambiaba drásticamente a correr delante de un asesino. Zigzageó, jugando con el terreno, intentando despistar al psicópata que iba lanzando flechas a diestro y siniestro.
Una idea fugaz se le pasó por la cabeza. Sabía que, dadas sus condiciones físicas y su torpeza infalible, aquello podía ser un suicidio, pero ya que había dejado al asesino bastante aturdido y las flechas ya no le pasaban tan cerca, tenía que aprovechar la oportunidad.
Con una destreza propia de un escalador profesional —que dejó bastante sorprendida a Melissa— saltó y se aferró a la rama de un árbol, para luego impulsarse hacia arriba —raspándose la cara y las manos con las hojas y las ramitas— y ocultarse entre el follaje. Se apoyó con cuidado sobre la rama más gruesa que encontró y esperó, procurando no hacer ruido.
Enseguida llegó el hombre. Corría como un poseso, pero de repente se detuvo y empezó a olisquear el aire. Mientras tanto, Melissa estaba sobre él, temblando y sudando como un cerdo. Temía que pudiera escuchar sus propios latidos. Se mordió el labio inferior y posó la palma de su mano izquierda sobre la piedra celeste con cuidado, mientras apoyaba su peso con la derecha.  No se desequilibró en absoluto, de echo, no tenía otro remedio. El dolor de la caída aún seguía presente en su mano izquierda. Lo que sí provocó que casi se cayera fue el susto que se llevó cuando un ser diminuto apareció ante ella. Se puso rígida y cerró los ojos, esperando la muerte y que aquel ser hubiera sido su propia imaginación, quizás al igual que todo lo demás.
Pero nada sucedió.
Entreabrió el ojo derecho y descubrió que no solo había un ser diminuto. Había varios. Y enseguida los reconoció.
«Hadas».
Seis hadas. Todas parecidas. Alas marrones y doradas, como si de hojas otoñales se trataran. Un vestido posiblemente hecho de hojas también. Cabellos pelirrojos o castaños, orejas puntiagudas y mofletes rosados. Y le sonreían. Sí, le sonreían.



La más imponente de todas, un hada de pelo pelirrojo en bucles, se acercó demasiado a ella y la miró sonriente. Melissa se apartó frunciendo el ceño. Aquello era muy extraño. Las demás hadas rieron, pero los oídos de la joven no captaron el sonido. Entonces, aquella que se había acercado señaló al hombre, que aún seguía bajo el árbol. Melissa siguió la dirección de su dedo y volvió a fruncir el ceño. Acto seguido, negó con la cabeza y volvió a mirar a las hadas, esta vez con cara de preocupación. Estas se miraron entre ellas y asintieron. Cinco descendieron del árbol y se posaron sobre la cabeza del hombre. La que parecía la líder —que era la misma que se había acercado a Melissa— arrancó una baya morada del árbol sobre el que estaban y se reunió con sus compañeras. Melissa observaba el proceso con curiosidad.
Todo fue muy rápido.
Entre cinco hicieron que la cabeza del hombre se alzara hacia el cielo y abriera la boca. La sexta soltó la pequeña baya morada, acertando en el interior de su boca. El hombretón dejó de dar miedo, y empezó a gritar y a intentar escupir la baya. Pero ya era demasiado tarde. Se la había tragado.
Las hadas lo soltaron, y él se arrodilló en el suelo y empezó a ponerse pálido. Parecía que se ahogaba y Melissa supo que su vida se escapaba por momentos. Hasta que lanzó el último aliento y se derrumbó en el suelo.
Las seis hadas agitaron la mano hacia Melissa, que lo interpretó como una despedida y se la devolvió. Luego, empezaron a volar hacia el cielo y desaparecieron ante la atónita mirada de la joven paralizada en el árbol. Pasaron varios minutos hasta que decidió saltar al suelo. Se quedó pensativa, observando el cadáver del hombre.
Y se le volvió a ocurrir otra alocada idea.
Se agachó a su lado y le quitó la aljaba de la espalda para ponérsela ella. Aquello le producía cierta asquerosidad, pero un repentino instinto de supervivencia se había apoderado de su ser. Luego le quitó el arco. Lo cierto es que le había llamado la atención. Era de madera, con adornos que simulaban cisnes y peces. Demasiado bonito para ser un arma.
Los cascos de un caballo llamaron su atención, y su corazón —que ya había vuelto a la normalidad— volvió a palpitar demasiado deprisa. No se lo pensó dos veces y salió corriendo hacia el lado contrario de donde provenía el sonido. Sabía que ya estaba muy cerca, por lo que se tiró en plancha tras un arbusto. Se puso otra vez en posición de soldado y buscó un hueco por donde poder espiar al intruso que la había sorprendido en plena tarea.
Lo primero que divisó fue un caballo marrón muy oscuro; casi negro. El jinete era un hombre cual armadura negra le cubría todo el cuerpo, a excepción de los ojos, verdes y penetrantes. Se detuvo ante el cadáver y estuvo allí unos segundos. Luego, bajó al suelo agarró al soldado y lo acarreó al caballo, para luego alejarse, él, el caballo y el muerto.
Dejó un huella tras de sí: un silencio anormal, una brisa gélida y una extraña sensación en el ambiente. Melissa no quiso moverse ni un centímetro, temerosa de que aquel misterioso hombre aún estuviera cerca. Y así pasó quince minutos, quieta. Al final, suspiró aliviada y se dispuso a levantarse.
Casi te descubre, ¿verdad?
Melissa se volvió hacia el origen de la voz, con los ojos abiertos como platos y la respiración agitada de nuevo. Su mirada se encontró con un joven de cabellos castaños y ojos color avellana; alto, corpulento y sonriendo misteriosamente.
Y además hablaba español, esa lengua que tanto le había interesado y por la que tanto se había esforzado para conseguir profesores que le enseñaran el idioma en el orfanato.

Nota de la autora: si alguien no entiende lo último, dejadme aclarároslo. Veréis, Melissa era de un orfanato de Italia, por lo que hablaba italiano. Pero para no tener que escribir en italiano todo lo que ella dice o piensa y poner la traducción al lado, pues lo he traducido ya directamente al español.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Prólogo: La huida



Anielle, Digrin.

Podía oír el chocar de las piedras unas con otras.
Lograba percibir los pasos que se acercaban cautelosamente.
Sabía que cada vez estaba más cerca, y su mente comenzó a pensar con rapidez. Quería alcanzar la daga de su cinturón, pero temía hacer el más mínimo ruido que delatara su posición. También intentaba no respirar. Prácticamente se estaba quedando sin aire, y sentía una enorme presión en sus pulmones. Pero sabía que si la descubrían sería mucho peor que morir ahogada. Estaba al tanto de las terribles torturas que sometían a los que osaban rebelarse contra su gobernador. Y ella se había rebelado en todos los sentidos.
La habían buscado por todo el reino de Herielle, y al no encontrarla, habían decidido expandir su búsqueda más allá de los mares y océanos. Por suerte, ella era más astuta y veloz, y siempre se escurría de los que intentaban detenerla.
Pero todo apuntaba a que, en aquella ocasión, las cosas iban a cambiar.
Los pasos se detuvieron, y, con cierto temor, la rebelde descubrió que aquella persona ya estaba tras ella. De poco le serviría seguir escondida tras la enorme roca de aquella playa de rocas. Seguramente ya la había descubierto.
Con un rápido movimiento —que podía conllevar unas terribles consecuencias— se levantó del suelo y extrajo la espada de su cinturón, apuntando hacia aquel que había logrado adivinar su escondite. Su cabello negro y extremadamente húmedo le golpeó en la cara ante aquel brusco movimiento, y pudo oler el repugnante hedor de algas y pescado podrido que desprendía.
Lanzó un respingo cuando descubrió a una figura cubierta por una túnica morada con capucha, la cual provocaba que su rostro se escondiera en las sombras.
Usted es... —no logró terminar la frase, pues aquello no se lo esperaba.
La figura alzó la cabeza, dejando al descubierto un rostro pálido como la cal, adornado por una diminuta nariz y unos enormes ojos redondos sin rastro de blanco a su alrededor; únicamente poseía un iris azul cielo y una gran pupila en el centro de éste.
Sonrió a la muchacha, que aún sujetaba la espada con desconfianza.
Tras unos segundos de silencio absoluto, la joven bajó el arma.
Todo aquel viaje, todos los peligros que había corrido... al final, habían valido la pena.
La voz del ser misterioso sonó como una dulce melodía en sus oídos. Ella entendía el idioma, si no, no serviría de nada estar ahí. Se dejó llevar, sin sorprenderse de que su guía ya supiera lo que había ido a buscar. No se podía esperar menos de una sacerdotisa.


La Tierra, Italia.

«Mierda —pensó—. Mierda, mierda, mierda».
Salió de su escondite —localizado detrás de un árbol— y empezó a correr medio agachada, alejándose de las voces que la llamaban.
¡Eh! ¡Está ahí! —gritó alguien de repente.
Saltó varias raíces que obstaculizaban el camino, pero no tropezó con nada en ningún momento, a pesar de la velocidad a la que iba y de la torpeza que poseía. Sabía que si la cogían ya no habría nada que hacer. Era su última oportunidad para escapar de aquel horrible orfanato.
Se tiró al suelo rápidamente en cuanto descubrió a una de sus cuidadoras buscándola a varios metros de ella. Por suerte, no la había visto. Se arrastró ayudándose de los codos y las rodillas, procurando no levantar mucho la cabeza y sobresalir del matorral que la ocultaba. En esa posición parecía un soldado de guerra. Lo único que le molestaba era la bandolera que llevaba en el hombro. Pesaba un poco, a pesar de que se había encargado de no llevarse muchas cosas por si acaso tenía que presenciar una persecución. Pero lo poco que se había llevado pesaba bastante.
Cuando la cuidadora ya se había alejado por entre los árboles, la fugitiva se levantó y siguió su camino a pie, sin dejar de observar a su alrededor a la busca de algún movimiento extraño. Siguió ese ritmo un par de minutos, hasta que se convenció a sí misma de que la habían dejado de buscar. Entonces empezó a correr de nuevo, sorteando los obstáculos con ligera torpeza.
Miró hacia atrás, desconfiada. Era imposible que ya se hubieran dado por vencidas. Pero el sonido de un coche alertó todos sus sentidos. Volvió la cabeza rápidamente y sonrió con satisfacción. Nunca antes se había alegrado tanto de ver una carretera de asfalto. A ella, a quien le gustaba tumbarse en la hierba y observar el cielo durante todo el día, con la música de los pájaros de fondo. A ella, a quien le desagradaban las bocinas de esos horribles trastos que desprendían tanta contaminación a la atmósfera.
Ahora, a ella, la llenaba una indescriptible sensación de felicidad. Comparaba aquel momento con el de cuando dan un premio Nobel. Porque sí, sentía que había conseguido su propósito: ser libre. Para siempre.
Y de repente, todo se esfumó. Su cara de felicidad se transformó en sorpresa, horror e histeria. Se había visto obligada a detenerse por culpa de unas manos que le aferraban el brazo izquierdo con fuerza. Desvió su mirada hacia aquel que había conseguido atrapada.
No... —murmuró.
Sí, Melissa —dijo la mujer que la tenía apresada.
Alta, rellenita, de pelo pelirrojo y muy grasiento, ojos oscuros y expresión de indescriptible placer. Si la hubiera encontrado cualquier otra persona no le hubiera importado tanto. Pero ella... Ella no.
Cinzia... —logró susurrar Melissa. De repente, reaccionó y empezó a retorcerse entre los brazos de aquella basta mujer—. ¡No, Cinzia! ¡Déjame, por favor! ¡Quiero irme!
¡No tienes a dónde ir, Melissa! —replicó Cinzia—. ¿Es que no lo entiendes? Todo esto lo hacemos por tu bien; el mundo es muy cruel. ¡Allá fuera no sobrevivirías!
Pero sería más feliz que aquí —dijo Melissa mostrando una expresión enfurecida—, encerrada en un orfanato que casi se cae a pedazos.
¡No permitiré que te vayas!
¡¡No podrás evitarlo!! ¡¡¡ESTA VEZ NO!!!
Y logró liberarse. Presa de la euforia, Melissa echó a correr con desesperación, oyendo los gritos de Cinzia a sus espaldas. Pero algo salió mal en sus cálculos. Su torpeza salió a la luz al fin en el peor de los momentos. Se enredó el pie en una raíz que sobresalía sobre la tierra y cayó cual larga era sobre el montón de hojas secas y doradas que había en el suelo.
¡Melissa!
Los sonidos se atenuaron, las formas cambiaron, y un mareo misterioso envolvió a Melissa, que tuvo que cerrar los ojos levemente, pues los párpados le pesaban. Sintió movimiento bajo su cuerpo, y una ligera brisa sobre su rostro. Algo estaba cambiando. Melissa lo percibió.

sábado, 17 de diciembre de 2011

Libro 1: La Séptima Estrella

Anielle, un mundo habitado por la magia y los hermosos paisajes. Un mundo perfecto, si no fuera por la gran guerra que se está procesando. El primo del difunto rey de Herielle se autoproclama gobernador y decide expandir su territorio por todos los reinos y océanos. Todo lo quiere para él y mata a sangre fría a aquellos que se interpongan en su camino. Muchos deciden vivir bajo su custodia, pero otros pocos no se rinden tan facilmente y forman la Séptima Estrella, un grupo de gente dispuesta a luchar por sus derechos.

Melissa vive en Italia, tiene quince años y es huérfana. No soporta estar encerrada en un orfanato toda su vida, por lo que planea escapar varias veces, todas sin éxito. Un día decide darse una última oportunidad e intenta fugarse de nuevo. Por supuesto, sus cuidadoras se enteran y salen en su busca. Pero Melissa tropieza por error en un portal que la llevará a otro mundo muy distinto a la Tierra; Anielle. Y aunque vivirá allí numerosas aventuras, no todo será tan bonito como ella se espera. Corren tiempos malos en Anielle y hay mucha gente malvada. Al parecer, Melissa tendrá que soportar numerosos problemas que pondrán en peligro su vida.

Por otro lado, una misteriosa mujer de ojos dorados intenta darle caza desesperadamente.

Dos bandos.
Una terráquea perdida en otro mundo.
Un valiente joven.
Muchos secretos que descubrir.

viernes, 16 de diciembre de 2011

Bienvenidos sean, futuros lectores

Uff, qué nervios. Bueno, venga, vamos allá:


Primero lo primero. Hola gente, me llamo Ana y mi sueño desde que tenía entre 6 o 7 años es ser escritora. Sé que es un mundo complicado, pero al menos quisiera intentarlo. Y como aún soy una novata y bastante torpe, pues voy a colgar una de las novelas que me rondan por la cabeza -sí, tengo varias en proceso, un montón; ¿ocho, nueve? Quién sabe- para que me la critiquéis y me pongáis a parir si queréis. El problema es que soy una desordenada sin remedio y tampoco me sobra mucha responsabilidad. Por eso, os aviso de adelantado, algunas veces el blog estará totalmente paralizado. En tal caso, avisaría del por qué ese parálisis momentáneo. Las causas suelen ser las mismas: fuga de la inspiración, exámenes, sin conexión a Internet, momentos de extrema vagancia, falta de tiempo libre, ocupada intentando huir de un castor que intenta matarme con una cuchara de plástico... Cosas simples.

Y bueno, no quiero enrrollarme mucho. Supongo que ya habréis visto la descripción del blog y vuestra mente habrá empezado a cavilar sobre de qué puede ir esta novela. Y como me encanta tener a la gente con el ceño fruncido y rebanándose los sesos en busca de la respuesta a una pregunta autoformulada, aquí os lo dejo. Dentro de poco subiré el prólogo y el primer capítulo.

Arrivederci!