Miembros de la Séptima Estrella

martes, 29 de enero de 2013

[L1] Capítulo 26: El rapto




Abrí los ojos y observé todo a mi alrededor. Me encontraba en una villa que me resultaba familiar, pero en la que no recordaba haber estado nunca. La gente pasaba ante mí como si realmente no me viera. Yo estaba confusa, e intentaba recordar qué hacía allí. Cuando de repente apareció una fila de hombres con armaduras, desfilando en medio de la calle. La gente se apartaba a su paso, y yo los observaba con curiosidad.
¡Papá!
El último de los hombres, que ya se encontraba delante mío, se detuvo y se giró enseguida que oyó el grito. Una niña salió corriendo y lo abrazó mientras no dejaba de decir papá. Yo miré a la niña con detenimiento. Era muy pequeña, y su cabello castaño tenía ligeras ondas encrespadas, signo de que aún no se había peinado. Me resultó familiar, y al ver sus ojos verdes la reconocí al momento.
Aquella niña era yo.
¡Papá, no quiero que te vayas a la guerra! —decía, llorosa—. ¡Quiero que te quedes conmigo y con mamá!
Pequeña, debo ir —le explicaba el hombre, frotándole la cabeza—. Pero te prometo que volveré.
La niña, se separó un tanto de él, se limpió las lágrimas de los ojos y lo miró.
¿Me lo prometes de verdad? —preguntó muy seriamente.
Claro que sí, hija mía.
La niña lo volvió a abrazar. Volvió a abrazar a su padre. A mi padre. Me fijé en él en cuanto ambos se soltaron del todo y el hombre volvió con la fila. Tenía el cabello muy oscuro, casi negro, y rizado. Sus ojos eran marrones igualmente oscuros. No se parecía en nada a mí. Quizá en la forma de andar, o en la boca. Pero aún así, me costaba encontrar los parecidos.
¡Gabrielle! —llamó alguien.
Me giré inconscientemente, pero luego me di cuenta de que a la que llamaban era a la niña. Esta corrió calle abajo y yo la seguí con la mirada. Se reunió con alguien que estaba frente a la puerta de una casa. Le miré el rostro para intentar reconocerlo, pero lancé un respingo al ver lo que vi.
Aquella persona no tenía rostro ni pelo. Solo una simple cabeza que incluso carecía de orejas. Sabía que era mujer porque tenía figura femenina, pero era imposible reconocerla. Empujó a la niña dentro de la casa y se dispuso a entrar detrás de ella. Pero antes de cerrar del todo la puerta, me miró. Bueno, realmente no podía mirarme, no tenía ojos. Pero se quedó quieta en el sitio, con su rostro desnudo de rasgos en mi dirección. Yo estaba asustada ante aquella escena. Sentía escalofríos por todo el cuerpo y los oídos comenzaron a chillarme. Cerré los ojos y me los cubrí con las manos, pero eso no hacía nada. Presa del nerviosismo, me tiré al suelo de rodillas y grité, aterrada.

Se despertó de golpe, agarrando con fuerza la almohada e incorporándose de un salto. Miró a su alrededor y recordó dónde estaba. La noche anterior, tras reencontrarse con Syna, habían ido al primer hostal que habían encontrado y se habían alquilado una habitación. La única habitación libre que encontraron, pues al parecer hubo un acontecimiento importante en Rihem y las habitaciones estaban casi todas completas.
Aún con el pánico en el cuerpo, se abrazó las rodillas y se pasó la mano por su frente sudada. Todo había sido un sueño, pero le parecía tan real... ¿Sería otra de sus visiones? Le había sorprendido el hecho de ver a alguien a quien llamaba papá, y llegaba a creerse que era él realmente. Nunca había sabido quiénes eran sus padres, por ello en su interior anhelaba poder encontrarlos algún día, si es que estaban vivos todavía. Se estremeció ante aquel hecho. ¿Por qué no iban a estarlo? Enseguida comprendió que era mejor no pensar mucho en ello, así que giró la cabeza hacia la cama de Syna.
Pero allí no había nadie.
La madera del suelo crujió en cuanto los pies de Gabrielle se apoyaron en ella.
¿Syna? —llamó, alarmada.
Sus zapatos aún estaban en el suelo, y su ropa seguía colgada en el cabezal de la cama. La habitación no tenía ninguna otra estancia secundaria, y Gabrielle comenzó a asustarse de verdad. Un pajarito cantó fuera, en la ventana. La joven tornó la cabeza en aquella dirección y enseguida se asomó a la calle, impulsada por una extraña corazonada. Miró hacia todos los lados, pero no había rastro de Syna.
Gabrielle —dijo de repente alguien—. Estoy aquí.
Gabrielle reconoció la voz de Syna, y la reconoció encima suyo. Alzó la cabeza y se encontró con una escena de lo más peculiar. Syna estaba de cuclillas en el tejado, descalza y con los pantalones y la camisa blanca de encaje que llevaba bajo la ropa. Su cabello se movía con elegancia al ritmo del viento, y sus ojos dorados observaban los de Gabrielle.
Syna —habló esta, dejando al descubierto su desconcierto—. ¿Qué haces ahí arriba?
Syna sonrió de lado y se deslizó hacia abajo, posando sus pies sobre el alféizar de la ventana para luego impulsarse al interior de la habitación.
Es una manía que tengo —respondió simplemente.
Una manía un tanto extraña —objetó Gabrielle.
Es algo que no puedo evitar por mi naturaleza —añadió Syna.
¿Con naturaleza te refieres a lo de ser... eso...? —preguntó Gabrielle, sin saber muy bien cómo nombrarlo.
Más o menos.
Sin decir nada más, Syna comenzó a vestirse, consciente en su interior de que no había aplacado la curiosidad de Gabrielle, quien la miraba como esperando algo más. La joven, al ver que Syna no hablaría mucho más sobre ello, decidió adelantarse.
Me gustaría saberlo... No me acostumbraré si no sé el porqué. Reconoce que es... curioso —bisbiseó—. Aunque si no quieres da igual, lo comprendo —sonrió luego.
Seré breve —culminó ella—. Veamos, ¿tú sabes algo de los símbolos de las familias de los brujos?
Gabrielle caviló durante unos segundos, y luego negó con la cabeza.
Cada familia de brujos tiene un animal como símbolo. Desde que un bebé de dicha familia nace, un animal de esa especie está junto a él, hasta el día de su muerte. El brujo puede sentir todo lo que su animal siente, como si pudiera ser el animal y él mismo a la vez. Pero los medio-brujos, al no tener la totalidad de la sangre de un brujo, no podemos tener los nuestros propios, pero a veces sí desarrollamos características de éste que no podemos evitar.
¿Y tú a qué familia perteneces? ¿Al gato? —preguntó Gabrielle, cada vez más animada.
No —contestó Syna, divertida ante la suposición de su compañera—. Al cuervo.
Aquello dejó sin habla a la joven. Su rostro se volvió pálido en un instante, recordando el cuervo que tantas veces había visto a su alrededor. Sintió una sensación extraña en el cuerpo, y se perdió entre sus cavilaciones. Analizó la historia que Syna acababa de contarle y comenzó a atar cabos imprecisos, simples corazonadas. Tuvo que pasar un buen rato hasta que volvió a la realidad.
¿Qué te ocurre? —preguntó Syna, sorprendida ante su reacción.
Syna —dijo Gabrielle mecánicamente—. ¿Has conocido a tu familia de... brujos?
Sus ojos dorados brillaron un instante de una forma distinta.
Sí, mi tío —respondió, escueta—. ¿Por qué lo dices?
¿Y sabes dónde está?
Ya no está, Gabrielle —terminó ella.
La joven comprendió enseguida lo que quiso decir con ello, y dejó de hacer caso a todo lo que se le había pasado por la cabeza.
Lo siento... —murmuró—. No hagas caso a mis preguntas, déjalo estar.
¿Seguro?
Sí, sí, no importa, cosas mías —insistió Gabrielle.
Syna la miró y luego siguió vistiéndose como si nada de aquello hubiese ocurrido.

* * *

La taberna estaba silenciosa y tranquila. Todavía algunos se iban a casa después de una noche de borrachera y fiesta, con dolor de cabeza y los ojos rojizos, tambaleándose por la calle y apoyándose en los muros de las casas. Era temprano por la mañana, y aquella escena era típica de esas horas. Aquella taberna de Rihem era famosa por no cerrar nunca, ni de noche ni durante el día. Ni siquiera en festivos. Se encargaba de ella una familia numerosa, y vivían por y para su trabajo. Hacían turnos y así podían mantener la puerta siempre abierta. Tenían una gran organización, y los habían instruido así desde generaciones atrás.
Al fondo, en una mesa arrinconada, se encontraban tres figuras hablando. Dos de ellas eran grandes, portaban armaduras plateadas y brillantes y bebían una birra de cerveza con varonilidad. La tercera, a pesar de ser más menuda, era la que más destacaba, pues su cabello rubio platino relucía por la luz del sol.
Su entrenamiento continúa en Digrin —decía uno de los dos hombretones, tras haber bebido un sorbo de su birra, al joven rubio—. En unos días saldrá un barco hacia allí, así que tendréis que prepararos enseguida. En el puerto le esperará vuestro próximo maestro.
Koren miró al otro hombre, sentado a su lado. Este observaba la cerveza de su jarra, intentando parecer indiferente a la situación. Era su maestro de espada, el que se había encargado de adiestrarlo hasta entonces.
Creía que no podía cambiarse a un maestro —objetó, sin apartar los ojos de él—. ¿A qué se debe ese cambio repentino?
El guerrero que había hablado en primer lugar miró también al antiguo maestro del joven, con un rastro de tristeza en su rostro. Se pasó la mano por su castaño cabello y caviló qué podía responder.
No preguntes tanto, chico —saltó de repente el maestro—. Las cosas pasan, y ya está. Tu nuevo maestro sabe mucho más que yo, así que no te preocupes por tu entrenamiento, lo hará mejor de lo que yo lo hice. Solo intenta no ser tan impertinente como lo eras conmigo, porque puede que él no tenga tanta paciencia.
Inmediatamente, el hombre se llevó su jarra a los labios, se bebió toda la cerveza en un par de sorbos y la dejó en la mesa con un sonoro golpe. Sacó unas monedas de su bolsillo, las dejó al lado del vaso vacío y luego se levantó y se fue sin añadir nada más. Ambos, el joven y el guerrero, se quedaron en silencio unos instantes, observando cómo el maestro de espada se alejaba por la calle.
Ha ocurrido algo malo, ¿verdad? —dijo Koren.
Así es —contestó el guerrero tras un suspiro.
¿Le han quitado el título o lo han condenado por algo?
Ninguna de las dos cosas, joven —respondió el guerrero, atrayendo toda la atención de Koren. Al ver el interés del chico, decidió contárselo—. Su mujer ha muerto por una enfermedad mientras él estaba con usted entrenando en el bosque. Se ha sentido culpable por no haber podido estar con ella en su lecho de muerte, y ha decidido dejar su trabajo de maestro y cuidar de sus dos hijos, de cuatro y seis años.
Vaya... cuánto lo siento por él —comentó Koren, apenado.
Bueno, antes de irse su mujer ya estaba mal, pero ella se lo ocultó para no preocuparle. Incluso yo sabía de ello. Él era el único que no conocía la verdad.
Su mujer era muy buena, la recuerdo —caviló Koren—. Cuando era pequeño, preparaba pastelitos para el maestro y a mí me gustaban tanto que me los iba comiendo a escondidas. Al enterarse de ello, su mujer me preparaba todos los días otra cesta de pastelitos para mí. Estaban riquísimos.
Sí, yo también los probé. Era una cocinera estupenda.
Se quedaron de nuevo en silencio, pero no duraron demasiado.
Hay otra cosa —añadió el joven—. ¿Por qué debo ir a Digrin? Nunca había oído que el entrenamiento de nivel A se hiciera allí.
Yo tampoco lo sé, a mí solo me lo han comentado para que le informe, nada más. Supongo que otro cambio de leyes.
Están cambiando demasiadas leyes. Me huele raro. —Se quedó mirando a través de la ventana, hacia el cielo que comenzaba a nublarse—. A veces creo que no debería presentarme para ser un guerrero de Gouverón completo.
¿Por qué dice eso? Debe honorar a sus padres, ¿no lo recuerda? —saltó el guerrero, escandalizado.
Lo sé, pero... —Se paró en seco y luego sacudió la cabeza—. No tiene importancia, son cosas mías. —Se levantó enseguida e inclinó la cabeza a modo de reverencia—. Debo irme ya. Buen día y gracias por informarme.
Buen día —correspondió el guerrero, tras observar a Koren un rato, cavilando sobre lo que acababa de confesarle.
El joven salió de la taberna con paso ligero. Aún percibía los olores de la noche de borrachera, y le incomodaban. Odiaba el aroma y el sabor del alcohol, y tenía claro que de mayor bebería lo más mínimamente posible.
Solo poner un pie en la calle, alguien lo llamó.
¡Koren! —exclamó una voz femenina.
El joven se volvió y descubrió a Inya apoyada en el muro de la taberna. Parecía que había estado esperando a que saliera.
¿Inya? ¿Qué haces aquí? —preguntó él, extrañado.
Inya se acercó a él con lentitud y sin perder su perfecta postura en ningún momento. Como dama de sangre noble, la habían instruido duramente para que siempre mostrara un porte elegante y de señorita. Y aunque intentaban que su belleza impusiera, nunca lo conseguían, pues su rostro relleno de pecas le aportaba una niñez y fragilidad imposible de esconder.
Estaba esperando a que salieras —dijo, retorciendo sus dedos con timidez—. Me han dicho que te irías a Digrin y que te encontrabas en la taberna confirmándolo, así que he pasado por aquí.
Ya veo —sonrió Koren—. Supongo que volveremos a estar una temporada sin vernos ni nada...
La expresión de Inya le obligó a callarse. La muchacha no mostraba tristeza, ni siquiera resignación. Solo sorpresa.
¿No te han comentado nada sobre eso? —preguntó, sin salir de su asombro.
¿Sobre qué? —saltó Koren, confundido.
Inya suspiró, comprendiendo que, en efecto, no sabía nada.
Ambos tenemos diecisiete años, y tú pronto alcanzaras la mayoría de edad —comenzó—. Mis padres y tu hermano opinaron que ya habíamos pasado mucho tiempo juntos como prometidos, y al saber lo de que debías irte a Digrin, decidieron que yo también iría contigo. Simplemente porque creían que sería una buena idea no separarnos cuando se está acercando la fecha de la unión.
¿Ya hay fecha de unión? —interrumpió Koren.
No, en absoluto —respondió Inya, enrojeciendo con solo pensar en la idea—. Aún no se ha llegado a un acuerdo, pero dicen que no será muy tarde...
Yo no sabía nada de todo esto —comentó Koren.
Es posible que decidieran no decírtelo para que te concentraras plenamente en tu entrenamiento.
Pero aún así... —Las campanadas de la torre de Rihem interrumpieron su voz. Koren alzó la cabeza hacia el reloj de sol y luego volvió la atención de nuevo hacia Inya—. No importa. Lo siento, pero debo irme ahora.
Vale —musitó Inya, sonriendo débilmente.
La joven se quedó observando cómo Koren desaparecía por entre el gentío de la calle. Pensó en la conversación que acababan de tener. Al nombrar lo de la fecha de unión, él se había puesto muy nervioso, y aquello la había inquietado.
Tres veces gritaron el nombre de la joven y esta solo se dio cuenta cuando sintió que alguien le tocaba el hombro. Se giró rápidamente y vio que se trataba de su criado, David.
¡Qué susto! —exclamó Inya.
Llevaba llamándote un buen rato —dijo él—. En cualquier caso, tenemos que hablar de algo.
La cara de preocupación que mostró alarmó a Inya.
¿Es algo malo? —preguntó.
No es algo bueno —aclaró David solamente—. Es algo de lo que habla la gente. —En seguida le tomó la mano y la arrastró a un rincón—. Ven, es mejor que no nos oiga nadie.

* * *

Los rayos de sol por sus párpados, consiguiendo que se despertara. Sus ojos se abrieron lentamente y con pereza. Había dormido demasiado bien aquella noche. Quiso volverse hacia el otro lado para que no le molestara tanto la luz que penetraba por la ventana, pero al intentar hacerlo, se encontró con un obstáculo. En su cama había alguien más. Giró la cabeza todo lo que pudo y lo primero que vio fue el rostro de Crad. Asustada, se incorporó de un salto y se quedó sentada en el otro extremo de la cama, observando cómo su compañero dormía. Tenía una expresión pacífica, y no parecía que el movimiento de Melissa lo hubiera despertado. Aun así, la joven no estaba tranquila. Rememoró lo que había pasado la noche anterior. Recordó que, tras consolar a Crad, se dio cuenta de que tenía muchísmo sueño. Después de ello no recordaba nada más, solo haber cerrado los ojos un instante y ya no volverlos a abrir hasta entonces. Comprendió que aquello se debía a que había estado noches sin dormir bien o nada en absoluto. Maldijo para sus adentros, pero al apoyar la mano en el marco de la ventana, sintió un tacto extraño. Miró hacia allí y descubrió una madera negruzca, como si hubiera estado quemándose sin consumirse del todo. Luego echó un vistazo al resto de la casa, que con la luz solar podía verse mejor. Lo que vio la sorprendió.
Se había cubierto las paredes de la casa con una pintura blanca casi en su totalidad, pero aun así podían descubrirse trozos negros, como si se hubieran quemado. Sobre todo en el suelo. Entendió entonces qué casa era aquella.
Solo podía ser la de Crad y su familia, el lugar donde murieron sus padres y Chiara.
Con los ojos abiertos como platos, se agarró de la camisa con fuerza. Le pareció oír los gritos de terror que Crad había descrito en su historia. Le pareció ver el fuego lamiendo las paredes, dejando aquellas marcas. Y luego la pinza azul del pelo, allí encima de la mesa. Todo su cuerpo se estremeció ante aquellos pensamientos. Pero la sensación no tardó en desvanecerse al oír un sonido afuera. Sobresaltada, se asomó por la ventana. Su cuerpo palpitó con más fuerza, creyendo que era algún bandido, cuando oyó un chillido que provenía de debajo suyo. Miró hacia allí y se encontró con un pequeño hurón de pelaje color crema que la observaba con sus ojitos negros.
Vaya, ¿eras tú? —susurró Melissa, sonriendo—. Me has dado un buen susto, pequeñín.
De pronto se oyó el chasquido de una rama romperse. La joven se alteró y le pareció ver una sombra que se escondía en la esquina de la casa. Con el ceño fruncido, se metió hacia dentro y, saltando a Crad, decidió ponerse las botas, coger la bandolera y salir al exterior. Antes de abrir la puerta, sacó una daga, y luego, muy cautelosa, miró bien si había alguien o no antes de salir. Al asomarse del todo, se dio cuenta de que no había nadie, pero no queriendo confiarse, quiso aventurarse a rodear la casa. Empuñando la daga, con la punta afilada señalando delante suyo, caminaba fijándose en el más mínimo detalle. Antes de dar la vuelta a la esquina, decidió asomarse poco a poco para asegurarse. Pero de repente una sombra saltó frente a ella. Melissa gritó y dirigió el arma hacia la sombra en un autoreflejo.
¡Eh! —se quejó él, echándose un tanto para atrás—. ¡Cuidado, podrías hacer daño a alguien con eso!
Melissa se quedó mirando al chico con detenimiento. Llevaba una camisa blanca con botones solo en la parte de arriba que estaban desabrochados, dejando al descubierto la mayoría de su pecho. Era muy alto pero algo delgaducho. Su cabello era rubio oscuro y sus ojos negros, apenas se le diferenciaba la pupila del iris. No lo conocía de nada, pero le pareció familiar.
¿Quién demonios eres tú? —preguntó, inquieta.
No creo que nos quede mucho tiempo para presentaciones formales, señorita —dijo el chico, haciendo una mueca de disgusto—. Lamento informarle que debe venir conmigo si quiere mantenerse con vida.
¿Qué tonterías estás diciendo?
La verdad —simplificó. Luego bajó los ojos hacia la camisa de Melissa—. Una noche loca, ¿no?
¿Qué...? —dijo la joven, confusa. Al mirar abajo se dio cuenta de que algunos de los botones de la camisa estaban abiertos, dejando al descubierto su sujetador. Enrojeciendo de repente, se los cerró rápidamente. Luego miró fijamente al chico—. ¡¿Y tú por qué miras?!
Porque llama la atención —sonrió él.
Aquello puso más nerviosa todavía a Melissa.
¡¿Pero qué clase de respuesta es esa, pervertido?! —exclamó, indignada.
¿Melissa? —dijo alguien tras ella.
La joven se giró al instante, encontrándose con Crad. Se veía a simple vista que acababa de levantarse a toda prisa, posiblemente al oír los gritos de Melissa.
¿Quién es ese tipo? —preguntó Crad, mirando a la muchacha.
¡No lo sé! ¡Ha aparecido aquí de repente y ha empezado a decir cosas raras! —exclamó ella.
Oye, me estás ofendiendo —comentó el chico misterioso.
Melissa lo fulminó con la mirada. De repente el hurón que antes había visto vino corriendo hacia el chico rubio y subió por sus pantalones hasta su brazo, para luego seguir escalando hasta llegar a sus hombros y acomodarse allí. El chico hizo como si aquello no hubiera ocurrido y siguió sonriendo. No había dejado de sonreír desde que Melissa lo había encontrado. Súbitamente, sus ojos negros se dirigieron hacia el horizonte. Se concentró en algo que parecía ver allí, ignorando por completo a Crad y a Melissa, que lo miraban como si se tratase de un loco. Cuando volvió la atención hacia ellos, seguía sonriendo.
Bueno, pues basta de explicaciones. Ya llega la gente —dijo como si nada.
Tanto Melissa como Crad se asomaron hacia donde él había estado observado para comprobar lo que él había dicho. Al cabo de unos segundos aparecieron varios caballos, dos de ellos en cabeza de los demás. Iban directos hacia ellos. Uno era blanco y lo montaba un hombre con armadura y sin casco, con sus cabellos rubio platino al viento. El segundo era completamente negro y lo dirigía una mujer pelirroja y de orejas puntiagudas que enseguida reconocieron.
Senlya —dijeron al unísono.
¿Además los conocéis? Esto sí que es cortesía —comentó el chico rubio.
Y el otro es Bowar, el tipo que... mató a Clarysse —recordó Melissa, ignorándolo.
Me buscan —susurró Crad.
¡Error! —gritó el chico, sobresaltando a los dos—. Os buscan a ambos. —Antes de que ninguno pudiera replicar nada, siguió hablando—. ¡Y ahora no hay tiempo! ¡Nos vamos!
Dicho esto se tiró encima de ellos. Melissa y Crad comenzaron a sentir un misterioso mareo que la joven comparó con el momento en que había llegado a Anielle. Al volver a abrir los ojos solo vio hierba altísima como la del valle donde la noche anterior Crad y ella habían estado. El chico rubio estaba encima de los dos jóvenes. Al intentar incorporarse, mostró una mueca de dolor que Melissa vio. Esta enseguida pensó en el arma que todavía llevaba en la mano.
¿Te he herido? —preguntó, asustada.
Él negó con la cabeza.
Tu maldito colgante.
Melissa miró hacia abajo y descubrió que la piedra celeste de su colgante brillaba con fuerza, y en el pecho descubierto del chico rubio había aparecido una marca de quemadura que antes no estaba. Frunció el ceño, extrañada al ver aquello.
¡Eres un brujo! —saltó Crad junto a ella.
El chico se puso de pie de un salto, y tiró de los brazos de los dos muchachos, haciendo fuerza para levantarlos del suelo.
Oh, vaya, qué sorpresa, soy un brujo —canturreó mientras—. Tendría que estar muerto, sí, pero no lo estoy. Y al contrario de lo que creas, chico —dijo dirigiéndose a Crad—, no voy a mataros y comeros como cuentan por ahí. Es más, voy a salvaros el pellejo porque ese es mi deber. Bueno —añadió mirando a Melissa esta vez—, realmente mi deber solo es salvar a la chica, pero ya que tenéis una bonita conexión, te llevo a ti también. Agradéceselo luego, Crad. ¡Y ahora corred, que pesáis mucho y no he podido enviarnos muy lejos!
Habiendo terminado de hablar, tiró de ellos, obligándolos a correr por el valle, que en efecto se trataba del de las medusas. El hurón seguía enroscado en su cuello, no se había caído en ningún momento. Parecía acostumbrado a los movimientos bruscos. Crad se deshizo de su mano y corrió por él mismo, mostrando su descontento. Melissa no pudo hacer eso, pues el chico la cogía tan fuerte que casi le hacía daño. Se miró su colgante, el cual seguía brillando tan intensamente como antes. Miró luego al joven rubio y se preguntó si tendría algo que ver con el extraño comportamiento de la piedra.
Corrieron hasta esconderse entre una pequeña arboleda repleta de árboles de todos los tamaños. El chico rubio no soltó a Melissa en ningún momento, y esta empezaba a quejarse de la presión que ejercía alrededor de su brazo cuando alguien la cogió por detrás y tiró de ella. Un caballo emergió de las sombras y cogió a Crad también. El joven rubio seguía sin soltar a la muchacha, y sus ojos comenzaron a brillar de una extraña forma. De repente, Melissa vio cómo el que había atrapado a Crad le colocaban un pañuelo en la boca a este. Comprendió enseguida qué era, pero antes de que pudiera reaccionar, apareció en escena un tercer hombre montado en su respectivo caballo. Este no vaciló y le golpeó la cabeza al chico rubio con un grueso y largo palo, parecido a una especie de lanza. El joven cayó inconsciente al suelo, soltando a Melissa. De repente, el hombre que la había cogido le colocó otro pañuelo en la boca, tapándole la nariz también. Un fuerte olor le subió a la cabeza y enseguida la adormeció. No pudo evitar cerrar los ojos, rendida ante los efectos de la sustancia que empapaba el pañuelo.

* * *

Syna se había puesto nerviosa nada más salir de la habitación del hostal. Le había dicho a Gabrielle que debían partir cuanto antes hacia el sur, y ni siquiera habían desayunado, por lo que el estómago de Gabrielle había gruñido todo el trayecto. No comprendía las prisas de su compañera, pero no replicó, pues se la veía preocupada. Confío en su instinto, y fueron a parar en la cima de una pequeña colina salpicada de árboles. Bajo esta se elevaba una pequeña casa pobre que tenía todas las pintas de estar abandonada.
Está ahí —había murmurado Syna, concentrada.
¿La chica a la que buscas? —había preguntado Gabrielle.
No obtuvo respuesta alguna, es mas, Syna se quedó mirando la casa, concentrada. Gabrielle, al intentar adivinar en qué se fijaba tanto, descubrió un chico de cabello rubio oscuro que revoloteaba por alrededor de ella. Luego una chica se había asomado por la ventana, y el chico se había escondido. Pero la joven pareció haberlo percibido, porque salió de la casa. Se encontraron los dos, pero aunque al principio la joven desconfiaba, ambos entablaron una conversación —no muy amistosa, todo cabe decirlo— y luego había aparecido un segundo chico. Al cabo de unos segundos se oyó un tremendo estruendo, y no se tardó en ver a varios caballos galopando hacia los tres jóvenes. Entonces, el rubio se había tirado encima de los otros dos y se habían evaporado en el aire.
¿Qué...? —había dicho Gabrielle, confusa.
No puede ser —había susurrado Syna, más para sí misma que para su compañera—. Es él.
¿Quién? —había preguntado Gabrielle, todavía pasmada por lo que acababa de presenciar.
Syna la había mirado durante un largo rato, y la joven había podido ver en sus ojos un rastro de nostalgia.
No importa —culminó, sacudiendo la cabeza y levantándose del suelo—. El caso es que la chica la ha encontrado otra persona con la que estará a salvo.
Aunque aquello no había sido suficiente información para Gabrielle, no quiso preguntar nada más.
Ya habiéndose levantado del suelo, se dispuso a caminar junto a Syna, quien parecía volver a Rihem, aunque con la cabeza gacha y cavilando. Sin querer, Gabrielle tropezó antes de llegar a la altura de su compañera, y casi cayó encima suyo, pero solo le rozó el brazo. Se desplomó al suelo y suerte de que se apoyó con las manos, que si no se hubiera dado de frente contra él. Iba a disculparse y a quejarse de lo torpe que era, cuando Syna lanzó un gemido de dolor. Volvió su mirada hacia ella, interrogante. Su compañera se cogía la mano y se la miraba con horror. Le había aparecido una quemadura de repente, y al parecer le dolía. Alzó sus ojos dorados hacia Gabrielle y se empezó a poner nerviosa.
¿Qué ha pasado? —preguntó Gabrielle incorporándose de pie rápidamente.
Syna miró hacia su cinturón.
¿Qué tienes ahí? —se apresuró a interrogar.
Gabrielle miró su cinturón y sacó su daga.
Solo tengo esta daga —murmuró.
¿De dónde la has sacado?
No lo sé, me la dio un hombre —respondió, asustada por la ansiedad que percibía en Syna y sus preguntas.
¡¿Qué hombre, Gabrielle?! —gritó, sin moverse del sitio.
Súbitamente, se levantó un fuerte viento helado que caló en la piel de Gabrielle. Solo ver la expresión de Syna, supo que lo había provocado ella inconscientemente.
¡No lo conocía de nada! —exclamó, aún más alarmada que antes—. ¡Era un mendigo que un día me lo dio así como así!
¿Cómo era el mendigo?
Viejo, parecía viejo, pero casi no se le veía la cara. Creo recordar que tenía canas, muchas canas. Y los ojos muy claros, como los de un ciego. No logro recordar mucho más. —Observó el rostro desencajado de Syna y se puso tensa de repente—. ¡No creí que fuera tan malo! ¡Tampoco pude oponerme! —profirió.
Se hizo un silencio entre ambas. Syna se dio cuenta de su conducta y de lo que ello había conllevado. Cerró los ojos y respiró hondo hasta que aquella helada ventisca se hubo calmado. Al volver a abrirlos, estos se dirigieron a su compañera sin mostrar ninguna expresión de nuevo, como siempre.
No importa. Esa daga no es nada malo. Al contrario, guárdala bien. Es muy valiosa y la vas a poder necesitar algún día.
Al terminar de hablar, miró su mano de nuevo, marcada por la quemadura. Gabrielle la observó, interrogante. Sentía que no iba bien, que Syna le ocultaba algo importante. Pero no quiso preguntar más, pues creyó que ya sabía suficiente de ella y no quería curiosear. Gabrielle confiaba en que si ocurriera algo malo, Syna se lo comunicaría enseguida.

sábado, 19 de enero de 2013

[L1] Capítulo 25: Confesiones (Segunda parte)



Medusas. Sí, aquello era lo que volaba a su alrededor; azules, transparentes y brillando como estrellas. Sus delgados hilos sacudían el aire y la transparente capa que rodeaba sus cabezas se movía bruscamente para poder desplazarse. Porque no nadaban. Volaban. Era como estar en medio del océano. Era algo... inexplicable.
¿Qué? —saltó Crad de repente.
Melissa tardó en reaccionar. Se había quedado completamente maravillada ante aquella escena tan surrealista.
Medusas. ¡Son medusas! —exclamó, cada vez más emocionada.
Crad rió ante la deducción de Melissa.
No, en absoluto. Las medusas nadan en el océano, no vuelan sobre un prado —objetó—. Estas se parecen a las medusas... pero no son iguales, como puedes ver.
¡Pero no tiene sentido! Esto es... ¡imposible! —decía. Estaba nerviosa, pues todo aquello le resultaba más que extraño.
Cuesta creer, pero así es —sonrió Crad, colocándose junto a Melissa, y alzando la cabeza hacia aquellos extraños seres—. Sólo ocurre unas pocas noches al año. La primera vez que las vi era muy pequeño, y desde entonces sólo las he vuelto a ver dos veces más, contando esta. Un total de tres veces.
Son preciosas... —susurró Melissa.
Una pequeña medusa le pasó justo delante, y la joven, fascinada por su belleza y luz azulada, quiso tocarla. Pero antes de que llegara a rozarla, Crad le agarró del brazo y lo apartó del animal con fuerza.
No lo hagas —advirtió, muy serio—. Intentan seducirte con su belleza, pero no las debes tocar
¿Por qué? —preguntó ella, asustada.
Liberan una especie de ácido como defensa. Un ácido tan fuerte que puede llegar a derretirte la mano entera. Así que también te aconsejo que no grites mucho, por si acaso las alteras.
El rostro de Melissa se tornó pálido en un instante. Sus ojos se agrandaron, y sus rodillas temblaron.
Sácame de aquí —pidió, urgente—. Sácame de aquí, por favor.
Crad rió por lo bajo.
No pasa nada, nunca antes me han hecho nada. Solo debes mantener la calma.
Pero...
Mel —dijo Crad, cogiéndola de los hombros—. Tranquilízate y disfruta del momento. Como ya te he dicho, muy pocas veces se dejan ver.
Pasaron unos segundos durante los cuales ambos se miraron el uno al otro fijamente. Al final, Melissa cedió. Crad sonrió y se sentó en la hierba, por lo que Melissa lo imitó, acomodándose a su vera. Los dos se mantuvieron en silencio, observando el espectáculo con atención. A ninguno de los dos les importó no hablarse. Por sus mentes pasaron miles de pensamientos de todo tipo. Cada uno con sus cavilaciones, sonreían sin darse cuenta. Una ligera brisa acarició sus cabellos, y las medusas también se agitaron un tanto, allí suspendidas en el aire como estaban. Por un momento, Melissa creyó que liberarían el ácido sobre sus cabezas, pero al ver que no pasaba nada, se tranquilizó. De repente, entre todas aquella luces azuladas, los ojos de la joven se posaron en la esfera celeste, identificando enseguida la constelación de la Osa Mayor. Su mente regresó a la Tierra, su mundo natal, y varias inseguridades la acometieron. Miró a Crad con disimulo y se pensó lo que iba a hacer. No podía ocultarle algo de tanta importancia mucho tiempo más, y consideró que aquel era el momento adecuado. Debía decirle de dónde venía, debía contarle toda la verdad, se lo creyese o no. Porque si por casualidad se enteraba en boca de otros, podría ser mucho peor. Así que, tras tragar saliva, habló:
Crad. —El interpelado volvió la cabeza hacia Melissa—. Tengo que confesarte algo.
Había sonado extraño, pensó Melissa después de haberlo dicho. El joven hizo una mueca de curiosidad y realizó un gesto con la cabeza para que siguiera. Melissa se quedó en blanco, ordenando su mente. Sabía que se lo tenía que decir, pero no sabía cómo. Suave pero sin rodeos, detallado pero sencillo de comprender. Sin saber cómo salir, se había encerrado ella misma en un callejón sin salida. Se maldijo a sí misma en su interior, y como escusa de despiste, se fijó en una pequeña cría de esas medusas-lámpara-pájaro —ese era el nombre que había ideado para ellas— que justo pasaba entre los rostros de ambos. Era tan bella y sencilla, tan pequeña y brillante al mismo tiempo.
¿Estás? —preguntó Crad.
Melissa volvió a la realidad, y rió nerviosamente. Miró fijamente los ojos color avellana de Crad y sonrió. Ambos sonrieron, y en aquel instante sintieron algo se unía entre ellos, una especie de cinta invisible que los rodeaba a los dos, conectándolos. Comprendieron que aquellos pocos días habían servido para establecer una nueva amistad, y que la confianza entre ellos dos estaba a punto de ligarse por completo.
Ninguno de los dos contó el tiempo que estuvieron así, incluso Melissa se había olvidado de lo que tenía que confesarle. No se sentían incómodos ni tensos en absoluto, y aunque no lo reconocieran, a ambos les gustó ese momento de paz. Parecía como si sus corazones hubieran dejado de latir, y nada existía a su alrededor, ni siquiera las medusas-lámpara-pájaro. Fue un momento que siempre recordarían, pero que el azar quiso romper bruscamente.
El grito de una mujer alteró a los animales que volaban, los cuales se estremecieron un tanto más que cuando había soplado la brisa. Algunas medusas más pequeñas y lejanas a los jóvenes soltaron un líquido amarillento que calló sobre la hierba para luego provocar un susurro escalofriante.
Melissa y Crad, alertados, volvieron la mirada hacia el lugar de origen del sonido. Ninguno habló, pero ambos se levantaron a la vez, y esquivando a los animales brillantes como pudieron, llegaron a su destino, descubriendo allí una salvaje escena.

* * *

El guerrero tenía su lámpara de aceite encendida junto a los papeles sobre los que escribía. Aunque la noche ya era cerrada, él seguía trabajando. Su pluma no cesaba de moverse ni su cabeza de pensar. Se pasaba la mano por la frente, echando hacia atrás su cabello rubio platino. Estaba tan concentrado, que tuvieron que llamar tres veces a la puerta de su habitación —con sus respectivas pausas— para que él lo oyese. Rápidamente, escondió los papeles en un cajón y cogió su espada para escondérsela a su espalda, por si acaso. Abrió la puerta con inseguridad y muy lentamente, con un solo ojo por la rendija que iba agrandándose poco a poco. Al principio no vio nada. Todo estaba oscuro a excepción de la línea de luz que él creaba abriendo la puerta. Pero en cuanto la línea de luz alcanzó una sombra que no se desvanecía, descubrió que allí había alguien con ropa negra. En lugar de inquietarse, como cualquier otro hubiera hecho, se tranquilizó. Conocía a poca gente que llevara capas negras de terciopelo. Resoplando, dejó la espada a un lado.
Es muy tarde para que estés aquí —opinó en voz baja.
Es importante, Bowar. ¿Puedes dejarme pasar? No me siento segura hablando en el pasillo de un hostal —contestó ella.
Bowar asintió y abrió la puerta del todo para que pudiera pasar. Su capa negra de terciopelo susurró al caminar. La puerta se cerró y los dos se quedaron solos en la habitación, sin peligro a que alguien los escuchara, mientras hablasen en voz baja.
¿Cómo de importante es para que irrumpas a altas horas de la noche en mi propia habitación? —preguntó el guerrero, con una sonrisa amable en el rostro.
La persona que había entrado se tiró la capucha hacia atrás. Sus puntiagudas orejas quedaron al descubierto, permitiendo identificar la especie a la que pertenecía. Las líneas doradas de sus ojos marrones brillaron con más fuerza que un día normal a causa de la llama de la lámpara de aceite. Su cabello pelirrojo y ligeramente ondulado estaba oculto casi en su totalidad bajo la capa, pues era demasiado largo y llamativo para tenerlo al descubierto.
Es muy importante —puntualizó Senlya—. Sabes que si no lo fuera no te hubiera molestado en la noche del nombramiento de tu hermano, aunque tampoco creo que estuvieras durmiendo mucho —añadió, mirando de reojo hacia el cajón mal cerrado del escritorio donde reposaba la lámpara de aceite a medio consumir—. El caso es que acaba de llegarme un mensaje de uno de mis espías.
Dicho esto, sacó de debajo de la capa negra su mano derecha, la cual tenía cogido un pergamino enrollado. No se lo tendió a Bowar, ni este se lo pidió. Era una de las cortesías entre vasallos importantes el no pedir que muestre el mensaje de los espías del otro vasallo, a no ser que este segundo se lo enseñara por él mismo.
Se ha visto a la joven de ojos azules —resumió la elfa.
Bowar suspiró.
Senlya, yo no puedo hacer nada con eso. Nuestro señor me dio órdenes contra La Séptima Estrella. La chica es cosa tuya.
No, Bowar, a ti también te incumbe. —El guerrero se quedó extrañado y esperó a que ella aclarara algo más—. La chica tenía compañía. Estaba con el joven sublíder de la Séptima Estrella, el mismo espía lo escribió en el mensaje que me envió. ¿Comprendes la situación?
Él se quedó unos segundos ordenando lo que la elfa le decía.
¿La Séptima Estrella está buscando a los Enviados? —concluyó.
Senlya bufó.
No está seguro, aunque podría ser. Pero no me refiero a eso. Piensa: tú vas detrás de la Séptima Estrella, y yo de la chica esa. Se nos ha presentado una oportunidad brillante para embestirlos a los dos a la vez.
Ya entiendo qué quieres decirme —saltó Bowar—. Podemos unirnos e ir a por ellos todos juntos, cada uno con su asunto, pero ayudando al otro.
Exacto —asintió Senlya.
Pero hay otro problema —indicó el guerrero—. Para cuando lleguemos a ellos, es posible que se hayan enterado por fuentes. La Séptima Estrella ha estado escapando de nosotros hace años, Senlya.
¿Acaso te he dicho la distancia a la que se encuentran de nosotros? —preguntó la elfa, sonriendo maliciosamente.
Bowar negó con la cabeza, curioso.
Están tras la arboleda que rodea Rihem, al otro lado del río Shanti. Además, aunque no sabemos cuáles pueden ser los poderes de la joven de ojos azules, no creo que haga falta un gran ejército. Con unos cuantos hombres de cada uno podremos hacerles frente. Unos pocos más si consideramos el hecho de que es posible que no estén solos, y algún otro miembro de la Séptima Estrella esté cerca, por si acaso atacamos. Debemos ser cautelosos en ese aspecto y rápidos en el de la Enviada. Por mucho que nuestro señor lo niegue, siente cierta inquietud con la profecía que comunicaron las sacerdotisas del Templo de Kayeh, y aún se desconoce el poder que tienen ese tipo de personas y si es cierto o no que poseen alguno.
Entonces está decidido. Cuanto antes mejor.
Mañana, ahora todos duermen, y es mejor que los hombres descansen bien para asegurarnos un buen resultado.
Cerraron el acuerdo en menos de un minuto, hablando los dos tan rápido como sabían, pero entendiéndose entre ellos. Luego, con una sonrisa, Senlya se dispuso a marchar. Bowar la acompañó hasta la puerta, se la abrió y la dejó pasar.
Buenas noches —le dijo el guerrero.
La elfa lo miró fijamente, sus rostros a unos escasos centímetros de distancia.
Buenas noches —correspondió.
El momento se volvió tenso, y por un momento pareció que algo ocurriría. Pero Senlya le dio la espalda bruscamente y corrió a su propia habitación, dejando atrás a Bowar, quien cerró la puerta enseguida y se puso a cavilar unos segundos apoyado en ella. Apretó los puños y resopló. No sabía qué le pasaba. No, realmente sí lo sabía, pero no quería admitirlo.

* * *

Por favor, piedad —imploraba la mujer, arrodillada en el suelo—. No he hecho nada malo.
Se equivoca, mujer —vociferaba uno de los dos guerreros—. Ha incumplido la nueva ley que impuso nuestro señor.
No sé nada sobre esa ley, se lo ruego —lloriqueaba, posando las manos sobre su barriga.
La ley del toque de queda —añadió el segundo guerrero—. A la salida de la primera estrella, nadie debe haber fuera de sus hogares —citó.
Pero honorables hombres, decidme cómo puedo entrar en mi hogar si me lo quitaron por no poder pagar los impuestos —dijo, con el rostro pálido de terror.
La ley no tiene excepciones —sentenció el primero.
¡Eso es completamente injusto! —chilló la mujer.
Se había dejado llevar por los nervios, y comprendió que acababa de asegurar su muerte. Contradecir a los guerreros de Gouverón estaba castigado con la misma, y sabía que ya nada podía salvarla. Pero no era su propia vida lo que lamentaba perder, si no la de una segunda persona que aún no había visto la bonita pero encerrada luz de aquel mundo.
No creo que entiendas lo que acabas de decir —gruñó el segundo guerrero—. Ya puedes despedirte de...
¡No, por favor! ¡Esperen siete meses, cuando nazca el niño! ¡Esperen a que pueda conseguirle un hogar de acogida! ¡Luego pueden matarme, torturarme, todo lo que quieran! Pero por favor, no condenen a mi bebé, que no tiene la culpa de nada. ¡Sean ustedes hombres!
¿Cómo se atreve, pordiosera, a mandarnos órdenes a nosotros? ¡No tiene ningún derecho a hacerlo! —gritó el primero.
La mujer vio la espada alzarse ante ella. Lloró y gritó, con la sangre envenenada de la impotencia que sentía. Su vida colgaba de un hilo, y ella lo sabía. Pero la vida que realmente le importaba era la del bebé que portaba en su vientre. Este era lo único que le quedaba tras la muerte de su marido, el padre del niño. Querría haber empezado una nueva vida junto a él, buscar alguna salida y un trabajo donde poder ganar algo de dinero. Esperaba poder salir de aquella situación de pobreza y miseria. Pero ya nada importaba. Solo había una cosa en la que creía: la esperanza de que muchas personas en una situación similar pudieran salir de ella con éxito. Que a nadie más le ocurriese lo mismo que a ella. Que aún quedase gente feliz.
El guerrero citó unas palabras que solían hacerse antes de matar a alguien, tanto públicamente como en privado. Palabras que hacían honor a Gouverón y su gobierno. Palabras que permitieron un tiempo a la mujer para pensar qué hacer a continuación. Un acto de valor que no le importó llevar a cabo, dado que su supervivencia ya no tenía esperanzas. Con lágrimas saliendo de sus ojos, comenzó a cantar:
Estemreno unevi forseme, forseme. Nenpe se ponte debrimeno. Lutesino bani temite, nenpe frenino. De porte unevi ponte debrimese, u ranca nos trenses, cerneno de inseti. De Septi Stel forseme eti ret nos. De inseti nine ponteno guernese. Cerneno se decargue, forseme ret de par si ran. Nine intinenos surt sei fornenu
*(Traducción: Estaremos unidos siempre, siempre. Ellos nunca podrán derribarnos. Lucharemos hasta el final, nunca nos rendiremos. El pueblo unido podrá derivarlos, y alzando nuestras almas, conseguiremos la libertad. La Séptima Estrella siempre estará con nosotros. La libertad no se nos podrá arrebatar. Conseguiremos que decaigan, siempre con la cabeza bien alta. No nos inclinaremos hacia él jamás.)
Maldición —musitó el segundo guerrero, quien observaba la escena desde atrás—. El canto de los rebeldes.
... y por él, tu muerte debe ser inmediata —terminó el primer guerrero, el cual había escuchado todas las palabras de la mujer aunque él estuviera hablando también.
La espada se clavó en el corazón de la chica.
Nine... intinenos... surt sei... fornenu. —Repitió la última frase de la canción entre gárgaras de sangre, sintiendo cómo su vida se escapaba.
El guerrero sacó la hoja del cuerpo de la mujer, viendo cómo esta caía al suelo con las piernas dobladas de tal forma que, de haber estado viva todavía, habría sentido mucho dolor.
Estúpida mujer —escupió el que la había matado.
Su compañero se rió, y luego rieron los dos, a unísono. Sus carcajadas sonaban escalofriantes en la noche, junto al cuerpo fallecido de la mujer embarazada. Eran unas carcajadas que pretendían esconder el nerviosismo que experimentaban a causa de la canción que habían oído. El guerrero se guardó la espada ensangrentada en su funda y miró al otro, riéndose. De repente, dejó de reír, sus ojos y boca se agrandaron. Todo su rostro se volvió pálido en un solo instante, y seguidamente cayó al suelo, muerto. Su compañero pudo ver entonces que detrás de él había un chico joven de cabello castaño y rizado y mirada llena de odio, con una espada en la mano manchada de sangre. Unos metros más atrás, había una chica con cara de sorpresa y las dos manos cubriendo su boca. No le dio tiempo a fijarse en mucho más, porque en dos saltos, el joven que había matado a su compañero, se acercó a él y le atravesó la garganta con su espada. Cayó al suelo y allí murió.
Crad lo miró con rabia, y luego desvió sus ojos hacia la mujer embarazada.
No he podido llegar a tiempo —susurró.
Melissa observó la escena, aún sin terminar de creérselo. Crad había acabado con los dos guerreros en apenas un pestañeo. Cuando Crad y ella habían llegado allí, la mujer estaba cantando algo que no comprendió, pero que Crad sí, porque se puso tenso y apretó los puños. Luego, cuando la mujer había muerto ya, aún se puso más nervioso, y pudo observar que no era el mismo que antes. Desprendía oscuridad en lugar de paz. Rabia en lugar de tranquilidad. No había podido detenerle cuando se lanzó contra el guerrero, y desde su sitio observó cómo mataba con aquella misma rabia y oscuridad que lo había envuelto antes. Y sintió miedo. Miedo de Crad, de su transformación. No era él en absoluto, por ello vaciló antes de acercarse muy lentamente.
¿Crad? —se atrevió a decir. Le salió una voz temblorosa y asustada.
No he podido llegar a tiempo —repitió él—. Otra vez...
El joven estaba de perfil, mirando fijamente a la mujer muerta y sujetando con tanta fuerza el mango de su espada, que el brazo entero le temblaba. Estaba rígido como una estatua y serio como nunca antes lo había estado. Todos sus músculos estaban tensos, y una gruesa vena se le marcaba en el cuello.
¿De qué hablas? —murmuró Melissa, preocupada y caminando cada vez más lentamente.
No he podido salvarla ni a ella —dijo, sin despegar los ojos del cuerpo inerte—. No puedo salvar a nadie. —De repente, soltó su espada, cayó de rodillas al suelo y se encogió sobre sí mismo, ocultando su rostro—. ¡No puedo hacer nada a tiempo! —gritó.
¡Crad! —chilló Melissa, corriendo hacia su compañero.
Se tiró de rodillas a su lado y pasó la mano por sus hombros, a modo de consuelo.
¡¿Qué te ocurre?! —preguntó, nerviosa.
¡Déjame, vete! —bramó él—. ¡Si te quedas más conmigo vas a terminar muerta! ¡Todos terminan igual!
¡¿Pero qué tonterías estás diciendo?! —chilló Melissa—. ¡Eso no es cierto!
¡Sí que lo es, maldita sea! ¡Tú no sabes nada!
Golpeó el suelo con sus puños y se aferró la hierba con fuerza.
¡Eres idiota, Crad! ¡No puedes decir tantas tonterías, no es cierto nada de lo que dices! A mí me salvaste aquel día, ¿o ya no lo recuerdas? ¿Y qué hay de Elybel? Me dijisteis que habéis estado juntos desde pequeños, y no está muerta. ¡No digas más cosas como esas!
¡Pero Chiara sí murió! ¡Y mi madre, y mi padre! ¡Todos por mi culpa, porque no pude llegar a tiempo!
Melissa se quedó sin habla, analizando lo que Crad acababa de gritar.
¿Chiara? ¿Tus padres? —preguntó, confusa.
¡Podría haber estado a su lado, joder! —bramó—. ¡Podría haberme despedido como era debido, podría haberles dicho que los quería! ¡Fui un estúpido infantil!
Cuando Crad gimió, Melissa comprendió que estaba llorando, y se sorprendió. No lograba comprender del todo lo que quería decir, y por eso no sabía qué contestar. Así que optó por serle sincera.
Mira, yo no acabo de entender a qué te refieres, pero... —No sabía cómo terminar la frase. Se sentía impotente al no saber cómo consolarlo—. No te obligo a que me cuentes nada si no quieres, pero si al menos comprendiera...
Aquella tarde me escapé de casa —interrumpió Crad de repente—. Me escapé de casa porque mis padres no me dejaban salir, diciendo que podría ser peligroso. Yo todavía no entendía el porqué, y ellos tampoco me lo querían explicar para que no me entrara el pánico supongo. Pero yo no les hice caso, y me fui, huí. Me encontré con Chiara, que intentó retenerme, pero yo la tiré al suelo, gritándole de todo, y seguí corriendo, dejándola atrás. Cuando cayó la noche comenzó a hacer frío, mucho frío. Lamenté haber desobedecido, y quise volver. Pero a medio camino me encontré con Cede, mi hermanita. —Tragó saliva antes de continuar—. Apenas tenía tres años, y corría a trompicones. Al verme, comenzó a llorar y a gritar mi nombre. Se abalanzó sobre mí, llorando y diciendo cosas que no lograba entender. Yo la consolé, le dije que no pasaba nada, que ya volvía a casa. Pero ella... —Se le quebró la voz y tardó en volver a hablar—. Ella me dijo que no era por eso. Que Chiara había ido a nuestra casa preocupada porque me había visto salir corriendo, y que luego habían entrado unos hombres, reteniendo a mis padres y a ella. Cede había salido de casa en mi busca, y lo observó todo desde fuera. Por eso luego fue a buscarme. Yo entonces vi una gran chimenea de humo en el cielo, y comprendí. Cogí a Cede en brazos y corrí hacia nuestra casa. En efecto, estaba en llamas, y unos hombres huían de allí montados en sus caballos. —Se incorporó un poco y clavó las uñas en la tierra del suelo—. Se oían gritos desde la casa, gritos de horror. De mi padre, de mi madre y de Chiara. Lo último que yo les había dicho a mis padres era que los odiaba. Lo último que le había hecho a Chiara había sido tirarla al suelo, gritándole. Me sentí la peor mierda del mundo.
Calló unos segundos. Sus lágrimas caían sobre la tierra, creando círculos que se amontonaban formando una mancha mayor. Melissa lo miró, conmovida por su historia. Tenía un nudo en la garganta, y sentía que al final ella también terminaría llorando.
Dejé a Cede escondida entre unos matorrales. Me tiré al riachuelo que había allí cerca y entré en la casa empapado para ver si podía salvarlos. Pero aquellos miserables los habían atado y no había forma de que pudieran moverse. Además ya no gritaban. Ya no hablaban. Ya no se movían. Solo quedaban sus cuerpos calcinados. Nada más. —Lanzó un sollozo que encogió aún más el corazón de Melissa—. Comprendí que no había nada que poder hacer. Ya era demasiado tarde. Lo único que pude salvar fue la pinza azul que cogiste tú. Era la pinza de Chiara, la única amiga que tenía. Los dos éramos muy parecidos en carácter, y habíamos congeniado desde el primer día. —De repente alzó los ojos hacia Melissa y la miró fijamente. La joven observó sus ojos enrojecidos y las lágrimas que resbalaban por sus mejillas—. Tú te pareces muchísimo en físico a Chiara. Ella también tenía los ojos azules. También era cabezona y muchas veces borde. Pero yo... yo la quería.
Melissa no pudo soportar más aquel rostro de tristeza en Crad. Se lanzó hacia él y lo abrazó, con la intención de consolarle. Él le devolvió el abrazo, y ambos se quedaron en silencio. La joven permitió que Crad llorara en su hombro. No le importó que se lo empapara y que comenzara a sentir frío en esa zona. No sabía qué más hacer, qué decirle. Se sentía mal por haber cogido la pinza de Chiara cuando aún no sabía a quién pertenecía. Sentía pena por Crad, por lo que había tenido que vivir.
Me prometí a mí mismo —dijo él de repente— que lograría terminar con todos los guerreros de Gouverón. Cuando se formó la Séptima Estrella, enseguida me esforcé por formar parte de ella. No solo por Chiara y mis padres, si no por todos aquellos que han sufrido por su culpa. Como esta mujer...
Me parece un acto muy noble por tu parte —saltó Melissa—. Tuviste que madurar muy temprano y mostraste un gran valor. Estoy segura de que todo saldrá bien gracias a personas como tú. Yo confío plenamente en ti, y sé que lograrás tu propósito.
Crad la abrazó más fuerte aún.
Eso mismo me dijo una vez Chiara —murmuró.
A Melissa se le volvió a encoger el corazón. Queriendo consolarlo, había hurgado más en la herida. De repente se dio cuenta de algo. Reconoció el nombre de Chiara. Chiara era un nombre italiano que había leído en contadas ocasiones en algunos libros de la biblioteca de su orfanato. Y hacía pocos días había conocido a un italiano en Anielle, Anthony, quien le había confesado que perdió a su hija en el incendio de la casa de un amigo suyo. De repente, todo pareció encajar en su mente.
Chiara... es... —susurró inconscientemente.
Chiara era la hija de Anthony y Guedy —afirmó Crad.
Se hizo un pesado silencio entre ellos dos. Los ojos de Melissa se agrandaron por la sorpresa, y aún más conmovida, lo abrazó más fuerte. Comprendió de pronto lo duro que había tenido que ser para él estar en la casa de los padres de Chiara. Supo entonces el significado de las extrañas miradas que se lanzaban Crad y Anthony.
Lo siento —musitó débilmente.
Ambos se quedaron abrazados un buen rato, sin decir nada, junto a las medusas que volaban unos metros más allá, y en medio de los tres cuerpos muertos. Ninguno supo con exactitud cuánto tiempo estuvieron allí.