Miembros de la Séptima Estrella

lunes, 28 de mayo de 2012

Modo pause



Lo siento, pero me va a ser imposible escribir nada. Tengo como tropecientos trabajos que entregar y tropecientos exámenes que hacer, y estoy a punto de llevarme un par de asignaturas a septiembre, así que tengo que ponerme las pilas. Además tengo comuniones, viajes y demás. No tengo fecha fija que poder deciros seguro seguro para subir.

PUEDE (y lo pongo bien grande, para que lo tengáis en cuenta) que me de tiempo a subir entre el 4 o el 5 de junio. No lo sé seguro.

Así que hasta pronto :)

lunes, 14 de mayo de 2012

[L1] Capítulo 18: Se busca (Primera parte)




Cabalgando toda la noche sin descanso, no habían dormido nada. Aun así, no parecían muy cansados. Cierto, unas oscuras ojeras estaban posadas bajo sus ojos, pero por lo demás, se movían con la misma energía que siempre. Aunque su cuerpo ya estaba acostumbrado a casos como esos.
En aquel momento se encontraban en un pequeño claro rodeado de árboles. Por el centro de este discurría un sonoro arroyo, donde los caballos bebían aliviados después de la carrera. Uno de los jinetes –que estaba cubierto por una capa negra– se lavaba la cara con tranquilidad, sin prisas. Se sintió bien cuando notó el agua fresca y limpia recorriéndole las mejillas. Cerró un momento los ojos, pero enseguida los abrió de nuevo. A aquel paso, se quedaría dormida. Y no se lo podía permitir; tenía muchas cosas que hacer.
Se levantó del suelo y giró la cabeza hacia su compañero. Este estaba sentado sobre una roca, limpiando con un paño su espada. Parecía ausente. Estaba pensando en sus cosas. Se acercó a él lentamente, y cuando llegó a su altura, se colocó de cuclillas y lo miró a los ojos directamente; a esos profundos ojos verdes.
¿Todavía nada? –le preguntó.
Bowar dirigió su mirada hacia ella.
No puede tardar mucho en llegar –contestó con voz serena.
Como si lo hubieran llamado a gritos, una pequeña figura apareció en el cielo. Era un pájaro que cantaba alegremente notas muy agudas. Su plumaje era de un color cobrizo, y en la punta de sus alas tenía manchas doradas. Tras la cabeza, digamos que en la coronilla, llevaba un par de plumas más largas que todas las demás, que caían hacia atrás. Al final de su tronco también tenía dos más, muy similares.
Un pájaro inconfundible.
Ambos compañeros alzaron la cabeza al cielo y se quedaron de pie, el uno junto al otro. En sus rostros se podía adivinar cierto nerviosismo e impaciencia.
El pájaro los vio y bajó hasta ellos. En su cuello tenía anudado un collar de cuero con una pequeña cajita colgando. Bowar extendió su brazo y esperó a que dicho pájaro se posara sobre él. Cuando este lo hizo, volvió a bajar su extremidad para que sus ojos quedaran a la altura de la cajita que llevaba en el cuello.
Veamos, nifol, qué noticias nos traes –habló cara al pájaro, quien no era más grande que dos cabezas suyas.
Nifol era la raza a la que el animal pertenecía. Dicha raza tenía muy buena memoria y buena estrategia de vuelo y coordinación. Por ello, la gente los habían comenzado a utilizar como mensajeros. Sobre todo en tiempos de guerras se veían muchos por el cielo, porque los guerreros y líderes los utilizaban como medio de comunicación entre ellos.
La pequeña caja oscura se abrió con un leve «clac» en cuanto Bowar posó su dedo en un botoncito escondido. Dentro había una pequeña tira de papel enrollada. La sacó con sumo cuidado y la sostuvo en su mano. El pájaro, enseguida que vio que ya había cogido el mensaje, se apartó de su brazo y se posó en la rama de un árbol cercano. Desde allí, comenzó a picotearla. Tenía hambre, y esos pájaros comían resina e insectos que se quedaban en los arboles.
Bowar desplegó el papelito y leyó lo que ponía con semblante tranquilo. No dijo nada durante un minuto aproximadamente. Senlya, mientras tanto, quedaba a su lado observando su rostro con paciencia. Sabía que no debía leer nada de aquel papel, porque los mensajes de los Guerreros de Gouverón eran confidenciales incluso para ella.
Al fin, Bowar dirigió sus ojos hacia ella. Y sonrió.
Tres escuadrones –informó–. Tres escuadrones son los que tenemos a nuestra disposición.
La elfa suspiró, más tranquila. Tres escuadrones... Tantos guerreros para coger a una sola chiquilla inexperta y a otro niño rebelde. ¿Qué tramaba su señor?
Una fugaz visión le nubló la mente. Su hermana. Hacía rato que no se la quitaba de la mente ¿Dónde podría estar? ¿Se habría quedado ayudando a los elfos a reconstruir Falesia? No sabía por qué, pero su interior le decía que lo más probable era que no. Y si aquella intuición era cierta, ¿adónde habría podido ir? Una posibilidad brillaba frente a las demás, y aquello inquietó a Senlya. ¿Podía ser cierto? ¿Qué ocurriría si se encontraban en plena batalla? ¿De qué bando se volvería entonces Elybel?
¿Senlya?
La elfa se despejó, pestañeando un par de veces y enfocando la vista en Bowar. Su mente había ido demasiado lejos, dejándola en un estado somnoliento. Por el rabillo del ojo vio cómo el nifol emprendía el vuelo de nuevo, alejándose de ellos dos. Había estado tanto tiempo perdida en sus propios pensamientos que a Bowar le había dado tiempo de mandar otro mensaje y colocárselo en la cajita del pájaro.
Sí, partamos ya –improvisó Senlya.
Aunque se dio la vuelta para que su compañero no le leyera el rostro, a Bowar le dio tiempo para adivinar qué podría estar pasándole por la cabeza momentos atrás. Era tan previsible.
Suspiró. En cierto modo sentía pena por ella.


La taberna era pequeña, pero poco se podía esperar de aquella minúscula aldea. Tampoco había mucha gente. Cuatro hombretones sentados en una mesa, y dos más en la barra. A parte de las tres personas que se habían situado en un rincón, ya que desentonaban con aquel ambiente frío y oscuro. Aunque la elfa se pusiese la capucha, su cabello pelirrojo y brillante se le veía de una hora lejos, al igual que la capa color cielo de su compañera humana. El único que podía pasar mínimamente desapercibido allí era el chico. Aun así, era demasiado joven como para estar en un antro como ese. Además, el hecho de que fueran extranjeros también llamaba la atención. Aquella aldea, al estar en la frontera del bosque más espeso y oscuro de todo Anielle, no recibía muchas visitas. Algo parecido ocurría en Adralish. Pero en ese caso, el pueblo era más grande, ya que la mitad de la población que residía allí pertenecía a la Séptima Estrella, y se mudaban a Adralish para estar un tanto ocultos de los ojos de las autoridades.
A pesar de que ha simple vista parecía que esos tres chicos fueran solos, en realidad tenían un acompañante más. Oculto en la extraña bandolera de la joven de vestimentas azules, un pequeño animal de pelaje negro mordisqueaba las migas de pan que le iba dando Melissa. Comía con afán, pues tenía mucha hambre.
¿Por qué no te deshaces de él? Es una carga.
Melissa alzó la cabeza rápidamente al escuchar aquella voz. Un ligero temor asoló su corazón, recordando lo que Elybel le había dicho en el lago. Miró a Crad con sorpresa, y entonces cayó en que se refería al cachorro. Tampoco se hubiera podido dirigir a ella, dado que había hablado en masculino.
Porque no quiero –replicó–. Es como un bebé, no puedo dejarlo por ahí de cualquier manera.
Crad bufó, protestando por lo bajo.
Ella tiene razón –irrumpió Elybel, que había estado observando la escena en silencio–. Los beichog no son para dejárselo a cualquiera –sonrió.
La mirada inquisitiva de Melissa lo dijo todo. Seguía guardándole cierto rencor, y aquello que acababa de decir sonaba a un intento de arreglarlo. Pero, compadecida de Crad, y sabiendo que la enemistad entre las dos chicas podría molestarlo –y además en el fondo de su interior seguía sintiendo que lo que le había dicho Elybel era completamente cierto–, le sonrió. Aun así, no añadió nada.
Pudo notar el alivio de Crad al ver que no parecía haber tanto pique entre ellas dos.
Tras comerse su respectiva hogaza de pan y su «algo» con aspecto de carne, Melissa se sintió más llena que nunca. Hacía tanto que no masticaba algo así. Era lo más parecido a la Tierra había comido desde que estaba allí. Incluso los pájaros que había cazado Crad tenían un gusto extrañamente exótico y algo picante. Pero aquella «carne» era suave, y el pan, recién hecho. Por no hablar del agua. Al fin agua de aspecto saludable que llevarse a los labios.
Crad y Elybel se pusieron a discutir sobre quién debía pagar la comida. Melissa maldecía que no pudiera ser ella, ya que no tenía dinero de ese planeta. Al final invitó Elybel.
Salieron al exterior. Melissa respiró hondo. Cómo le gustaba poder ver el cielo después de tantas horas en ese espeso y oscuro bosque, donde al final todo parecía lo mismo, y si no fuera porque sus dos compañeros se conocían el terreno, sospechaba que seguramente se habría perdido.
Descubrió a unos niños mirando al cachorrito de beichog que llevaba en sus brazos. Se veía que querían jugar con él, que les llamaba la atención. Así que Melissa lo dejó en el suelo, y el pequeño enseguida corrió hacia ellos, moviendo su peluda cola. Las risas de los niños llegaron a sus oídos como una hermosa melodía. Después de lo que había visto y lo que le habían contado, se imaginaba una masacre y caras tristes en todos los rincones. Pero al parecer, al ser una aldea tan pequeña, no le afectaba tanto lo que ocurría por Herielle.
¿Dónde dormiremos esta noche? –preguntó Melissa, volviéndose hacia Crad. Esperaba poder oír que se hospedarían en algún hotel de los alrededores, o al menos en una posada. Ya tenía ganas de volver a dormir bajo un techo resistente y sobre una cama «en condiciones».
Cuando vio a Crad encogerse de hombros, Melissa sintió que la llama de esperanza se apagaba en su interior.
Pues no sé, lo que encontremos por aquí. O si no en cualquier sitio, tampoco es ningún problema... –dijo, tan tranquilo.
Melissa lanzó un suspiro, pero luego se arrepintió y forzó una sonrisa. Debía intentar mantener la calma y soportar aquello. Al fin y al cabo, tampoco era para tanto.
De repente, un escándalo los alertó, haciendo que los tres giraran la cabeza hacia su origen. Desde el final lejano de la calle se acercaban unos robustos hombres de gruesas armaduras, montados en sus caballos. Imponían seriedad, y sus armas brillaban con la luz del sol, cuya empezaba a ser rojiza debido a que se acercaba ya el crepúsculo.
Una mano tiró de la capa de Melissa hacia atrás, y otra le cubrió la boca para que guardara silencio. Al principio, la joven lanzó una exclamación ahogada, y en cuanto un brazo le rodeó la cintura y la llevó más hacia atrás, hacia el fondo del callejón, descubrió que se trataba de Crad. Solo podía ser él, pues conocía esa camisa.
Se quedó quieta como una estatua y completamente callada, un tanto asustada por lo que estaba pasando. Los tres jóvenes se colocaron tras unas grandes cajas de madera, y súbitamente, Crad se agachó, llevándose con él a Melissa, que todavía tenía bien sujeta. Elybel se colocó junto a ellos con su característica elegancia y elasticidad que poseía su raza. Los cascos de los numerosos caballos hicieron retumbar el suelo a medida que se acercaban.
Y entonces se detuvieron.
Melissa apretó los puños, esforzándose por no parecer nerviosa. Crad la seguía sujetando bien fuerte, por lo que ella no podía moverse. Aquello no facilitaba las cosas, es más, las empeoraba. Se encontraba algo extraña e incómoda. Sentía la respiración de Crad en su oreja, lo que provocaba que el bello de sus brazos se le erizara sin que ella pudiera evitarlo.
Se oyeron unos fuertes golpes. Eran los guerreros, que aporreaban la puerta de la taberna donde momentos antes habían comido. Tras unos quejidos que provenían del interior, se oyó cómo el portón se abría. El tabernero y los guerreros mantuvieron una conversación de la cual Melissa no comprendió nada. Además de que no entendía el brusco idioma de Gouverón, la respiración de Crad y sus propios latidos golpeándole el pecho, cubrían cualquier otro sonido.
Los gritos de los guerreros hicieron que diera un ligero brinco. Por suerte, Crad seguía sujetándola, y el salto no fue tan grande como para que la escucharan. Apretó los dientes e intentó tranquilizarse, pensando en otras cosas. El pequeño cachorro seguía jugando con los niños, y Melissa rezó por que no se le ocurriera venir hasta ellos. Si lo hacía, estaban perdidos.
Finalmente, los cascos de los caballos volvieron a resonar sobre el fangoso suelo de la aldea.
Los guerreros de Gouverón se marchaban, dejando a su espalda un intenso silencio. No se oían ni las risas de los niños.
A pesar de que era evidente que ya no había peligro alguno, Melissa seguía inmovilizada. Lentamente intentó volver la cabeza hacia Crad. Solo entonces se dio cuenta de que la mano del chico había subido ligeramente hacia arriba. No supo cuánto hacía que estaban así, sólo que tres de los dedos del chico estaban notablemente colocados sobre su pecho izquierdo.
Ciega de un inesperado enfado, abrió la boca y mordió la mano que la cubría. El joven apartó dicha mano, agitándola en el aire con cara de dolor.
¿Pero qué haces? –preguntó, esforzándose por mantener el tono de voz bajo.
Melissa lo miró fijamente, con el ceño fruncido y las mejillas enrojecidas. Crad bajó los ojos hasta toparse con «el problema». Enseguida retiró la mano, avergonzado.
¡Oh, vaya! –exclamó, cogiendo color y apartándose de ella. Con lo poco que conocía a Melissa, podía sospechar que le esperaba un guantazo–. ¡Lo siento, no me había dado cuenta! Yo...
Elybel reía a pleno pulmón, mientras Melissa fulminaba al pobre chico con la mirada a la vez que apretaba el morro, enfurecida. Comenzó a golpearle los brazos con los puños, maldiciéndolo sin cesar y llamándole de todo lo que se le pasaba por la cabeza. El chico tampoco podía parar de reír.
Al final tuvo que ser Elybel quien los separó. Cogió a Melissa del brazo y tiró de él para apartarla de Crad.
¡Ha sido un accidente! –repitió Crad. Se veía que sufría por no volver a reír.
Maldito seas, tú y tu mano. No te me acerques más –replicaba Melissa, apretando el puño.
En cuanto los tres se levantaron y se dirigieron fuera del callejón sin salida, el animal los recibió corriendo hacia ellos. Melissa se agachó para acariciarlo, pero él notó su enfado, y tembló un poco. Crad se los quedó mirando con las manos sobre la cabeza. Todavía tenía una sonrisa dibujada en el rostro.
Crad –llamó Elybel de repente.
Ambos la miraron, interrogantes. Elybel estaba de pie frente a lo que parecía ser un papel pegado en la puerta de la taberna.
¿Qué ocurre? –preguntó Crad. Le hubiera recriminado el que lo hubiera llamado con la abreviatura que se había inventado Melissa, pero veía que su amiga estaba bastante preocupada.
Mirad esto.
Los dos jóvenes se acercaron a ella. Sus ojos se abrieron como platos al descubrir qué era el papel.
Sobre este estaba dibujado el rostro de Crad, y bajo el dibujo, unas palabras en el idioma de Gouverón.
Melissa adivinó qué era aquello: un cartel de SE BUSCA. Sin poder contenerse, volvió la cabeza hacia Crad, para ver qué hacía. Él no movía los ojos del cartel. Parecía estar congelado en el sitio, e infundía cierto miedo.
La cosa comenzaba a complicarse.


Después de una hora aproximada invadida por un absoluto silencio solo interrumpido por el golpear de los cascos de sus caballos contra el suelo, Senlya habló:
¿Tu hermano no estaba haciendo su entrenamiento por este bosque?
Se vio que era una pregunta forzada, un intento de iniciar una conversación. Bowar se sorprendió al ver aquel cambio de actitud en el semblante de la elfa.
Sí... –respondió no obstante–. Dentro de poco finalizará su entrenamiento de clase B.
Me recuerda en cierto modo a ti –sonrió Senlya–. Tú siempre fuiste valiente y fuerte, y tu hermano va por el mismo camino.
Bowar sonrió ante los recuerdos que se le venían encima.
Tanto Senlya como Bowar se conocían de bien pequeños. Bowar tendría unos nueve años, y Senlya seis. Por aquel entonces, Bowar estaba entrenando la clase E en el mismo bosque que actualmente estaba su hermano. Ya en su edad, él era un aventurero que soñaba con liderar batallas y salir victorioso de ellas, para que luego todo el reino celebrara un banquete en su honor.
Y en una de sus exploraciones inocentes, tropezó accidentalmente y se estrelló contra una cortina de hojas.
Tras esa cortina, en efecto, estaba Falesia.
Probablemente fue el primer ser humano que descubrió aquel lugar. Todos habían oído hablar de Falesia, pero al no encontrarlo nadie, se había convertido en una leyenda.
Y fue allí, en aquel estado de incredulidad y sorpresa, cuando se le apareció una pequeña elfa de cabellos pelirrojos y grandes ojos marrones con destellos dorados. Le sorprendieron sus puntiagudas orejas, y la primera reacción que tuvo fue gritar a los cuatro vientos: «¡Una elfa! ¡Una elfa!». Senlya le había tenido que tapar la boca. No supo por qué lo había hecho. En cierto modo, aquel humano le despertaba curiosidad. Siempre le habían contado que los seres humanos eran una raza sanguinaria y peligrosa, de bastas facciones y cuerpos torpes. Nunca se había imaginado a un niño como ella, pequeño y delicado, con voz infantil y poco trabajada.
Para Senlya, Bowar fue su único verdadero amigo. Pero aquella relación de amistad nunca llegó a saberse por nadie más, ya que Senlya estaba segura de que, si alguien se hubiera enterado, las consecuencias podían ser desastrosas.
Pero Elybel también tuvo una amistad humana. Y la suya fue aceptada sin problemas.
Aun así, Senlya nunca se atrevió a descubrir a su amigo. Enseguida se vio envuelta en el mundo de Gouverón y las guerras, y siguió a Bowar hasta entonces. No supo decir si aquello era bueno o no. Lo único que podía demostrar era que había tenido que irse de Falesia igualmente.
¿Se sentía feliz? Tenía a Bowar a su lado. Y además poseía un buen puesto en la escala de poder gracias a Gouverón. Era una de sus mejores vasallos junto a Bowar. Lo cierto era que ellos dos eran los más cercanos al gobernador.
Aun teniendo todo ello, no podía evitar echar en falta algo más... 

jueves, 3 de mayo de 2012

[L1] Capítulo 17: El encuentro

Un agradecimiento hacia Gaby, que me escribió una parte del capítulo, y aunque luego no pudimos recuperarla, intenté recordarla y escribirla igual >.< ¡Se te adora!



Algo despertó de repente a Gabrielle, que se incorporó de un salto, con los ojos abiertos como platos. Miró a su alrededor y se sorprendió al ver que Syna no estaba allí. Un frío pánico le invadió el corazón. ¿La había abandonado? ¿Esta vez era de verdad? Dirigió su mirada hacia los caballos. Allí volvían a estar los dos, durmiendo tranquilamente. ¿Adónde habría ido?
Súbitamente, un extraño sonido la alertó. Era el crepitar de una rama cercana. Aquello quería decir que había alguien cerca.
Se levantó del suelo y observó alerta los alrededores, buscando al intruso con la mirada. Percibía que había alguien, aunque no sabía mucho por qué ni cómo podía sentirlo. Por suerte, poseía un arma. Una pequeña daga de empuñadura antigua y desgastada, y hoja cuidada con esmero. Una daga que le regaló un misterioso mendigo que se encontró por la calle un día.
¿Gabrielle? –la había llamado a sus espaldas.
La joven se había asustado y se había vuelto por completo hacia él. Su sorpresa había aumentado al encontrarse con un hombre tan envejecido y descuidado como ese. Llevaba puesto un gran sombrero que le servía para ocultarle el rostro.
¿Le conozco? –había preguntado ella, confusa.
El mendigo había sonreído de tal forma que Gabrielle había sufrido un escalofrío. Era siniestro, muy siniestro. Seguidamente, había alzado sus esqueléticas manos, ofreciéndole aquella daga, brillante y lustrosa a la vez que anticuada y usada.
Te he estado buscando. Esto es para ti.
No supo por qué, pero Gabrielle aceptó el regalo, aunque algo desconfiada. Tras cogerlo con manos temblorosas, lo había observado con detenimiento y curiosidad. Cuando había alzado la cabeza, el mendigo ya no estaba allí. Había desaparecido.
¿Cuánto hacía de ello? Años. Quizás tenía once entonces, y en aquel momento no supo qué hacer con la daga. Aun así, se la guardó y nunca habló de ella con nadie.
Y en ese momento, unos cinco años después, podía tener oportunidad de estrenarla.
Cogiendo la empuñadura con fuerza y respirando hondo, avanzó unos pasos hacia el lugar donde le había parecido oír algo. No vio nada al principio, lo que la inquietó un tanto. Pero todavía siguió caminando un poco más, sin dejar de vigilar hacia las sombras con cautela. Intuía que había alguien escondido. Y en cuanto alguien le rozó la espalda, estuvo segura.
Todo ocurrió muy deprisa. El frío filo de una espada le rozó el cuello.
Te tengo –susurró una voz masculina pero dulce en su oído.
Tras asentar la cabeza y trazar un plan rápido en su mente, Gabrielle sonrió.
Vaya, hombre –dijo en tono de burla–. Buen ataque sorpresa.
Aprovechando el leve desconcierto de su atacante, Gabrielle aferró su daga con fuerza y lanzó su pie hacia atrás, propinándole una patada en la espinilla del contrario. Antes de que el otro pudiera reaccionar, se deshizo de sus brazos y dirigió la punta afilada de su daga hacia él.
No pudo evitar sorprenderse.
Era un joven más o menos de su edad, se le veía en las facciones. Pero su cuerpo desentonaba. Estaba muy tonificado, no con exageración, pero sí más de lo normal para los años que aparentaba. Tenía el cabello semilargo, casi rozándole los hombros, y de un rubio blanquecino que deslumbraba bajo los rayos de sol. Aun así, sus ojos fue lo que quizás le llamó más la atención. Completamente verdes; de un verde profundo que parecía esconder un mar de emociones.
Bajó su mirada inconscientemente hacia su cuello. Toda admiración se esfumó al descubrir que de él colgaba un objeto: un colgante con un símbolo grabado que ella conocía demasiado bien.
La Marca de Gouverón. Un ojo abierto cuya pupila era un gusano oscuro que se enroscaba en sí mismo, como temiendo a algo. El recuerdo del daño que causó aquel símbolo en su memoria le hizo desatar una extraña furia en su interior. Se enfrentó nuevamente a los profundos ojos verdes de su atacante, arrugando la nariz.
¡TÚ! –gritó mientras arremetía contra él.
El chico se defendió con su gruesa espada. El choque de ambas armas produjo un fuerte sonido que estremeció el ambiente.
La escena era chocante. Una chica bajita y joven con una mísera daga frente a un chico de más músculo y espada que hacía casi el mismo bulto que la muchacha. Aunque él no destacaba por su altura, todavía le pasaba una cabeza a Gabrielle.
El chico no comprendía el cambio de actitud en la joven, pero no se retuvo. Sorprendido por la fuerza de aquella contrincante y su, al principio insignificante, arma, no podía evitar inquietarse.
«¿Cómo es posible –se preguntó– que esa daga pueda soportar mi propia fuerza y la resistencia de mi espada?».
Sus ojos se posaron en los de la joven. Estos mostraban decisión y un extraño odio hacia él. Enseguida afirmó que era del otro bando. Lo había sospechado, por ello había intentado que no lo descubriera mientras la observaba durmiendo. Había visto cómo su compañera de ojos dorados se había levantado y se había ido, dejándola sola. Aquello lo había extrañado. Pero unos escasos minutos después, Gabrielle había despertado por su culpa. Sin querer se había apoyado en una rama baja medio suelta y la había hecho crujir.
Gabrielle volvió a aprovechar aquellos momentos de duda para atacar de nuevo y echarlo hacia atrás. El colgante de su cuello se tambaleó en el aire, y aquello le provocó ganas de vomitar. A su mente volvieron aquellas horribles horas que había vivido en su pasado.
Unos soldados habían entrado dentro de la aldea donde ella residía con sus dueños, aquellos que tanto odiaba. Tenían una casa blanca y elegante; una casa que despertaba una inmensa envidia en todos los que pasaban por delante.
Aquellos soldados iban a cumplir órdenes del mismo Gouverón. Se hacían llamar los Guerreros de Gouverón, y todos llevaban el símbolo de su gobernador en sus armas y armaduras. Sin escrúpulos comenzaron a matar gente. Las calles enseguida se inundaron de un color escarlata. Gritos desgarradores resonaban por todos los callejones. Niños, había niños que lloraban, escondiéndose en los rincones más oscuros, esperando no ser vistos. Aquella era una escena que no tendría que haber ocurrido jamás.
Gabrielle había tenido que pasar por en medio de toda aquella masacre. Volvía de comprar al mercado cuando la sorprendieron de improvisto. Más de una vez tuvo que hacer acoplo de fuerzas para no detenerse a curar o a coger a todos los débiles e indefensos. Pero había tantos... No podía contarlos todos aunque se lo propusiera.
Había entrado en su mansión tras vacilar unos instantes en la puerta. Allí estaba el escaso servicio que había en la casa. Aunque sus dueños tenían dinero, no se lo gastaban en sirvientes, si no en caprichos innecesarios.
Los dueños ni se esperaron a contar si estaban todos. Bajaron al desván, donde escondido había un pasadizo que se extendía y ramificaba por debajo de la aldea, y terminaba a una buena distancia de esta.
El humo de los incendios que se habían formado se veía desde la salida, y Gabrielle se quedó unos instantes observándolo.
Tantas vidas se perdieron aquel día... Jamás olvidó lo ocurrido.
Un silbante aire pasó junto a Gabrielle, quien su instinto la llevó a apartar un tanto la cara. Unos centímetros más y la gruesa y afilada espada del contrario le habría atravesado el rostro.
De nuevo, todo ocurrió rápido. El chico se había dado cuenta de que Gabrielle estaba algo despistada pensando en el pasado, por lo que, con un veloz movimiento le cogió la muñeca que sujetaba la daga y la aferró con fuerza, asegurándose así de tener bajo control su arma. Pero la joven seguía pataleando contra él, por lo que tuvo que seguir un plan B.
Inesperadamente la tiró al suelo, tumbándose él encima. Decidió dejar aparcada su preciada espada por razones que ni él supo, y sacar otra espada más pequeña de lo normal. Sin vacilar un segundo, arrimó la punta afilada de esta al cuello de Gabrielle, mientras se le escapaba una sonrisa de satisfacción.
Gané –pronunció con un deje de orgullo en su tono de voz.
Gabrielle maldijo para sus adentros. La mano que sujetaba su daga la tenía inmovilizada y no la podía mover. Ciertamente, tenía inmovilizado todo su cuerpo.
Fue entonces cuando recordó algo. Una técnica que le enseñó el profesor de defensa del sobrino de sus dueños, que de vez en cuando y a escondidas, le mostraba tácticas a ella. Viendo cómo se divertía el contrincante, decidió seguirle el juego y sonreír a su vez, sin apartar la mirada de sus ojos.
Interesante ataque –dijo.
El joven se extrañó ante las palabras de su víctima. Pero no tuvo tiempo a reaccionar cuando esta hizo un extraño movimiento que lo llevó a girarse. En un abrir y cerrar de ojos, las posiciones habían cambiado, y Gabrielle se encontraba encima de él, sujetando su muñeca como lo había hecho antes el otro, y apuntándole con la daga. Mechones de su cabello resbalaron por sus hombros y cubrieron ambos rostros como si de una cortina se tratase.
En cuanto la sorpresa del joven se pasó un tanto, volvió a sonreír con su típico aire misterioso.
Muy hábil. –Gabrielle no supo si se burlaba de ella o lo decía en serio–. Nunca me hubiera creído que alguien como tú pudiera hacer esto. Se ve que te he menospreciado.
La joven apretó los dientes y tensó todo el cuerpo. La pacífica voz del chico la ponía nerviosa. Se dio cuenta de que él no dejaba de mirarla sonriente con aquellos ojos hipnotizantes. No pudo evitar aflojar un poco sus músculos. Vio entonces que todavía sujetaba la daga y apuntaba hacia su cuello. ¿Qué pretendía hacer? ¿De verdad quería matarlo? Desvió su mirada hacia el colgante. El enemigo... Sentía que debía hacerlo, pero aun así, no era capaz. Terminar con una vida, por mucho bien que hiciera al resto del mundo, no le parecía justo. Además era tan joven... Tendría su edad quizás, no mucho más.
¡¿Dónde está, señorito?! –chilló una voz grave.
Gabrielle levantó la cabeza. Reconocía la lengua del enemigo, lo entendía perfectamente y sabía hablarlo un poco. No encontró a aquella persona que había oído, pero le sonó familiar. En aquellos breves segundos se olvidó del joven que tenía debajo, quien viendo el despiste de ella, se levantó, empujándola hacia atrás y dejándola tirada en el suelo. Gabrielle se quejó y se dio cuenta de su error. Rápidamente aferró su daga con fuerza y la sujetó en horizontal frente a su propio rostro, preparada para contraatacar.
Pero en cambio el chico se había levantado completamente y había cogido de nuevo su gruesa espada para colocársela sobre el hombro en pose chula. Dedicó una última sonrisa a la joven.
La próxima vez no te lo pondré tan fácil, chiquilla –le dijo.
Dicho esto, se dio la vuelta para comenzar a andar. Apenas llevaba cinco pasos cuando Gabrielle le llamó la atención desde el suelo todavía:
¡Oye, tú! –le gritó–. ¿Quién se supone que eres?
El chico se detuvo en el sitio, y muy lentamente volvió la cabeza para mirarla por encima del hombro donde tenía apoyada la espada.
Koren –respondió sin pensárselo dos veces–. Un joven guerrero.
Aún se mantuvieron unos segundos más mirándose fijamente ambos a los ojos. Fue Koren quien desvió la mirada de nuevo, dándole la espalda a Gabrielle y enfundado su espada en la vaina que tenía ligada atrás. Tranquilo pero sin pausa, se alejó de la joven escondiéndose en las sombras del bosque.
Gabrielle se quedó sola y sin saber qué hacer. Bajó lentamente el brazo que todavía sujetaba su daga sin dejar de observar las sombras. Sentía algo extraño en su pecho, y aquello no le gustaba un ápice. El nombre del chico retumbaba en las paredes de su cráneo, taladrándola por dentro. Luego, la visión del símbolo que llevaba colgando en el cuello del joven la devolvió a la realidad. Su interior se reveló contra sí mismo. Recordó que él era el enemigo, un ser sangriento con el cual no debía mantener relación. Se levantó enfurruñada y guardó su daga en su cinturón, echando un último vistazo al lugar por el que Koren había desaparecido. Enseguida le dio la espalda, dispuesta a marcharse. Dos pasos dio hasta que se volvió a detener.
Aquel chico no la había matado. Mas bien no había querido, porque lo habría podido hacer sin ningún problema. Frunció el ceño y volvió un tanto la cabeza de nuevo. Antes de que pudiera girarla del todo, la sacudió y retomó su camino hacia el lugar donde había pasado la noche.
Justo entonces llegaba Syna allí desde el lado contrario que ella. Portaba un par de frutos amarillos y lustrosos en las manos.

  

¿Dónde estaba? –preguntó por tercera vez.
Koren se encontraba de espaldas a él, alargando el brazo hacia arriba para coger uno de los frutos del árbol. Prácticamente ignoraba a su maestro.
Le he preguntado algo –insistió el hombre.
Tras coger la fruta finalmente y lanzar un suspiro de resignación, Koren se volvió frente a su maestro, sonriéndole como solo él sabía.
He ido a dar una vuelta por ahí –respondió tranquilamente mientras se acercaba la fruta a la boca para darle un bocado–. Ya sabe, adoro dar paseos matutinos, justo después de levantarme.
El musculado hombre alzó una ceja pero no rechistó. Observó al chico con un cierto desprecio oculto. Odiaba tener que tratar a alguien tan joven como él con tanto respeto. Pero si no lo hacía, podía terminar sin cabeza, y tenía familia a la que cuidar.
Tenemos que darnos prisa –dijo sin embargo mientras Koren devoraba su desayuno con satisfacción–. No podemos retrasarnos más, debemos llegar a Rihem hoy mismo para terminar con tu entrenamiento definitivamente.
No estamos tan lejos –informó Koren tras tragar un bocado de su fruta–. Llegaremos mucho antes de que el sol se ponga.
Su maestro se extrañó ante la intuición de aquel joven, pero no habló. Se limitó a esperar y seguir a Koren. Lo cierto era que se sentía un tanto ridículo teniendo que seguir a alguien que podría ser su hijo por la edad. Pero eran órdenes que debía cumplir.

  

El sol ya estaba alto en el cielo cuando tres figuras salieron del bosque. Las tres tenían el rostro cubierto por una capucha, pero quien los conociera podría saber quiénes eran. A una se le salía una trenza pelirroja mal hecha; otro –que se veía que era un chico por sus músculos– sujetaba una espada con adornos de espirales y más en la empuñadura, y la última portaba un colgante de una piedra celeste en el cuello, una extraña y sucia bandolera le colgaba de lado y sujetaba a un cachorro de pelaje negro en sus brazos.
Elybel. Crad. Melissa. Y el cachorro Sin Nombre.
Melissa dejó al descubierto sus ojos para poder observar la aldea que se extendía ante ella. Tenía un cierto parecido a Adralish, pero esta se veía mucho más pequeña y rústica. No dejaba de pensar que todo aquello tenía demasiado parecido a la Edad Media.
Después de esta aldea –habló Crad de repente– está Rihem.
¿Rihem? –preguntó Melissa, quien todavía no había oído hablar nunca de ese lugar.
Crad la miró fijamente con sus ojos color avellana.
Allí están los miembros de la Séptima Estrella que me han llamado –respondió con una sonrisa simpática en el rostro.
Ah, ya recuerdo –murmuró, apartando la mirada.
¡Ey! –gritó alguien más adelante–. ¿Vamos o qué?
Era Elybel, que se había adelantado un tanto y agitaba las manos en el aire para captar su atención. Crad sonrió ante lo infantil que podía verse aquella elfa a veces, y caminó hacia ella. Melissa se propuso seguirle, pero una nueva presencia a su espalda la obligó a girarse. Entrecerró los ojos, extrañada. No era posible, aquello ya era demasiado. No dejaba de volverse por lo mismo todo el tiempo, y nunca lograba ver nada. Empezaba a asustarse de verdad, y que el animal se retorciera en sus brazos nervioso no la tranquilizaba. Siempre había sabido que los animales tenían mayor instinto, por lo que aquella reacción no era buena señal. Aun así, decidió pasar una vez más e intentar ignorar aquello. Aceleró el paso hasta ponerse a la altura de Elybel y Crad, e intentó parecer lo más normal posible, adentrándose junto a ellos a la aldea, que apenas tenía quince casas contadas a lo largo de pequeñas calles enfangadas.
Narad –susurró Crad–. La aldea de la que pocos saben su nombre, pero por la que muchos pasan para llegar a Rihem.
Melissa observó a su compañero con curiosidad. Le había parecido que había pronunciado Rihem con cierto tono nostálgico. Pero no le preguntó nada y avanzó junto a él con decisión.
Mientras, Elybel se había detenido unos segundos atrás. Con cierta tensión en su rostro, dirigió sus ojos hacia el bosque que dejaban atrás. Hacía tiempo que lo sospechaba, pero cuando vio la figura que había allí de pie mirándola fijamente, estuvo segura de que estaba en lo cierto.
¿Qué debía hacer entonces? ¿Tendría que dejar a Crad y a Melissa solos? Miró a ambos, que seguían avanzando sin haberse percatado de que se había quedado arrezagada. Al parecer, volvían a discutir. Volvió la cabeza nuevamente hacia la persona que seguía observándola con atención. Enseguida la elfa se llevó las manos frente a su pecho, juntando las palmas de ambas y mostrando una expresión de súplica.
Por favor –susurró en voz baja hacia aquella persona, sabiendo que podría escucharla–. Solo déjeme un poco más con ellos. Luego le juro que volveré a mi deber. Por favor, se lo pido...
La figura sonrió y asintió con la cabeza varias veces, provocando que ligeros mechones de su oscuro cabello rubio bailaran levemente sobre sus orejas. Luego, se ocultó tras un árbol.
Elybel sonrió, notablemente feliz, y corrió hasta sus dos compañeros. Por suerte, estos no notaron su ausencia.
O al menos eso pareció en un principio, pero Crad no pudo evitar mirarla de reojo, extrañado, mientras Melissa le hablaba enfadada por el otro lado.

martes, 1 de mayo de 2012

Esperad un poquito más...

Sí, sé que no subí el capítulo diecisiete. ¡Pero es que apenas tuve tiempo de escribir nada en toda la semana! ¡Llevo como cinco líneas! Lo siento, pero tenéis que comprender que tengo otras cosas que hacer... Intentaré ser lo más rápida posible escribiéndolo. Puede que lo suba el jueves o así, no lo sé seguro.

Omg, y habrá un encuentro entre dos personajes ;)

Arrivederci!