Este capítulo va dedicado a Sarah, que ha sido la que me ha editado la foto de este capítulo (¡sí, señores! ¡admirad su talento!). Quería darte gracias por todo, Saritah ^^ Que eres estupenda y te quiero mucho (como la trucha al trucho, lalalalalala xD). Pues eso, ¡muchas gracias! :D
Aquí tenéis el capítulo que tendría que haber subido hace tiempo...
—¡Me haces daño! —gimió Melissa.
—¿Crees que yo estoy muy cómodo? —replicó Crad en un susurro—. Cállate o nos descubrirán.
El espacio que tenían era terriblemente reducido. Tanto, que Melissa tenía que estar casi encima de Crad, y ambos debían colocarse con las rodillas dobladas en posición fetal.
La joven se calló, pero no dejó de gruñir. Aquella situación la enervaba. Odiaba los espacios cerrados, y allí se encontraba, dentro de un arcón con Crad. La mujer con la que se habían encontrado en la casa había resultado ser del bando de los buenos, y sin preguntar nada, les había aconsejado que se escondieran en un arcón que había por ahí. Por supuesto, Melissa se había opuesto al principio. Además de su odio a estar encerrada, el hecho de que Crad tuviera que estar muy junto a ella no le gustaba. Pero al final había cedido. Y se arrepentía de ello.
Allí dentro no se oía nada salvo un murmullo apagado de las gentes que caminaba por la calle. Nada más. Por suerte, tampoco estaba completamente oscuro, ya que había un pequeño agujero en la madera que dejaba entrar un tímido rayo de sol. Aunque no lo pareciera, hacía algo. Permitía distinguir más o menos que allí había dos personas.
Melissa comenzó a respirar agitadamente. Se concentraba en aquel agujero para calmarse, pero no tenía mucho efecto. Empezó a maldecir para sí misma y a apretar los puños tan fuerte que consiguió hacerse pequeñas heridas con las uñas.
—¿Mel? —preguntó Crad en voz muy baja, preocupado al ver el estado de la joven—. Vale que a mí tampoco me gusta estar aquí, pero tampoco te pongas tan...
—Crad —le interrumpió—. Tengo claustrofobia.
Se hizo un silencio solamente roto por las respiraciones de Melissa.
—Maldita sea, maldita sea. —Crad se había unido al ataque de nervios—. ¿Por qué no lo has dicho antes, idiota?
—¿En serio sabes lo que es la claustrofobia? —preguntó ella como pudo.
—No hagas preguntas tontas ahora. Cálmate y... piensa en un prado.
Melissa lanzó una nerviosa risita por lo bajo.
—Por dios, eso no...
—Calla y hazlo, vamos —ordenó con voz seria.
La joven chasqueó la lengua y obedeció. Cerró los ojos y comenzó a imaginarse un prado. Pero la ansiedad se lo impedía. Gruñó de nuevo, consternada.
—Vamos, un prado extenso —le susurró Crad entonces al oído—. Un prado de un color verde muy vivo; de ese verde que alegra el día a cualquiera que lo admira. —Al ver que Melissa comenzaba a respirar más sosegada, prosiguió—: El prado está rodeado por una hilera de altos árboles, en los cuales vivarachos pajaritos cantan con alegría. Además hay pequeños rincones en la espesa y sedosa hierba donde crecen esbeltas y grandes flores blancas, moradas y azules. Son todas iguales pero a la vez distintas. Otros olores, formas diferentes... Cada una es única a la otra. —Se calló de repente. No se lo ocurría nada más que añadir, y temía que Melissa volviera a caer en las redes del miedo. Cuando una luz se encendió en su cabeza—: Pero ese prado tiene una peculiaridad. Por la noche...
—¿SATGE DSUJ?
Todo el esfuerzo que Crad había empleado para intentar tranquilizar a Melissa se esfumó a causa del vozarrón que se oyó de repente. Al hablar en aquel extraño idioma, la joven terráquea no comprendió nada. Pero el sobresalto le había hecho abrir los ojos y sacarla de su prado imaginario. Por ello, volvió a jadear.
—Asjan-va noinf —respondió una voz femenina que Crad y Melissa reconocieron como la mujer de la casa.
—¡POGRUDJEA! —gritó una tercera voz.
Los dos jóvenes escondidos oyeron pasos acercándose en el piso. La claustrofobia de Melissa se vio mezclada con el terror. La sola idea de morir dentro de un arcón junto a Crad le parecía tan estúpida...
Los pasos se detuvieron. Melissa cerró los ojos y se mordió el labio. No quería mirar.
A su lado, Crad también estaba tenso. Lo notaba en el contacto de su piel con la suya.
El guardia abrió el arcón con tal fiereza que la tapa golpeó la pared. Observó su interior con curiosidad mientras sentía todas las miradas posadas en él a su espalda. Con un grotesco gruñido, lo cerró de nuevo y se volvió hacia los demás guardias.
—¡PROJAS VAFNS!
Sin perder un segundo, sus dos compañeros bajaron las escaleras de la casa para llegar al piso inferior y comenzar a registrar cada rincón. Abrieron todas las puertas, armarios y arcones. No dejaron ni una sola habitación sin inspeccionar. Y después de media hora, se fueron.
—Crad... —susurró, temblorosa.
—No pasa nada; creo que ya se han ido —intentó calmarla.
Aun así, Melissa no destensó los músculos de su cuerpo. Súbitamente, se oyó un ruido sobre sus cabezas. Volvían a abrir el arcón. Creían que ocurriría como antes, que ellos seguirían sin ver nada, que no los descubrirían. Pero esa vez, un segundo golpe acompañó a la luz cegadora que se infiltró por el enorme hueco que se abría delante suyo.
—Ya podéis salir; se han ido.
Ambos jóvenes abrieron los ojos y observaron el delgado rostro de la mujer pelirroja; la misma que les había dejado esconderse de los guardias en su arcón.
A trompicones y empujones, Melissa y Crad lograron ponerse de pie y salir de su escondite, dándose cuenta de que este era más grande que antes. La mujer, viendo que Melissa era más bajita, la cogió del brazo y la ayudó. Melissa se sorprendió al descubrir que, a pesar de que estaba extremadamente delgada, tenían las dos una fuerza similar.
—Este arcón —hablaba la simpática mujer— tiene un agujero secreto del que nadie sospecha su existencia, ya que es algo muy poco común en una casa plebeya como esta.
Melissa murmuró un agradecimiento y se contuvo de estirar los brazos. Se sentía tan libre y despejada después de estar encerrada en un sitio tan pequeño...
—¡Guedy! —gritó una voz masculina desde el piso inferior.
Los dos jóvenes volvieron la cabeza rápidamente hacia las escaleras del desván. Ambos llegaron a pensar que los guardias no se habían ido. Pero la mujer pelirroja se mantenía calmada y sonriente.
Una cabeza de cabellera enmarañada y rubia apareció en la estancia. Aparentaba una gran preocupación, y corrió hasta la mujer sin percatarse de los intrusos.
—Guedy, ¿qué querían los guardias? ¿Te han hecho algo? —preguntaba desesperado.
—No te preocupes, Anthony, no es nada —lo tranquilizaba la supuesta Guedy. De repente, sus ojos se dirigieron hacia Melissa y Crad. Abrió la mano manteniendo la palma hacia arriba y en dirección a la pareja—. Estos chicos huían de ellos y se han metido en nuestro desván. Yo los he escondido, y los guardias han buscado por toda la casa para encontrarlos.
Solo entonces, Anthony se dio cuenta de la presencia de los dos jóvenes. Los miró de arriba abajo a ambos, deteniéndose en los ojos de Melissa. Ella también se había fijado en los suyos, al igual que Crad. Pero para la terrícola era normal verlos de aquel color tan semejante al suyo. En cambio a Crad le extrañó.
Azules. Otra vez azules.
—¿Quiénes sois? —preguntó Anthony frunciendo el ceño.
Melissa no pudo decir nada. Las palabras no le salían de la boca, y dejó a Crad el peso de responder la pregunta. Este dudó unos instantes, pero luego consideró el hecho de que les habían encubierto cuando podrían haberlos entregado.
—Cradwerajan, miembro de la Séptima Estrella —anunció con un tono de seriedad que Melissa todavía no había descubierto en él.
Un leve gemido animal desconcertó a la joven, que buscó con la mirada el origen del sonido. Se alivió al ver al cachorrito de beichog saliendo de detrás de unos sacos de harina. Instantáneamente se agachó y abrió los brazos para recibirlo.
—Ahí estás —murmuró. Estaba preocupada, ya que lo había perdido de vista al entrar en el desván. Cuando lo levantó en brazos, se percató de que tres pares de ojos la miraban espectantes. Supuso que esperaban que se presentase—. Yo soy Melissa.
No añadió nada más. Hubiera podido autonombrarse compañera de viaje de Crad. Pero los nervios le impidieron decir ningún otro dato. Para su sorpresa, Guedy sonrió.
—Estaréis hambrientos. ¡Bajad a la cocina que os preparo algo! —Luego echó un vistazo al vestido de Melissa—. Vaya, está algo sucio... Puede que tenga algo de tu talla por ahí.
—Muchas gracias, pero no...
—¡No pasa nada! Tengo pilas de ropas que ya no nos van bien —decía Guedy sin perder su sonrisa—. Vamos, bajad.
Mientras Guedy los arrastraba, Anthony no dejó de mirar a Melissa.
—¡¿Qué es lo que ha pasado?!
El grito de la elfa provocó que los tres guardias arrodillados a sus pies se encogieran de temor. Solo uno se atrevió a responder, aunque lo hizo con voz temblorosa:
—Encontramos a la chica y al sublíder de la Séptima Estrella, pero desaparecieron y...
—¡¡Dos personas no desaparecen así como así!! —seguía despotricando—. ¡Esa excusa no me sirve! ¡Los perdisteis de vista! ¡Se os escaparon! ¡No valéis para esto!
—Lo sentimos mucho, señora —suplicaba el guardia más joven—. No le volveremos a fallar, se lo prometo.
—¡Más os vale, ineptos! —Antes de proseguir, cogió una bocanada de aire para tranquilizarse—. Os doy una oportunidad más —indicó mostrando su dedo índice—. ¡Una! —repitió alzando la voz—. Si no la aprovecháis bien, informaré de vuestra inutilidad a nuestro señor, y él decidirá qué hacer con vosotros. ¿Entendido?
Los tres asintieron y murmuraron miles de agradecimientos.
—¿Qué hacéis todavía aquí? ¡Buscad a esos dos! —ordenó, impaciente.
Así, aquellos novatos guerreros de Gouverón se fueron por patas a seguir con su misión, sin olvidar el agradecimiento que le debían a Senlya. Sabían que no volverían a correr la misma suerte.
—Idiotas —refunfuñó Senlya una vez que los tuvo perdidos de vista.
Se volvió hacia su caballo y colocó un pie en el estribo para luego impulsarse hacia arriba y montar sobre la silla.
—¿Por qué no los has delatado directamente? —saltó Bowar, que había estado observando la escena unos pasos atrás, sin bajar de su montura.
Senlya se quedó callada unos segundos, pensativa.
—Todavía pueden servirnos de ayuda —explicó colocándose la capucha de su oscura capa sobre la cabeza, para que le cubriera las orejas que delataban su raza—. Además —añadió—, a Gouverón no le gustaría que matara a más de sus guerreros. Empiezan a escasear, y no podemos permitirnos el lujo de ir castigando con la muerte a todos los que fallan una misión.
Dicho esto, espoleó a su caballo y comenzó a avanzar, adentrándose en una de las ciudades más prósperas de Herielle: Rihem. Bowar se colocó a su altura para poder hablar más cómodamente.
—Así que es cierto lo que cuentan... —murmuró—. Los guerreros de Gouverón abandonan sus puestos, y ya no hay tantos candidatos como antaño.
—Así es —afirmó Senlya—. Sabrás que muchos se unieron al ejército para poder seguir vivos y proteger a sus familias. Pero la Séptima Estrella va cobrando fuerza, y los rumores corren muy deprisa.
Pasaron junto a un carro cuyo conductor, un campesino de clase baja, al reconocerlos, bajó la cabeza y comenzó a sudar la gota gorda.
«Qué poco discretos», pensó Senlya vigilándolo por el rabillo del ojo.
—¿También te has enterado de los rumores?
—Lo vimos juntos, Bowar. Tú estabas conmigo —le recordó Senlya—. La chica que entró en Falesia con mi hermana... y luego esa misteriosa mujer de ojos dorados. Todo encaja.
Bowar asintió. Ya lo había pensado, pero no había querido decir nada.
—¿Te crees las profecías de los Enviados? —le preguntó, curioso.
—Sinceramente, antes no me creía nada. Pero hay demasiadas casualidades en esto, y Gouverón parece realmente preocupado por encontrar a esa chica.
—Últimamente Gouverón parece demasiado preocupado por todo —objetó Bowar—. Ahora que su pequeña bruja ha crecido, es más cuidadoso.
—No la nombres, Bowar —le advirtió la elfa, mirándolo con cautela—. Es mucho más poderosa de lo que parece, y ahora mismo nos podría estar escuchando. Recuerda que ella...
—...podría matarnos a los dos con solo pensarlo —terminó Bowar—. Lo sé, pero cuesta creer que una niña tan pequeña pueda causar tanto mal.
Senlya sonrió y volvió la cabeza al frente.
—No es cuestión de edad, si no de genes.
—No me creo que pertenezca a la estirpe de los Lokaru —susurró bajando desmesuradamente la voz—. Se dice que no quedó ninguno.
—Como si no conocieras a nuestro señor. Él no dejaría que algo tan valioso se exterminara para siempre. Es posible que sea la única superviviente de la familia, y él no quiere perderla. Además, le tiene un cariño especial...
—Es imposible que ella sea... —No terminó la frase, ya que tan solo la idea de pensarlo le ponía los pelos de punta.
—Pues yo eso sí que me lo creo. —Miró al guerrero muy fijamene—. Nosotros conocimos a un Gouverón ya maduro. ¿Pero quién sabe lo que ocurrió en su juventud? Nadie conoce su pasado, solo él mismo. Y no sería extraño, ya que se dieron muchos casos como esos.
—Nunca me creí esas historias —insistió Bowar.
—Lo vimos juntos, Bowar —repitió—. Tú estabas conmigo cuando aquella mujer se nos apareció en el bosque mientras huíamos de Falesia. Sus ojos la delataban.
El hombre rubio pensó en ello por primera vez. En cuanto hubo atado cabos, sus ojos se agrandaron de la sorpresa. Volvió a mirar a Senlya, quien sonreía al ver que su amigo se había dado cuenta al fin.
—Iris que no pueden dejar de brillar... —susurró—. Pérdida del control...
—¿Me crees ahora? —preguntó Senlya.
Las manecillas del reloj avanzaban lentamente. Sentados en la mesa de la cocina los dos se miraban a los ojos en silencio. Ninguno hablaba. No sabían qué decir.
Mientras, en la habitación contigua, Melissa elegía la ropa que Guedy le ofrecía. No acertaban con ninguna. O le iba demasiado grande o demasiado estrecha. Melissa tenía más pecho que Guedy. De por sí ya tenía bastante, pero es que Guedy era casi plana dada su delgadez.
Pasaron diez minutos. Luego quince. Luego veinte. Crad y Anthony seguían sin abrir la boca. Hasta que al final, Crad, cansado, lanzó un gran suspiro de impaciencia.
—Mujeres —murmuró.
Anthony rió.
—Terminan muy pronto con nuestra paciencia, pero qué sería de nosotros sin ellas —habló al fin.
—Viviríamos mucho más tranquilos —refunfuñó Crad, colocando los brazos cruzados en la mesa y dejando caer la cabeza sobre ellos.
El hombre sonrió. Aquel joven le había causado buena impresión.
—Aún eres joven, ya verás como tengo razón —objetó—. ¿Y de dónde venís exactamente? —preguntó Anthony tras unos segundos de nuevo silencio.
Crad se incorporó de inmediato. Carraspeó un par de veces antes de hablar, para darle tiempo a pensar una respuesta creíble.
—Venimos de Adralish, la conocida aldea del interior del bosque.
Anthony volvió a sonreír.
—¿Los dos? —preguntó. Crad asintió—. Te llamabas... Cradwerajan, ¿no? —Crad volvió a asentir—. Y creo que tienes una hermana que se llama... ¿Cede, puede ser?
El joven agrandó los ojos, pillado por sorpresa.
—¿Cómo conoces a mi hermana? —preguntó sin salir de su asombro.
—Conozco tu historia, Cradwerajan —dijo. Esta vez también sonreía, pero lo hacía de un modo más triste—. Vivíais cerca de aquí, es fácil que lo sepa. Además, tengo muy buena memoria, y por aquel entonces yo ya había llegado a este lugar. Pude verlo con mis propios ojos. ¿Es que no me recuerdas?
Crad se lo quedó mirando. Intentó buscar recuerdos en su cabeza relacionados con un hombre corpulento de cabello rubio y ojos claros. Pero no lograba encontrar nada. Hasta que de repente recordó.
Aquella noche llovía... Y él...
Una puerta se abrió de repente. Anthony despegó su mirada del joven pensativo y la dirigió hacia las dos mujeres que acababan de entrar en la cocina. Se sorpendió al ver lo que tenía delante.
—¡Lo ha elegido ella! —se excusó Guedy—. De todo lo que ha visto ha sido lo que más le ha gustado y lo que más bien le queda.
—Al fin podré moverme con más facilidad. Con esas faldas no podía hacer nada—sonrió Melissa.
El barullo había sacado a Crad de sus cavilaciones, y decidió volverse para ver qué llevaba Melissa esta vez. La observó de arriba abajo por lo menos cinco veces.
—¿Pero qué te has puesto? —preguntó al fin.
Melissa llevaba una camisa ajustada de un color canela clarito. Sobre esta, un cinturón ancho donde podía colgar armas. Sus piernas estaban cubiertas por una especie de mallas ajustadas y elásticas color chocolate, y en los pies, unas botas militares marrones. Aquella visión era algo extraña después de verla con un traje blanco y corsé azul cielo.
La joven puso los brazos en jarra.
—Me he puesto lo que más cómoda me hacía sentir —replicó.
Guedy la cogió de los brazos por detrás y la empujó un tanto hacia delante.
—Vamos, siéntate, que os preparo algo de comer —insistió.
Melissa obedeció. Se sentó junto a Crad en una silla. Notaba al chico más pensativo y callado. Creía que añadiría algo más como que parecía un chico, o se burlaría de ella. En cambio él volvió la cabeza al frente y, con la vista pegada sobre la madera de la mesa, comenzó a cavilar cosas que solo él sabía. La joven aprovechó para echar un vistazo a su alrededor, mientras Guedy cocinaba algo sobre la barra de la cocina. Anthony miraba a Melissa, pero ella hacía como si no se diera cuenta. Así, sus ojos se toparon en una estantería que tenía a su espalda. En ella había montones de libros cuyos títulos estaban todos relacionados con plantas curativas. Pudo leer los títulos perfectamente, ya que estaban en italiano. En un principio no cayó en la cuenta, así que soltó:
—Veo que en esta casa gustan mucho las plantas.
Se volvió hacia Anthony.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó este fingiendo sorpresa.
—Por los libros de... —Se paró en seco. Volvió a mirar los libros y al fin se dio cuenta.
Escritos en italiano. ¿Cómo...?
—¿De dónde vienes, Melissa? —preguntó Anthony sonriendo de lado.
La joven dirigió su mirada a él. ¿Qué debía responder? ¿La verdad? Crad también la miraba. Se había dado cuenta de los libros, pero no entendía por qué tan alboroto. Cierto, él no conocía el idioma en el que estaban escritos, pero tampoco había ido a ninguna escuela, así que no le extrañaba.
—De... —Era la única opción—. De... —Lo tenía que soltar, ya era hora—. De... —Estaba decidida—. De un orfanato.
No dio más detalles. No pensaba darlos.
Sin embargo, algo en la mirada del hombre le hizo sospechar que la había descubierto. Y no supo por qué, pero no le dio miedo.
Anthony se levantó.
—¿Puedes acompañarme un momento, Melissa? —preguntó—. Quiero enseñarte algo.
Melissa lo miró, curiosa. Pasaron unos segundos de silencio.
—Claro —asintió, en una voz tan baja que apenas se la oyó.
Crad miraba a ambos consecutivamente. No entendía nada. Cuando vio que se alejaban y Anthony estaba a punto de abrir una puerta, saltó:
—¿Y yo no puedo ir?
Intentó hacerlo en un tono bromista, pero le salió más bien nervioso y desconfiado. Anthony lo miró, comprendiendo.
—Lo siento, solo puede la chica.
Melissa no sabía si salir corriendo o quedarse allí. Al final se quedó con la idea de aguardarse muy cerca de la puerta una vez estuviera en aquella habitación que el hombre quería mostrarle.
Anthony abrió la puerta y Melissa entró detrás. ¿Qué estaba haciendo allí? Sus piernas le decían que corriera. El hombre percibió su miedo y sonrió, divertido. Cerró la puerta tras de sí y, sin decir nada, avanzó hasta la única fuente de luz que allí había: una ventana con la persiana bajada. Melissa intentó enfocar sus ojos y ver algo. Pero no conseguía hacerlo. Solo vislumbraba figuras oscuras sobre mesas. Nada más.
Hasta que Anthony corrió la persiana, y una luz cegadora invadió la habitación. La joven tuvo que cerrar los ojos y cubrírselos un momento. Pero cuando se acostumbraron, echó un vistazo a la estancia, descubriendo así los objetos que había sobre las mesas.
—¿Pero qué demonios...? —pudo decir.
Objetos terrícolas era lo único que se le pasaba por la mente. Y eso era lo que allí había. Objetos de alta tecnología que solo podían pertenecer a la Tierra. Desde cámaras de fotos desechables hasta un caro y pequeño microscopio arrinconado en el espacio donde más luz solar llegaba.
—Imposible —murmuró. Luego miró a Anthony—. ¿Por qué tienes todo esto?
Anthony sonrió.
—Digamos que puede que vengamos del mismo sitio...
—¿Italia?
—Orfanato de Italia —corrigió él.
Aquello impactó todavía más a Melissa.
—Era el hijo científico del director del orfanato —explicó Anthony—. Fui de visita y no sé cómo terminé en este mundo.
Melissa comenzó a hacer memoria. Recordaba haber oído algo del hijo del director, que desapareció cuando ella era pequeña, y ya nadie lo encontró jamás. Quién le hubiera dicho que había terminado ahí. Quién le hubiera dicho que estaría hablando con él en esos momentos, en ese lugar.
—¿Y a mí me recuerdas? —preguntó Melissa, sin poder contenerse.
Anthony caviló.
—Había una niña... —recordó—. Una niña pequeña que siempre estaba sola. Recuerdo haberla visto saltando la valla del orfanato e intentar escapar por el bosque. Recuerdo haber ido corriendo a cogerla —rió de repente—. Esa niña pegaba fuerte.
Algo en el interior de Melissa se revolvió al clasificar lo que él le estaba contando.
—Sí... —murmuró—. Era yo.