Miembros de la Séptima Estrella

martes, 31 de julio de 2012

[L1] Capítulo 20: Las casualidades existen

Este capítulo va dedicado a Sarah, que ha sido la que me ha editado la foto de este capítulo (¡sí, señores! ¡admirad su talento!). Quería darte gracias por todo, Saritah ^^ Que eres estupenda y te quiero mucho (como la trucha al trucho, lalalalalala xD). Pues eso, ¡muchas gracias! :D
Aquí tenéis el capítulo que tendría que haber subido hace tiempo... 



 —¡Me haces daño! —gimió Melissa.
¿Crees que yo estoy muy cómodo? —replicó Crad en un susurro—. Cállate o nos descubrirán.
El espacio que tenían era terriblemente reducido. Tanto, que Melissa tenía que estar casi encima de Crad, y ambos debían colocarse con las rodillas dobladas en posición fetal.
La joven se calló, pero no dejó de gruñir. Aquella situación la enervaba. Odiaba los espacios cerrados, y allí se encontraba, dentro de un arcón con Crad. La mujer con la que se habían encontrado en la casa había resultado ser del bando de los buenos, y sin preguntar nada, les había aconsejado que se escondieran en un arcón que había por ahí. Por supuesto, Melissa se había opuesto al principio. Además de su odio a estar encerrada, el hecho de que Crad tuviera que estar muy junto a ella no le gustaba. Pero al final había cedido. Y se arrepentía de ello.
Allí dentro no se oía nada salvo un murmullo apagado de las gentes que caminaba por la calle. Nada más. Por suerte, tampoco estaba completamente oscuro, ya que había un pequeño agujero en la madera que dejaba entrar un tímido rayo de sol. Aunque no lo pareciera, hacía algo. Permitía distinguir más o menos que allí había dos personas.
Melissa comenzó a respirar agitadamente. Se concentraba en aquel agujero para calmarse, pero no tenía mucho efecto. Empezó a maldecir para sí misma y a apretar los puños tan fuerte que consiguió hacerse pequeñas heridas con las uñas.
¿Mel? —preguntó Crad en voz muy baja, preocupado al ver el estado de la joven—. Vale que a mí tampoco me gusta estar aquí, pero tampoco te pongas tan...
Crad —le interrumpió—. Tengo claustrofobia.
Se hizo un silencio solamente roto por las respiraciones de Melissa.
Maldita sea, maldita sea. —Crad se había unido al ataque de nervios—. ¿Por qué no lo has dicho antes, idiota?
¿En serio sabes lo que es la claustrofobia? —preguntó ella como pudo.
No hagas preguntas tontas ahora. Cálmate y... piensa en un prado.
Melissa lanzó una nerviosa risita por lo bajo.
Por dios, eso no...
Calla y hazlo, vamos —ordenó con voz seria.
La joven chasqueó la lengua y obedeció. Cerró los ojos y comenzó a imaginarse un prado. Pero la ansiedad se lo impedía. Gruñó de nuevo, consternada.
Vamos, un prado extenso —le susurró Crad entonces al oído—. Un prado de un color verde muy vivo; de ese verde que alegra el día a cualquiera que lo admira. —Al ver que Melissa comenzaba a respirar más sosegada, prosiguió—: El prado está rodeado por una hilera de altos árboles, en los cuales vivarachos pajaritos cantan con alegría. Además hay pequeños rincones en la espesa y sedosa hierba donde crecen esbeltas y grandes flores blancas, moradas y azules. Son todas iguales pero a la vez distintas. Otros olores, formas diferentes... Cada una es única a la otra. —Se calló de repente. No se lo ocurría nada más que añadir, y temía que Melissa volviera a caer en las redes del miedo. Cuando una luz se encendió en su cabeza—: Pero ese prado tiene una peculiaridad. Por la noche...
¿SATGE DSUJ?
Todo el esfuerzo que Crad había empleado para intentar tranquilizar a Melissa se esfumó a causa del vozarrón que se oyó de repente. Al hablar en aquel extraño idioma, la joven terráquea no comprendió nada. Pero el sobresalto le había hecho abrir los ojos y sacarla de su prado imaginario. Por ello, volvió a jadear.
Asjan-va noinf —respondió una voz femenina que Crad y Melissa reconocieron como la mujer de la casa.
¡POGRUDJEA! —gritó una tercera voz.
Los dos jóvenes escondidos oyeron pasos acercándose en el piso. La claustrofobia de Melissa se vio mezclada con el terror. La sola idea de morir dentro de un arcón junto a Crad le parecía tan estúpida...
Los pasos se detuvieron. Melissa cerró los ojos y se mordió el labio. No quería mirar.
A su lado, Crad también estaba tenso. Lo notaba en el contacto de su piel con la suya.


El guardia abrió el arcón con tal fiereza que la tapa golpeó la pared. Observó su interior con curiosidad mientras sentía todas las miradas posadas en él a su espalda. Con un grotesco gruñido, lo cerró de nuevo y se volvió hacia los demás guardias.
¡PROJAS VAFNS!
Sin perder un segundo, sus dos compañeros bajaron las escaleras de la casa para llegar al piso inferior y comenzar a registrar cada rincón. Abrieron todas las puertas, armarios y arcones. No dejaron ni una sola habitación sin inspeccionar. Y después de media hora, se fueron.


Crad... —susurró, temblorosa.
No pasa nada; creo que ya se han ido —intentó calmarla.
Aun así, Melissa no destensó los músculos de su cuerpo. Súbitamente, se oyó un ruido sobre sus cabezas. Volvían a abrir el arcón. Creían que ocurriría como antes, que ellos seguirían sin ver nada, que no los descubrirían. Pero esa vez, un segundo golpe acompañó a la luz cegadora que se infiltró por el enorme hueco que se abría delante suyo.
Ya podéis salir; se han ido.
Ambos jóvenes abrieron los ojos y observaron el delgado rostro de la mujer pelirroja; la misma que les había dejado esconderse de los guardias en su arcón.
A trompicones y empujones, Melissa y Crad lograron ponerse de pie y salir de su escondite, dándose cuenta de que este era más grande que antes. La mujer, viendo que Melissa era más bajita, la cogió del brazo y la ayudó. Melissa se sorprendió al descubrir que, a pesar de que estaba extremadamente delgada, tenían las dos una fuerza similar.
Este arcón —hablaba la simpática mujer— tiene un agujero secreto del que nadie sospecha su existencia, ya que es algo muy poco común en una casa plebeya como esta.
Melissa murmuró un agradecimiento y se contuvo de estirar los brazos. Se sentía tan libre y despejada después de estar encerrada en un sitio tan pequeño...
¡Guedy! —gritó una voz masculina desde el piso inferior.
Los dos jóvenes volvieron la cabeza rápidamente hacia las escaleras del desván. Ambos llegaron a pensar que los guardias no se habían ido. Pero la mujer pelirroja se mantenía calmada y sonriente.
Una cabeza de cabellera enmarañada y rubia apareció en la estancia. Aparentaba una gran preocupación, y corrió hasta la mujer sin percatarse de los intrusos.
Guedy, ¿qué querían los guardias? ¿Te han hecho algo? —preguntaba desesperado.
No te preocupes, Anthony, no es nada —lo tranquilizaba la supuesta Guedy. De repente, sus ojos se dirigieron hacia Melissa y Crad. Abrió la mano manteniendo la palma hacia arriba y en dirección a la pareja—. Estos chicos huían de ellos y se han metido en nuestro desván. Yo los he escondido, y los guardias han buscado por toda la casa para encontrarlos.
Solo entonces, Anthony se dio cuenta de la presencia de los dos jóvenes. Los miró de arriba abajo a ambos, deteniéndose en los ojos de Melissa. Ella también se había fijado en los suyos, al igual que Crad. Pero para la terrícola era normal verlos de aquel color tan semejante al suyo. En cambio a Crad le extrañó.
Azules. Otra vez azules.
¿Quiénes sois? —preguntó Anthony frunciendo el ceño.
Melissa no pudo decir nada. Las palabras no le salían de la boca, y dejó a Crad el peso de responder la pregunta. Este dudó unos instantes, pero luego consideró el hecho de que les habían encubierto cuando podrían haberlos entregado.
Cradwerajan, miembro de la Séptima Estrella —anunció con un tono de seriedad que Melissa todavía no había descubierto en él.
Un leve gemido animal desconcertó a la joven, que buscó con la mirada el origen del sonido. Se alivió al ver al cachorrito de beichog saliendo de detrás de unos sacos de harina. Instantáneamente se agachó y abrió los brazos para recibirlo.
Ahí estás —murmuró. Estaba preocupada, ya que lo había perdido de vista al entrar en el desván. Cuando lo levantó en brazos, se percató de que tres pares de ojos la miraban espectantes. Supuso que esperaban que se presentase—. Yo soy Melissa.
No añadió nada más. Hubiera podido autonombrarse compañera de viaje de Crad. Pero los nervios le impidieron decir ningún otro dato. Para su sorpresa, Guedy sonrió.
Estaréis hambrientos. ¡Bajad a la cocina que os preparo algo! —Luego echó un vistazo al vestido de Melissa—. Vaya, está algo sucio... Puede que tenga algo de tu talla por ahí.
Muchas gracias, pero no...
¡No pasa nada! Tengo pilas de ropas que ya no nos van bien —decía Guedy sin perder su sonrisa—. Vamos, bajad.
Mientras Guedy los arrastraba, Anthony no dejó de mirar a Melissa.


¡¿Qué es lo que ha pasado?!
El grito de la elfa provocó que los tres guardias arrodillados a sus pies se encogieran de temor. Solo uno se atrevió a responder, aunque lo hizo con voz temblorosa:
Encontramos a la chica y al sublíder de la Séptima Estrella, pero desaparecieron y...
¡¡Dos personas no desaparecen así como así!! —seguía despotricando—. ¡Esa excusa no me sirve! ¡Los perdisteis de vista! ¡Se os escaparon! ¡No valéis para esto!
Lo sentimos mucho, señora —suplicaba el guardia más joven—. No le volveremos a fallar, se lo prometo.
¡Más os vale, ineptos! —Antes de proseguir, cogió una bocanada de aire para tranquilizarse—. Os doy una oportunidad más —indicó mostrando su dedo índice—. ¡Una! —repitió alzando la voz—. Si no la aprovecháis bien, informaré de vuestra inutilidad a nuestro señor, y él decidirá qué hacer con vosotros. ¿Entendido?
Los tres asintieron y murmuraron miles de agradecimientos.
¿Qué hacéis todavía aquí? ¡Buscad a esos dos! —ordenó, impaciente.
Así, aquellos novatos guerreros de Gouverón se fueron por patas a seguir con su misión, sin olvidar el agradecimiento que le debían a Senlya. Sabían que no volverían a correr la misma suerte.
Idiotas —refunfuñó Senlya una vez que los tuvo perdidos de vista.
Se volvió hacia su caballo y colocó un pie en el estribo para luego impulsarse hacia arriba y montar sobre la silla.
¿Por qué no los has delatado directamente? —saltó Bowar, que había estado observando la escena unos pasos atrás, sin bajar de su montura.
Senlya se quedó callada unos segundos, pensativa.
Todavía pueden servirnos de ayuda —explicó colocándose la capucha de su oscura capa sobre la cabeza, para que le cubriera las orejas que delataban su raza—. Además —añadió—, a Gouverón no le gustaría que matara a más de sus guerreros. Empiezan a escasear, y no podemos permitirnos el lujo de ir castigando con la muerte a todos los que fallan una misión.
Dicho esto, espoleó a su caballo y comenzó a avanzar, adentrándose en una de las ciudades más prósperas de Herielle: Rihem. Bowar se colocó a su altura para poder hablar más cómodamente.
Así que es cierto lo que cuentan... —murmuró—. Los guerreros de Gouverón abandonan sus puestos, y ya no hay tantos candidatos como antaño.
Así es —afirmó Senlya—. Sabrás que muchos se unieron al ejército para poder seguir vivos y proteger a sus familias. Pero la Séptima Estrella va cobrando fuerza, y los rumores corren muy deprisa.
Pasaron junto a un carro cuyo conductor, un campesino de clase baja, al reconocerlos, bajó la cabeza y comenzó a sudar la gota gorda.
«Qué poco discretos», pensó Senlya vigilándolo por el rabillo del ojo.
¿También te has enterado de los rumores?
Lo vimos juntos, Bowar. Tú estabas conmigo —le recordó Senlya—. La chica que entró en Falesia con mi hermana... y luego esa misteriosa mujer de ojos dorados. Todo encaja.
Bowar asintió. Ya lo había pensado, pero no había querido decir nada.
¿Te crees las profecías de los Enviados? —le preguntó, curioso.
Sinceramente, antes no me creía nada. Pero hay demasiadas casualidades en esto, y Gouverón parece realmente preocupado por encontrar a esa chica.
Últimamente Gouverón parece demasiado preocupado por todo —objetó Bowar—. Ahora que su pequeña bruja ha crecido, es más cuidadoso.
No la nombres, Bowar —le advirtió la elfa, mirándolo con cautela—. Es mucho más poderosa de lo que parece, y ahora mismo nos podría estar escuchando. Recuerda que ella...
...podría matarnos a los dos con solo pensarlo —terminó Bowar—. Lo sé, pero cuesta creer que una niña tan pequeña pueda causar tanto mal.
Senlya sonrió y volvió la cabeza al frente.
No es cuestión de edad, si no de genes.
No me creo que pertenezca a la estirpe de los Lokaru —susurró bajando desmesuradamente la voz—. Se dice que no quedó ninguno.
Como si no conocieras a nuestro señor. Él no dejaría que algo tan valioso se exterminara para siempre. Es posible que sea la única superviviente de la familia, y él no quiere perderla. Además, le tiene un cariño especial...
Es imposible que ella sea... —No terminó la frase, ya que tan solo la idea de pensarlo le ponía los pelos de punta.
Pues yo eso sí que me lo creo. —Miró al guerrero muy fijamene—. Nosotros conocimos a un Gouverón ya maduro. ¿Pero quién sabe lo que ocurrió en su juventud? Nadie conoce su pasado, solo él mismo. Y no sería extraño, ya que se dieron muchos casos como esos.
Nunca me creí esas historias —insistió Bowar.
Lo vimos juntos, Bowar —repitió—. Tú estabas conmigo cuando aquella mujer se nos apareció en el bosque mientras huíamos de Falesia. Sus ojos la delataban.
El hombre rubio pensó en ello por primera vez. En cuanto hubo atado cabos, sus ojos se agrandaron de la sorpresa. Volvió a mirar a Senlya, quien sonreía al ver que su amigo se había dado cuenta al fin.
Iris que no pueden dejar de brillar... —susurró—. Pérdida del control...
¿Me crees ahora? —preguntó Senlya.


Las manecillas del reloj avanzaban lentamente. Sentados en la mesa de la cocina los dos se miraban a los ojos en silencio. Ninguno hablaba. No sabían qué decir.
Mientras, en la habitación contigua, Melissa elegía la ropa que Guedy le ofrecía. No acertaban con ninguna. O le iba demasiado grande o demasiado estrecha. Melissa tenía más pecho que Guedy. De por sí ya tenía bastante, pero es que Guedy era casi plana dada su delgadez.
Pasaron diez minutos. Luego quince. Luego veinte. Crad y Anthony seguían sin abrir la boca. Hasta que al final, Crad, cansado, lanzó un gran suspiro de impaciencia.
Mujeres —murmuró.
Anthony rió.
Terminan muy pronto con nuestra paciencia, pero qué sería de nosotros sin ellas —habló al fin.
Viviríamos mucho más tranquilos —refunfuñó Crad, colocando los brazos cruzados en la mesa y dejando caer la cabeza sobre ellos.
El hombre sonrió. Aquel joven le había causado buena impresión.
Aún eres joven, ya verás como tengo razón —objetó—. ¿Y de dónde venís exactamente? —preguntó Anthony tras unos segundos de nuevo silencio.
Crad se incorporó de inmediato. Carraspeó un par de veces antes de hablar, para darle tiempo a pensar una respuesta creíble.
Venimos de Adralish, la conocida aldea del interior del bosque.
Anthony volvió a sonreír.
¿Los dos? —preguntó. Crad asintió—. Te llamabas... Cradwerajan, ¿no? —Crad volvió a asentir—. Y creo que tienes una hermana que se llama... ¿Cede, puede ser?
El joven agrandó los ojos, pillado por sorpresa.
¿Cómo conoces a mi hermana? —preguntó sin salir de su asombro.
Conozco tu historia, Cradwerajan —dijo. Esta vez también sonreía, pero lo hacía de un modo más triste—. Vivíais cerca de aquí, es fácil que lo sepa. Además, tengo muy buena memoria, y por aquel entonces yo ya había llegado a este lugar. Pude verlo con mis propios ojos. ¿Es que no me recuerdas?
Crad se lo quedó mirando. Intentó buscar recuerdos en su cabeza relacionados con un hombre corpulento de cabello rubio y ojos claros. Pero no lograba encontrar nada. Hasta que de repente recordó.
Aquella noche llovía... Y él...
Una puerta se abrió de repente. Anthony despegó su mirada del joven pensativo y la dirigió hacia las dos mujeres que acababan de entrar en la cocina. Se sorpendió al ver lo que tenía delante.
¡Lo ha elegido ella! —se excusó Guedy—. De todo lo que ha visto ha sido lo que más le ha gustado y lo que más bien le queda.
Al fin podré moverme con más facilidad. Con esas faldas no podía hacer nada—sonrió Melissa.
El barullo había sacado a Crad de sus cavilaciones, y decidió volverse para ver qué llevaba Melissa esta vez. La observó de arriba abajo por lo menos cinco veces.
¿Pero qué te has puesto? —preguntó al fin.
Melissa llevaba una camisa ajustada de un color canela clarito. Sobre esta, un cinturón ancho donde podía colgar armas. Sus piernas estaban cubiertas por una especie de mallas ajustadas y elásticas color chocolate, y en los pies, unas botas militares marrones. Aquella visión era algo extraña después de verla con un traje blanco y corsé azul cielo.
La joven puso los brazos en jarra.
Me he puesto lo que más cómoda me hacía sentir —replicó.
Guedy la cogió de los brazos por detrás y la empujó un tanto hacia delante.
Vamos, siéntate, que os preparo algo de comer —insistió.
Melissa obedeció. Se sentó junto a Crad en una silla. Notaba al chico más pensativo y callado. Creía que añadiría algo más como que parecía un chico, o se burlaría de ella. En cambio él volvió la cabeza al frente y, con la vista pegada sobre la madera de la mesa, comenzó a cavilar cosas que solo él sabía. La joven aprovechó para echar un vistazo a su alrededor, mientras Guedy cocinaba algo sobre la barra de la cocina. Anthony miraba a Melissa, pero ella hacía como si no se diera cuenta. Así, sus ojos se toparon en una estantería que tenía a su espalda. En ella había montones de libros cuyos títulos estaban todos relacionados con plantas curativas. Pudo leer los títulos perfectamente, ya que estaban en italiano. En un principio no cayó en la cuenta, así que soltó:
Veo que en esta casa gustan mucho las plantas.
Se volvió hacia Anthony.
¿Cómo lo sabes? —preguntó este fingiendo sorpresa.
Por los libros de... —Se paró en seco. Volvió a mirar los libros y al fin se dio cuenta.
Escritos en italiano. ¿Cómo...?
¿De dónde vienes, Melissa? —preguntó Anthony sonriendo de lado.
La joven dirigió su mirada a él. ¿Qué debía responder? ¿La verdad? Crad también la miraba. Se había dado cuenta de los libros, pero no entendía por qué tan alboroto. Cierto, él no conocía el idioma en el que estaban escritos, pero tampoco había ido a ninguna escuela, así que no le extrañaba.
De... —Era la única opción—. De... —Lo tenía que soltar, ya era hora—. De... —Estaba decidida—. De un orfanato.
No dio más detalles. No pensaba darlos.
Sin embargo, algo en la mirada del hombre le hizo sospechar que la había descubierto. Y no supo por qué, pero no le dio miedo.
Anthony se levantó.
¿Puedes acompañarme un momento, Melissa? —preguntó—. Quiero enseñarte algo.
Melissa lo miró, curiosa. Pasaron unos segundos de silencio.
Claro —asintió, en una voz tan baja que apenas se la oyó.
Crad miraba a ambos consecutivamente. No entendía nada. Cuando vio que se alejaban y Anthony estaba a punto de abrir una puerta, saltó:
¿Y yo no puedo ir?
Intentó hacerlo en un tono bromista, pero le salió más bien nervioso y desconfiado. Anthony lo miró, comprendiendo.
Lo siento, solo puede la chica.
Melissa no sabía si salir corriendo o quedarse allí. Al final se quedó con la idea de aguardarse muy cerca de la puerta una vez estuviera en aquella habitación que el hombre quería mostrarle.
Anthony abrió la puerta y Melissa entró detrás. ¿Qué estaba haciendo allí? Sus piernas le decían que corriera. El hombre percibió su miedo y sonrió, divertido. Cerró la puerta tras de sí y, sin decir nada, avanzó hasta la única fuente de luz que allí había: una ventana con la persiana bajada. Melissa intentó enfocar sus ojos y ver algo. Pero no conseguía hacerlo. Solo vislumbraba figuras oscuras sobre mesas. Nada más.
Hasta que Anthony corrió la persiana, y una luz cegadora invadió la habitación. La joven tuvo que cerrar los ojos y cubrírselos un momento. Pero cuando se acostumbraron, echó un vistazo a la estancia, descubriendo así los objetos que había sobre las mesas.
¿Pero qué demonios...? —pudo decir.
Objetos terrícolas era lo único que se le pasaba por la mente. Y eso era lo que allí había. Objetos de alta tecnología que solo podían pertenecer a la Tierra. Desde cámaras de fotos desechables hasta un caro y pequeño microscopio arrinconado en el espacio donde más luz solar llegaba.
Imposible —murmuró. Luego miró a Anthony—. ¿Por qué tienes todo esto?
Anthony sonrió.
Digamos que puede que vengamos del mismo sitio...
¿Italia?
Orfanato de Italia —corrigió él.
Aquello impactó todavía más a Melissa.
Era el hijo científico del director del orfanato —explicó Anthony—. Fui de visita y no sé cómo terminé en este mundo.
Melissa comenzó a hacer memoria. Recordaba haber oído algo del hijo del director, que desapareció cuando ella era pequeña, y ya nadie lo encontró jamás. Quién le hubiera dicho que había terminado ahí. Quién le hubiera dicho que estaría hablando con él en esos momentos, en ese lugar.
¿Y a mí me recuerdas? —preguntó Melissa, sin poder contenerse.
Anthony caviló.
Había una niña... —recordó—. Una niña pequeña que siempre estaba sola. Recuerdo haberla visto saltando la valla del orfanato e intentar escapar por el bosque. Recuerdo haber ido corriendo a cogerla —rió de repente—. Esa niña pegaba fuerte.
Algo en el interior de Melissa se revolvió al clasificar lo que él le estaba contando.
Sí... —murmuró—. Era yo.

domingo, 15 de julio de 2012

[L1] Capítulo 19: Historias y cuervos

Pensé que ya sería hora de subir, y aquí estoy con insomnio y subiendo capítulo. La verdad es que he pasado por una especie de crisis anti-historia, crisis que tengo cuando veo que alguna de mis historias no me cuadra o no me anima lo suficiente. Pero ya voy llegando a partes más interesantes, así que creo que esta vez iré bien de tiempo. Eso sí, en este capítulo y en el siguiente hay partes tostones de grandes parrafadas donde dan mucha información, y a lo mejor se os hace algo pesado... Sorry!




 –Dos calles más abajo, tuerza a la izquierda y siga todo recto. Ahí está –indicaba Crad a un hombre que preguntaba por dónde paraba la herboristería.
Los tres jóvenes todavía estaban montados en sus respectivos caballos, y Melissa echaba nerviosas ojeadas hacia atrás, en busca de algún guerrero.
Los hemos despistado –dijo Elybel, adivinando sus pensamientos.
Melissa no respondió y volvió la mirada al frente. El caballo volvió a caminar tras Crad. A su alrededor se desplegaban numerosas viviendas, mayoritariamente construidas con ladrillos... o algo parecido. Las calles estaban hechas de piedra, y cuando los cascos de los caballos impactaban contra el suelo, se oía un sonoro clac que interrumpía los gritos de los mercaderes que intentaban vender sus artículos. Todo aquello se le hacía tan extraño a Melissa, que no pudo dejar de observar hacia todos los lados. Las madres con sus hijos fue lo que le llamó la atención. Y después de tanto tiempo, se volvió a preguntar si ella tendría una, y dónde estaría. El hecho de saber que la dejaron en el orfanato con cuatro años y ella no lograra recordar con quiénes había vivido anteriormente, la enfurecía al mismo tiempo que la intrigaba. Le frustraba no poder conocer a su familia. Le ponía nerviosa no saber de dónde provenía.
Sacudió la cabeza, alejando aquellos sentimientos que comenzaban a ablandarla. No, no le gustaba sentirse débil. No podía dejar que algo que creía tener tan asumido le volviera a afectar. Había pasado página.
El caballo se detuvo sin previo aviso. Melissa observó extrañada cómo Crad bajaba de su montura y se plantaba enfrente de ellas dos, con una sonrisa de oreja a oreja. Cualquiera que lo hubiera visto en aquel momento, no habría sospechado en absoluto que acababan de huir de las autoridades.
Vamos a comprar algo de comer –indicó.
Elybel bajó enseguida del animal, zarandeándolo, lo que provocó que Melissa se tuviera que sujetarse mejor a la silla para no caer.
Voy contigo –dijo la elfa tan pronto como sus pies tocaron el suelo.
Yo me quedo fuera vigilando a los caballos –anunció Melissa en cuanto sintió que Crad le iba a hablar.
Los dos amigos enseguida entraron en la tahona, dejando a Melissa fuera, sola. Esta bajó de un salto del animal, maldiciendo en voz baja la dichosa falda que llevaba y sujetando más fuerte al cachorrito que llevaba en brazos. Luego se colocó entre los dos caballos y aguardó a que Crad y Elybel salieran de la tahona. En cierto modo, agradecía poder tener un poco de soledad, pero no podía evitar inquietarse por los soldados que los habían perseguido. Parecía que los habían despistado, pero nunca se sabe.
El sonido de los cascos de un par de caballos golpeando las calles alertó a la joven. Alzó la cabeza y buscó con la mirada por encima del lomo de los animales a los que guardaba. Estos eran más altos que ella, aunque claro, era fácil, pues Melissa era una chica de baja estatura. Su corazón recuperó sus pulsaciones normales tras afirmar que no eran los soldados, si no dos chicas normales. Las dos tenían largos cabellos, pero una lo tenía castaño oscuro y la otra negro y brillante. La castaña miraba hacia todos los lados, repleta de curiosidad. En cambio la morena llevaba la vista al frente y se mostraba pensativa. Parecía mucho más seria que la primera.
De repente, el relincho de un caballo sacó a Melissa de sus observaciones. Dirigió su mirada hacia el origen del ruido y se encontró con unos ojos color avellana.
Menos mal que tenías que quedarte vigilando los caballos –murmuró Crad, sonriendo.
La joven vio avergonzada cómo su compañero llevaba a uno de los caballos sujeto del cuello. Al parecer se le había escapado mientras observaba a las esas dos jinetes.
Lo siento –susurró rozando el hocico del animal que Crad llevaba. Luego cayó en la cuenta–. ¿Tú no deberías estar dentro con Elybel?
Debería, pero he visto que estabas completamente distraída y he salido para ayudarte a controlar estas fieras –explicó mientras daba palmaditas en el lomo del que había sido su transporte–. Últimamente estás muy rara...
¿Acaso me conoces lo suficiente como para saber si estoy rara o no? –preguntó Melissa alzando ambas cejas.
No, pero... –Miró a Melissa a los ojos–. Déjalo estar.
Se hizo un incómodo silencio durante el cual ambos disimularon acariciando un corcel cada uno. Pero al final, Melissa no pudo soportarlo y tuvo que romper el hielo.
No lo entiendo, Crad. –El chico la miró con una mueca confusa–. ¿Qué ocurre aquí? ¿Por qué hay tantos soldados? –Estableció un fuerte contacto visual con Crad antes de seguir preguntando–: ¿Qué es exactamente la Séptima Estrella?
Crad meditó unos segundos las respuestas que debía darle. Al final suspiró abatido y empezó a relatar:
Anielle era antes un mundo pacífico dentro de lo que cabía. Cierto que siempre había pequeñas disputas, pero la gente vivía tranquila la mayor parte del tiempo. Los reyes de Herielle eran buenos gobernadores y grandes personas. Se ofrecían a ayudar a su pueblo siempre que él lo necesitaba. Ellos estaban allí continuamente. Nunca nos abandonaban. –Hizo una pausa dramática en la que cogió aire–. Pero el rey enfermó de repente. Los mejores doctores de todo el reino fueron a visitarle, pero nadie supo encontrar qué era lo que padecía ni cuál podía ser su cura. Y un día, sin previo aviso, falleció. Se acordó que habría todo un mes de luto en su honor, pero apenas pasaba una semana cuando ya se empezó a rumorear que el primo del rey subía al trono y lo sustituía.
¿Gouverón? –interrumpió Melissa por primera vez.
En efecto –asintió Crad.
La noticia impactó a Melissa. Nunca se hubiera podido imaginar que el tan hablado Gouverón podría ser el primo del antiguo rey.
Pero entonces, ¿qué ocurrió con la reina? –preguntó intrigada.
Nadie lo sabe –respondió, con un deje de misterio–. Muchos dicen que huyó; otros que Gouverón la encerró en los calabozos. Pero en realidad nadie conoce su verdadero paradero. Al igual que el de su bebé.
¿Bebé? –se sorprendió Melissa.
Sí. Apenas unos días antes de que el rey falleciera, la reina había tenido un hijo varón. El futuro heredero de Herielle. Pero de él se dicen las mismas cosas que de la reina. Todo son rumores –suspiró–. Vale, nos hemos desviado un poco del tema. –Hizo una nueva pausa para volver a seguir con la historia inicial–. Gouverón comenzó a dictar leyes crueles que, por supuesto, el pueblo se negó a aceptar. Fue entonces cuando salió su verdadera forma de ser. Se movía silencioso, pero cuando llegaba al pueblo, causaba el caos y la destrucción. La única forma de poder tener una sola oportunidad por sobrevivir era rendirse a sus órdenes y cumplir a raja tabla sus estúpidas leyes. Muchos lo hicieron. Pero hubo otros que no.
»Se creó un pequeño grupo, el cual fue creciendo cada vez más. Se movía casi tan rápido como las tropas de Gouverón, y a él se fue uniendo más y más gente. Lo único que quería conseguir esa organización era la libertad. Y por ello pusieron en riesgo sus vidas para conseguir derrotar al nuevo gobernador, quien había cogido la afición de expandir sus terrenos por los demás continentes.
¿Y por qué se llama la Séptima Estrella?
¿Sabes cuántos reinos hay en Anielle? –Melissa negó con la cabeza y Crad suspiró–. Seis reinos más Fosly, la gran masa de hielo donde no habita ser vivo alguno. El caso es que como la Séptima Estrella solo seguía sus propias leyes, se pasó a llamar Séptimo, como si se tratara de un séptimo reino.
¿Y lo de Estrella?
Sinceramente, eso sí que no lo sé –respondió Crad encogiéndose de hombros–. Cuando yo nací ya estaba todo formado.
¿Cuántos años hace desde que empezó todo eso?
Desde que Gouverón subió al trono, veintidós años aproximadamente.
A Melissa no le dio tiempo para preguntar más curiosidades. Súbitamente, un grito de guerra inundó la gran calle empedrada de Rihem. Ambos jóvenes volvieron la cabeza y se encontraron con varios soldados que iban hacia ellos montados en sus caballos. Melissa abrió la boca asombrada, quizá para decir algo, o quizá de sorpresa solamente. Cuando, de repente, la mano de Crad aferró la suya y se la llevó por delante bruscamente.
¡Corre! –gritó el chico únicamente.
Melissa aferró a su pequeño animal más fuerte, apretándolo contra su pecho, mientras se dejaba llevar a duras penas por Crad. Este se dirigía directamente hacia la pared de una casa ajena.
¡Crad! ¿Qué demonios haces? –preguntaba Melissa, histérica.
Tú calla y agárrame fuerte la mano –ordenó él.
Antes de que Melissa pudiera replicar algo más, Crad pegó un salto con un solo pie y se agarró con la otra mano al tejado de la casa. En menos de dos segundos ya estaba arriba dándose cuenta, con horror, de que Melissa se había soltado de él. Rápidamente se agachó y le ofreció ayuda.
¡Rápido! ¡Coge mi mano! –gritaba.
Melissa vio la altura que había entre el suelo y el tejado. Le parecía demasiado para su gusto. Giró la cabeza hacia atrás y el ver a los soldados acercarse a ellos dos, la ayudó a motivarse. Sujetó con fuerza al pequeño cachorro –que el pobre estaba a punto de vomitar de tanto movimiento– y saltó hacia arriba –algo parecido a lo que había hecho Crad pero de forma más torpe–, alzando el brazo para coger la mano que el joven le ofrecía. Se sorprendió con la facilidad que este la subió al tejado. Por supuesto, ella se ayudó colocando los pies en la fachada de la casa e impulsándose hacia arriba. Apenas le costó tres segundos pisar las tejas de la casa.
Veloz, Crad corrió con una envidiable habilidad y gracia por el tejado, sin soltar en ningún momento el brazo de Melissa, que lo seguía como podía. Se oía a gente gritar por la calle. Seguramente estaban presenciando desde allí la escena que se estaba dando. Por ello, Melissa no se atrevió a mirar hacia atrás para comprobar si los soldados los perseguían o no.
¡Salta! –le gritó de nuevo Crad.
¿Qué...?
No pudo terminar la pregunta. De repente sus pies dejaron de tocar el suelo. Se sintió volar durante unos segundos que le parecieron horas. Cuando al fin volvió a sentir superficie bajo su cuerpo, reaccionó. Acababan de saltar de un tejado a otro sin que ella pudiera enterarse. Todo estaba ocurriendo a una velocidad de vértigo. Vértigo. Vértigo es lo que ella estaba sufriendo en aquel momento al mirar hacia abajo.
¡Corre, entra! –le volvió a ordenar.
Esta vez Melissa le obedeció a la primera y se lanzó hacia el lugar que él le indicaba: la ventana abierta de un desván. Cuando Melissa recuperó un poco de cordura, se dio cuenta de que se encontraba en una casa ajena en la cual habían entrado por la ventana del tejado. Parecían delincuentes. Aunque, bien mirado, quizá fueran eso mismo. Perseguidos por las autoridades, desobedeciendo las órdenes... Sí, tenían toda la pinta.
Mierda.
Melissa miró a Crad con asombro. Se había detenido nada más entrar en el edificio. Él nunca había dicho nada así, por eso se extrañó tanto al oírlo en su boca. Pero cuando asomó su cabeza por detrás de su espalda, descubrió la razón.
Allí mismo, mirándolos a los dos con curiosidad, había una mujer adulta, pelirroja y de ojos grandes y marrones. Posiblemente se trataba de la dueña de la casa en la que se encontraban.


¡Qué hambre! –exclamó mientras sujetaba una manzana con ambas manos. Los ojos le brillaban de pura emoción–. ¿Cuánto cuesta esto, buen hombre?
Solamente tres monedas de plata –respondió el mercader.
Vaya, qué caro... –refunfuñó la muchacha–. Rebájemelo a una, anda. Que sólo es una manzana.
No.
Anda... –insistió ella.
No.
Vamos...
El hombre la miró a los ojos muy serio. La joven intentó hacer mirada de cachorrito. Al parecer, no funcionó.
Ni hablar.
Pero...
No pudo seguir hablando. Un sonido le hizo volver la cabeza y encontrarse a Syna afilando su larga y afilada espada. Su rostro mostraba una expresión fría y calculadora. Una expresión que le daba miedo. Incluso consiguió ablandar al mercader.
Se... Se la puede llevar gratis –se apresuró a decir, sin dejar de observar a la chica que seguía afilando el arma, al lado de la alegre joven.
Vaya, ¡muchas gracias! ¡Qué generoso! –disimuló Gabrielle, sonriéndole para calmar un poco la situación.
Se disponía a marcharse lo antes posible, cuando el brazo del mercader se interpuso ante ella. En su mano portaba otra manzana. Adivinó que se la estaba ofreciendo a Syna.
Puede llevarse usted otra también. Invita la casa. –El mercader sudaba la gota gorda. Al parecer no era tan valiente y terco como en un principio aparentaba.
Syna no dijo nada, pero sí aceptó el regalo. Lo pinchó con la espada y le dio un bocado. Al pobre hombre casi le da un ataque al ver el arma tan cerca de su mano.
La misteriosa dama no hizo gesto alguno ante su sabor. Nadie sabría jamás si era de su agrado o no.
Dejaron atrás aquel puesto y siguieron caminando por el mercado. Se oían gritos de ofertas por todos lados, y mucha gente se apelotonaba alrededor. Era un agobio estar allí. Pero al menos había comida de calidad. Algo que Gabrielle agradecía, acostumbrada a comer sobras de los nobles.
Distraída mirando hacia todos los lados, su hombro impactó con el hombro de un chico.
Uy, lo siento –se disculpó enseguida.
No pasa nada –le contestó el segundo.
Solo cuando ya había avanzado cuatro pasos, cayó en la cuenta. La joven se detuvo y se volvió lentamente para observar la nuca de un chico de cabello rubio platino.
No podía ser. Demasiada casualidad.
Koren... –susurró tras tragarse el trozo de manzana que masticaba.
De repente, el chico volvió su mirada hacia ella. Por unos segundos ambos jóvenes pudieron observarse. Pero un par de mujeres que hacían la compra se cruzaron entre ellos, y cuando al fin pasaron de largo, Koren ya no estaba allí.
Gabrielle volvió a la realidad gracias a que su caballo la empujó con el hocico. Sonrió de soslayo, un tanto descolocada, y volvió a emprender el camino. Se sorprendió al descubrir que Syna ya no estaba junto a ella.


¡Suélteme, loca! ¡SUÉLTEME!
Cállate de una maldita vez.
¡Por favor, suélteme! ¡No me haga daño!
¿Qué lleva en ese saco?
¡Nada! ¡Se lo juro! –insistía el pobre chico.
Mentiroso... –gruñó.
¡SYNA! –gritó una voz a sus espaldas.
Inmovilizado contra la pared de una casa, se encontraba un chico bastante joven que se veía amenazado por la espada afilada de Syna, cuya punta se clavaba cada vez más en su cuello.
Sin pensárselo dos veces, Gabrielle cogió a Syna por detrás e intentó apartarla del pobre muchacho.
¡Syna! –repitió–. ¡¿Se puede saber qué estás haciendo?!
A pesar de toda la fuerza que Gabrielle empleaba, no conseguía mover a Syna ni un milímetro. Por muy delgada que estuviera la joven, su resistencia era inquebrantable.
¡¡SYNA!! –chillaba.
¡Suéltame! –contestó ella apartándola con el brazo, con tan mala pata, que Gabrielle tropezó hacia atrás y cayó al suelo de espaldas.
La gente comenzó a formar un círculo a su alrededor para observar la escena que se estaba dando en aquel rincón. Sus ojos se posaban con desconfianza en la joven de larga cabellera negra que blandía aquella amenazante espada.
¿Qué está pasando aquí? –irrumpió un hombre con una gran barriga cervecera y una barba áspera y canosa. Observó a la víctima y luego a la atacante. Enseguida se abalanzó contra ellos–. ¡He preguntado que qué está pasando aquí!
Syna lo empujó con más brusquedad que a Gabrielle, quien seguía tumbada en el suelo sin saber muy bien cómo reaccionar.
Gruñendo por lo bajo, la principal protagonista de aquel escándalo lanzó una mirada amenazante al hombre que se había interpuesto en medio. Sus ojos dorados brillaron de una forma distinta, y el interpelado sintió una punzada helada en el corazón. Se quedó mudo durante todo el tiempo que mantuvo la mirada con la chica, hasta que Syna desvió la cabeza de nuevo.
¡Está loca! –decía la gente.
¡Que alguien haga algo!
¡Detenedla!
Con un bufido de consternación, Syna maldijo en voz bien alta y clara. Soltó al chico que tenía cogido –quien resbaló hasta quedar sentado en el suelo con el rostro desfigurado de terror– y se dirigió a una puerta de madera. De una patada la abrió. Todos se la quedaron mirando, esperando a que ocurriese algo. Pero no ocurrió nada. Al menos al principio.
De repente, un agudo chillido se escuchó de dentro de la casa. Un grupo de niños pequeños salió por la puerta inesperadamente. Lloraban, gritaban y tenían magulladuras por todo el cuerpo.
Entre la multitud comenzaron a oírse aullidos de alegría. Los niños se reencontraban con sus padres o familiares, y enseguida la tensa escena que se había presenciado momentos antes, se transformó en un conmovedor cuadro. Varios hombres corrieron a por el muchacho que Syna había asustado y lo inmovilizaron, mientras este desvariaba.
¿Qué está pasando aquí? –preguntaba Gabrielle para sí misma mientras se levantaba del suelo.
Hizo un paso en falso, se le enredaron los pies y su cuerpo se abalanzó hacia delante. Se veía de nuevo en el suelo cuando una mano le sujetó el brazo. Giró la cabeza para ver el rostro de su salvador y se encontró con Syna.
Aquel hombre había secuestrado a todos esos niños –explicó observando cómo se llevaban al interpelado–. Pensaba venderlos en el mercado negro. Estaban tras su busca desde hacía meses.
Gabrielle tardó un poco en contestar. Miraba a Syna con una mezcla de admiración y sorpresa. En aquel momento, la imagen que tenía de ella dio un ligero cambio.
¿Cómo sabías que era él?
Syna también tardó en responder. Soltó a Gabrielle y avanzó un paso para alejarse de la multitud.
Había carteles –dijo.
Yo no vi ninguno –insistió Gabrielle, pisándole los talones.
No te debiste fijar.
Me fijé. Desde que hemos entrado aquí me he mirado todo lo que hay.
Pues se te debió pasar por alto.
No.
De repente, Syna se detuvo.
Gabrielle...
¿Sí? –sonrió esta.
La joven que andaba delante giró la cabeza para poderla mirar a los ojos.
¿No era en Rihem donde tenías a tus familiares?
El corazón de Gabrielle se detuvo unos instantes. Ya no lo recordaba.
Yo nunca dije eso –improvisó. Soportó la intensa mirada de Syna con el rostro tenso–. Es... más lejos. En una aldea que hay más allá.
¿Qué había dicho? ¿Por qué lo había dicho? Syna alzó una ceja. Mostraba confusión, mucha confusión. Confusión y rabia. Gabrielle temió que le empezara a parecer pesada o empalagosa. Pero entonces Syna le dio la espalda y con un suspiro le dijo:
Bien, te acompaño.
Una gran sonrisa llena de felicidad iluminó el rostro de Gabrielle. Estuvo a punto de abalanzarse sobre Syna, pero intentó retenerse. Hasta que no lo consiguió y la abrazó por detrás.
¡Gracias! –exclamó, emocionada.
Al principio, Syna no reaccionó, pero a los pocos segundos lanzó un gemido de dolor y se apartó de ella.
¿Qué te ocurre? –preguntó Gabrielle, preocupada.
Me has dado calambre –respondió agitando la mano en el aire con violencia.
¿Calambre? ¿Pero cómo...?
Se calló de repente al ver aparecer la imagen de un cuervo negro en su mente. Solo fue un instante, pero le impactó. Se quedó callada y totalmente en blanco, hasta que un carraspeo la sacó de su estado. Era Syna, quien zarandeaba su mano delante de sus ojos para despejarla.
Ah, lo siento –se disculpó Gabrielle una vez hubo recuperado la razón–. No sé qué me ha pasado, se me ha ido la cabeza.
Forzó una sonrisa para aparentar estar bien. A pesar de que Syna le dio de nuevo la espalda, Gabrielle supo que no la había engañado.


Unos metros más por encima de sus cabezas, posado sobre el tejado de una casa, se encontraba una mancha negra y brillante. Era un cuervo que podía distinguirse fácilmente de cualquier otro por una peculiar anomalía: una larga cicatriz le atravesaba el ojo izquierdo, manteniéndolo completamente cerrado. Además, el iris del otro tenía un misterioso color dorado...

sábado, 7 de julio de 2012

Anielle


Este mapa lo tenía hecho desde hace mucho, mucho tiempo. Pero nunca me acordaba de subirlo porque quería estar segura de que este sería el mundo. Pero como a partir de aquí se nombrarán varios otros continentes, pues lo subo ya. Dejo también el enlace en la parte derecha del blog para que podáis verlo cuando sea ^^

Un pequeño cambio


Después de estar mucho tiempo completamente desmotivada y sin inspiración, hoy me he puesto las pilas en el capítulo. Y resulta que me he dado cuenta de una cosa... Veréis, en el próximo capítulo 19 os adelanto que se darán muchas explicaciones sobre cómo empezó la guerra y al fin se aclarará qué demonios es la Séptima Estrella -me ha dicho gente que todavía no lo tenían muy claro, y aprovecho para remarcarlo bien y que no haya confusiones-. Pues estaba yo ahí escribiendo, llego a la parte tostón y, tras media hora de cálculos -soy una maravilla en matemáticas (nótese el sarcasmo)- me doy cuenta de que tengo que cambiar un dato que salió al principio (SÓLO UNO). Y es este:
Melissa contó que la dejaron cuando era un bebé en la puerta del orfanato, donde la recogieron y la cuidaron. Pues bien, borrad lo de CUANDO ERA UN BEBÉ y sustituirlo por TENÍA CUATRO AÑOS. Sí, la dejaron en el orfanato cuando tenía cuatro años. Ahora la parte en la que explica su historia quedaría así:
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—¿Dónde están tus padres? —irrumpió Yaiwey de repente.
La mente de Melissa se paralizó en el pasado, en los recuerdos.
—No lo sé... —murmuró bajando la cabeza—. A mis cuatro años me abandonaron frente a la puerta de un orfanato. —Melissa se esforzó por no sonar triste, pero era casi imposible relatando su propia historia—. No vieron a nadie, y yo tampoco recuerdo mucha cosa de lo que me ocurrió antes de encontrarme allí. Las cuidadoras se encargaron de criarme, pero a mí no me gustaba estar siempre encerrada, así que escapé. Y entonces fue cuando me perdí en el bosque.
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Ya está, solo es eso. Espero que no tenga que volverlo a cambiar... La verdad es que me estoy metiendo mucho lío con las fechas u_u
Arrivederci! Y siento las molestias.
PD: POR ESO no me gustaba publicar novelas en blogs. Porque yo cambio cosas a la mínima.