La primera es que, como veréis hay una canción por ahí. Si queréis la ponéis, si no, pues no. Es simplemente para ambientaros en la música que están tocando en ese momento (la encontré por ahí y la escuchaba mientras escribía esa escena). Si queréis, más o menos deberíais empezar a escucharla cuando Koren e Inya se quedan solos.
La segunda es que me hagáis una pequeña crítica del poema que hay por ahí. No es de ningún poeta ni nada, es de una persona anónima que me lo ha prestado para el capítulo (que, repito, ¡¡MUCHÍSIMAS GRACIAS!!). Por eso pido que lo critiquéis un poco (ya sea bueno o malo) y lo tengáis en cuenta, pues es el primero que hace.
Y ya está (creo). Vale, sé que me he enrollado con la introducción, pero es que creo que se necesitaba para disculparme por el paro del blog (hasta en blogger hay paro, madre mía). Y vale, ya paro. Espero que os guste y que no os parezca ñoño o algo por el estilo (a ver, no creo que sea especialmente "romanticón" este capítulo, pero es que estoy tan poco acostumbrada a escribir escenas monas entre parejitas que lo mínimo que escribo ya me parece ñoño, así que lo siento). ¡Hasta pronto (espero)!
La
brisa del crepúsculo arrastró consigo pequeñas motas de colores.
El origen de estas se encontraba en las Tipseir, unas flores que
mudaban sus pétalos una vez al año, creando así un ambiente
melancólico. En dicha época, el aire se llenaba de pequeñas formas
ovaladas de distintos colores suaves: azul cielo, rosa pastel,
blanquecino, lavanda... Así, el espacio se volvía apacible y
tranquilo. Pero, lamentablemente, ningún pétalo de flor podía
suavizar la escena que se estaba presenciando en la arboleda de los
alrededores de Rihem.
—No
puede ser —susurró.
Gabrielle
seguía sentada en el suelo, asustada y sorprendida al mismo tiempo.
Sentía el miedo todavía muy presente en el cuerpo y por ello no
lograba moverse. Solo podía observar cómo le habían salvado la
vida.
Los
portadores de la espada y el hacha todavía luchaban por demoler al
otro contrincante. Danzaban, atacando primero uno y luego el otro.
Hasta que el asesino que había intentado terminar con la vida de
Gabrielle se echó hacia atrás, empujado por la fuerza del salvador.
—¡Un
crío como tú no me va a ganar! —gritó el criminal.
—Ya,
bueno —suspiró él—. Todos dicen lo mismo.
El
atacante, víctima de la ira, arremetió de nuevo contra el muchacho.
Y de nuevo la espada se interpuso entre el hacha y la vida de una
persona. Los movimientos del valiente joven eran sencillos y rápidos,
muy rápidos. Detenía todos los ataques con una facilidad y
elegancia envidiables. Parecía que ni siquiera se esforzaba,
mientras que el otro hacía rato que sudaba y jadeaba.
Gabrielle
se fijó en que su salvador no embestía, sino que solo se defendía.
Se preguntó por qué, ya que estaba segura de que con un solo
movimiento podía matar a aquel asesino y terminar con esa danza de
sonidos metálicos. Pero agradeció que no fuera así. Dándose
cuanta de que todavía estaba en el suelo, se levantó ayudándose
del tronco del árbol en el que se había estado apoyando. Una vez de
pie, volvió la mirada hacia la batalla. Lo primero que vio fue un
hacha que volaba hacia ella. Instintivamente cerró los ojos y lanzó
un pequeño chillido. Sintió el hacha clavarse en el árbol. Volvió
a abrir los ojos y miró sobre su cabeza.
Allí
estaba, aún más amenazadora que vista de lejos. Apenas les
separaban unos centímetros. La joven se puso pálida de repente, y
para prevenir que el arma cayera sobre ella, se apartó a un lado.
—¡Me
rindo!
El
hombretón había alzado las manos con cara de temor, mientras el
joven pegaba la punta de su gruesa espada al cuello del rival.
Seguidamente, realizó un simple gesto de cabeza, y el asesino
comprendió que podía irse. Y se fue, corriendo, dejando atrás toda
su dignidad y brutalidad, viéndose humillado por un mozo de apenas
diecisiete años de edad. Gabrielle observó cómo su salvador de
cabello rubio platino envainaba la espada en su espalda y luego se
giraba hacia ella, sonriente.
—La
próxima vez ten más cuidado con tu cabeza.
La
joven no pudo aguantarlo más. Se abalanzó sobre él y lo abrazó.
Así, sin más.
—Gracias
por salvarme —dijo, con la voz temblorosa a causa de la emoción.
Él,
confuso, se quedó quieto en el sitio, sin moverse.
—De
nada.
Al
cabo de unos segundos, Gabrielle cayó en la cuenta de lo que estaba
haciendo y se apartó, sonrojada.
—Yo...
eh... —tartamudeó—. Lo siento.
El
joven la miró y luego rió a carcajadas.
—¿Qué
pasa? —preguntó ella, algo molesta.
—Nada,
nada —respondió él dejando de reír tan pronto como había
empezado.
Ella
lo fulminó con la mirada, pero no tardó en sonreír también.
—¿Cómo
era tu nombre? —saltó Gabrielle de repente—. Me lo dijiste....
pero no lo recuerdo... ¡Ah, maldita sea! —empezó a frustrarse—.
Ko... Ko... ¿Kokun?
El
joven ni peleando contra el hombre del hacha había estado tan serio
como lo estaba entonces.
—Koren
—corrigió secamente.
—Oh,
bueno. Me gusta más Kokun.
—Que
te haya salvado no quiere decir que no pueda rebanarte la cabeza aquí
y ahora.
—Vaya,
qué borde eres —refunfuñó Gabrielle. Se preguntó si Koren lo
había dicho en serio, pero por la sonrisa que vio después supo que
había sido en broma.
—¿Y
qué hace una muchacha como tú por estos alrededores, sola y
moribunda?
Toda
felicidad se borró del rostro de Gabrielle al recordar el por qué
estaba allí. Desvió la mirada al suelo e intentó mostrarse lo más
serena posible.
—Bueno...
este lugar es muy encantador y me apetecía pasear.
—¿Y
sueles atraer a muchos psicópatas durante tus paseos?
La
joven soltó una débil risita. Intentaba disimular, pero el susto
que había tenido minutos antes seguía muy presente en ella, y
todavía tiritaba un poco.
—Teniendo
en cuenta que últimamente siempre me encuentro contigo, sí.
Koren
se sorprendió ante su inesperada respuesta.
—Además
de que te salvo la vida... —fingió ofenderse.
—Podría
habérmelas arreglado sola si hubiera tenido una espada en
condiciones.
—Sí,
porque con eso no sé yo —objetó Koren señalando la daga, la cual
tenía una gema verde incrustada en la empuñadura, que Gabrielle
todavía llevaba colgada de su cinturón—. No podrás hacer mucho
daño con eso —avisó, casi con desprecio.
—Te
recuerdo que eso frenó la estocada de tu gruesa espada
ayer—se enorgulleció ella.
El
joven se quedó pensativo, entornando los ojos como quien fuerza la
vista para leer una letra muy pequeña.
—Ayer
te ataqué y hoy te he salvado el cuello —observó—. Parece que
me estoy volviendo blando por momentos.
—Eso
no es bueno para un Guerrero de Gouverón. Deberías ir a tu
celebración. Seguro que todos te están esperando, y no querrás
deshonrar a tu familia.
Lo
había dicho todo de corrido, sin pensar. El pronunciar el nombre de
aquel hombre que tanto odiaba le había producido dolor. No se
trataba de un dolor físico en absoluto; era un dolor psicológico,
provocado por el recuerdo de sus años pasados. Todavía no podía
creerse que acababa de ser salvada por alguien perteneciente a ese
insensible ejército. A esa especie de autómatas con sangre en las
venas que obedecían órdenes de alguien a quien llamaban Señor,
el cual ni siquiera merecía su puesto.
—Familia...
—susurró Koren. Y luego dijo algo que ella no logró oír bien.
—¿Cómo
has dicho?
—Nada,
no he dicho nada.
Gabrielle
lo miró con curiosidad. Había atisbado una chispa extraña en sus
ojos. Algo que podía describirlo como... tristeza. O quizá el
contraste de los pétalos de las Tipseir le confundían la visión,
pues seguían bailoteando por el aire entre ellos dos. La elegancia y
serenidad con la que las motas volaban le recordó a algo... más
exactamente a alguien. Movimientos tranquilos pero con clase, que
dejaban tras de sí una estela de fascinación. Sí, ella
podía compararse con aquellas flores. Súbitamente, Gabrielle se
sintió decaída. Inclinando la cabeza de nuevo hacia el suelo y con
la mirada perdida, susurró:
—Creo...
Creo que debo irme.
—¿De
verdad? ¿Adónde? —preguntó Koren, curioso por la nueva expresión
que mostraba la joven.
Gabrielle
levantó la cabeza rápidamente y fingió una sonrisa perfecta.
—Debo
encontrar a alguien.
—Ya
veo... —murmuró el chico—. Te deseo mucha suerte.
Gabrielle
respondió con un escueto gracias, y estuvo a punto de pronunciar un
«igualmente», pero recordó que en lo que él necesitaba suerte era
en la ceremonia de la prueba que acababa de pasar para ser un
Guerrero de Gouverón, y se le quitaron todas las ganas. Aun así, y
queriendo no ser desagradecida dado que él la acababa de salvar, le
sonrió. Y le siguió sonriendo hasta que le dio la espalda y se
alejó por entre los árboles. No supo por qué, pero el terror que
había sufrido se le había ido yendo del cuerpo a medida que había
estado hablando con Koren. De repente, un grito la retuvo y le hizo
volverse.
—Una
última cosa —dijo Koren, todavía inmóvil en el sitio que se
había despedido de Gabrielle—: me parece injusto que tu manipules
mi nombre como te plazca y yo en cambio no sepa nada del tuyo. ¿Quién
eres realmente?
La
joven se echó a reír ante la objeción del muchacho. Pero viendo lo
serio que estaba este, paró enseguida.
—Gabrielle.
Una chica cualquiera.
Y así,
imitando lo que dijo Koren el primer día que se encontraron y en el
que habían iniciado su primer pequeño enfrentamiento, aquella dulce
chica de cabellos castaños y ojos verdes se perdió entre las
sombras de la arboleda, dejando atrás a un joven envuelto en pétalos
de Tipseir.
Pasados
unos segundos desde que Gabrielle había dejado solo a Koren, este se
volvió hacia todos los lados, alertado. Le había parecido que había
alguien a su alrededor, observándole escondido. Pero solo vio un
cuervo, con una cicatriz en uno de sus ojos, posado en la rama de un
árbol. Convenciéndose a sí mismo de que habían sido imaginaciones
suyas, se encaminó a Rihem.
Si
quizá hubiera prestado más atención, si a lo mejor se hubiera
quedado allí un rato más, podría haberse dado cuenta de que, en
efecto, había un hombre subido a la copa de un árbol, próximo al
pájaro.
No se
oyó nada más, pero el cuervo no tardó en echar a volar hacia donde
había desaparecido Gabrielle, como movido por una orden que no se
pronunció en palabras.
* * *
Aquella
vez Melissa no preguntó ni una sola vez si faltaba mucho para
llegar, a pesar de que ya empezaban a aparecer las primeras estrellas
y el camino no era fácil de ver. Habían salido de la arboleda hacía
ya rato, y en aquel momento estaban sorteando pedruscos enormes y
subiendo y bajando pequeñas colinas. En la quinta colina, al bajar,
se debía saltar unos dos metros y medio, quizá más, para llegar
abajo. Crad saltó sin pensárselo, pero Melissa se quedó arriba,
observando la altura y calculando donde caer, ya que no veía nada a
causa de la oscuridad de la noche.
—Estás
muy callada —dijo el joven de repente, alzando la cabeza hacia
ella.
—Es
que si hablo me riñes —murmuró Melissa.
—No.
Yo te riño si hablas demasiado. —Se quedó observando a la chica
un rato—. ¿No te atreves a saltar?
—Calla,
no es eso.
—Sí,
sí que es eso. ¡Já, la niña valiente no se atreve a saltar dos
metros de nada! —se burló Crad.
—¡Te
he dicho que no es eso! —gritó Melissa, con el ceño fruncido.
—Pues
va, salta —le apremió él.
—Eso
iba a hacer.
—Pues
venga.
—Ya
voy.
—Salta.
—Que
ya voy.
—No
lo veo.
—¡No
me pongas nerviosa!
—No
te atreves.
—¡Sí
que me atrevo!
—Pues
demuéstramelo.
—¡Que
sí, demonios, ya voy!
Y
dicho esto, saltó. Pero el impulso le salió mal, y terminó
tropezando con una grieta. Melissa se vio a sí misma cayendo de
bruces al suelo. Comenzó a intuir qué se rompería: una pierna, un
brazo, quizá todo, quizá la cabeza. Cerró los ojos en un
autoreflejo. Pero la superficie sobre la que impactó era muy
distinta a lo que se esperaba. Parecía que la habían cogido en
brazos. Y al volver a abrir los ojos descubrió que así era.
—Qué
torpe eres —dijo Crad.
Melissa
enrojeció de repente.
—Ha
sido tu culpa, por ponerme nerviosa —acusó. Todavía pasaron unos
segundos más antes de asimilar que estaba en los brazos de Crad—.
Gracias por cogerme. Ya me puedes bajar —puntualizó.
—¿Y
si no quiero?
Melissa
lo miró sorprendida. Se puso mucho más nerviosa y empezó a
removerse, pero Crad la tenía bien cogida. Entonces optó por dar
patadas en el aire.
—Que
me bajes te he dicho —decía, cada vez más desesperada.
Crad
reía cruelmente, viendo cómo ella intentaba que la soltara sin
resultado.
—Vaya,
es gracioso cómo se han intercambiado los papeles —objetó,
divertido.
—¡No
se ha intercambiado ningún papel! ¡Bájame!
—¿De
verdad quieres que te baje? —preguntó Crad, con una misteriosa
sonrisa en los labios.
—¡Sí!
—gritó Melissa. Pero de repente la absorbió una terrible duda.
Miró a Crad, y por la expresión de picardía que vio en él,
enseguida lo comprendió—. No, ¡espera! ¿No serás...?
Antes
de haber terminado de hablar, el chico la soltó tal cual, y el
cuerpo de Melissa se precipitó al suelo como un peso muerto. Por
suerte, la tullida hierba que crecía le ablandó la caída. Aún
así, no consiguió nada con los sentimientos de ira y enfado que
afloraban en la joven.
—¡Maldito
seas! —comenzó a despotricar—. ¡Eres un imbécil! ¡Podría
haberme hecho mucho daño!
Crad
reía y reía, lo que ponía más furiosa a Melissa, quien sentía
ligeros pinchazos de dolor en su trasero, la parte del cuerpo que
había impactado primero en el suelo y en la que se había apoyado
todo su peso. Gruñendo y refunfuñando por lo bajo, hizo amago de
levantarse. Pero súbitamente vio una mano abierta frente a ella.
Alzó la cabeza y se encontró con un Crad que ya no reía, sino que
le ofrecía su ayuda.
—Lo
siento —dijo el chico.
Melissa
lo miró durante un largo rato. Parecía una disculpa sincera;
ninguna otra burla hacia ella. Volvió a cavilar sobre aquello que le
había estado comiendo la cabeza toda la tarde. Sobre la confianza
hacia alguien que acababa de conocer. En un solo segundo, Melissa vio
pasar aquellos últimos días. Las veces que Crad se había burlado
de la pobre chica, cuántas veces la había hecho enfadar. Pero
también recordó lo que había hecho por ella. Se había preocupado
por su seguridad, no la había dejado tirada en ningún momento,
cuando había tenido varias oportunidades de hacerlo. Y todo eso sin
que ella se lo pidiese y sin que él recibiera nada a cambio. Si de
verdad quisiera traicionarla, no se habría esforzado tanto en
protegerla. Y solo en aquel momento, Melissa lo comprendió todo.
Podía
confiar en él.
Ahora
estaban viviendo una escena similar a cuando se conocieron, aquel día
en que Melissa había caído en Anielle por error. Él la había
salvado por primera vez, y luego le había ofrecido la mano. Pero en
aquel momento Melissa no quería confiar en nadie, así que la había
rechazado con un gruñido.
Todo
había cambiado desde entonces. Melissa sonrió y cogió la mano de
Crad. Fue un momento extraño, y con cierto punto de emotividad. Pero
Melissa no era de esas que saboreaban los momentos tranquilas. Ella
era, en cierto modo, vengativa.
Con la
otra mano libre que le quedaba, cogió el brazo de Crad y lo empujó
hacia ella. Luego realizó un arco con la pierna, golpeando el
tobillo del chico y haciéndolo caer al suelo.
—¿Y
ahora qué, eh? —canturreó Melissa, divertida, mientras se
levantaba rápidamente.
Pero
en cuanto dio un paso, su pie se enganchó con algo y la joven cayó
de bruces al suelo. Al volver la cabeza para ver con qué había
tropezado, se dio cuenta de que en realidad Crad la había cogido del
pie.
—Dos
a uno —dijo sonriente.
—¡Vas
a conseguir que me disloque la rodilla! —se quejó Melissa. Conocía
a un chico del orfanato que se dislocó la rodilla así y le
operaron. Y nunca más pudo correr y saltar igual que antes. Sintió
cierta pena por él cuando lo supo, pero ninguno de los dos habían
hablado nunca entre ellos, y aquella vez no fue una excepción.
Ambos
jóvenes se miraron, y luego echaron a reír. Ayudándose el uno al
otro, se levantaron del suelo por última vez. Entonces Melissa
observó mejor a su compañero. Él enseguida se dio cuenta y alzó
una ceja, extrañado.
—¿Qué
pasa?
—Nunca
te había visto reír así —puntualizó ella.
Crad
se sorprendió bastante, pero luego sonrió.
—Yo
creo que nunca te había visto reír. ¿Dónde está la chica dura
ahora?
—Vete
al infierno —maldijo Melissa.
—Oh,
mira, aquí está —se burló él, revolviéndole el pelo.
Melissa
sonrió de lado, algo resignada. Luego recordó algo.
—Bueno,
¿cuánto queda para llegar a ese sitio? Llevamos caminando bastante
ya —se quejó, incapaz de aguantarse más.
—Ya
hemos llegado —afirmó Crad.
La
joven miró a su alrededor. No encontró nada fuera de lo normal,
quizá a causa de la oscuridad o quizá porque simplemente no había
nada que ver. Volvió la cabeza de nuevo hacia su compañero, y este
rió al ver la expresión de confusión que mostraba. Le cogió la
mano y tiró de ella, arrastrándola casi a la fuerza.
—Vamos,
ahora te lo enseño.
Melissa
frunció el ceño pero se dejó llevar, curiosa. No tardó mucho en
reconocer al fin la silueta de una casa que antes no había logrado
vislumbrar.
* * *
El
rumor de que Koren Ladavatt había huido de su propia ceremonia se
extendió rápidamente, y tanto el maestro de espada del chico como
su propio hermano movían la pierna, nerviosos, bajo la mesa, echando
disimuladas ojeadas llenas de frustración hacia la silla vacía. Al
lado de esta estaba la pequeña y delicada joven de brillantes rizos
color miel; la prometida oficial de Koren Ladavatt, Belinya de
Sianse, o como prefería que la llamaran, Inya. Se encontraba de pie
dado que no se le permitía sentarse antes que su prometido, pero
tampoco se quejaba. Simplemente mostraba su inocente sonrisa, como
siempre hacía.
De
repente, silencioso como siempre, el rubio al que todos aguardaban
apareció. Su hermano Bowar fue el primero en levantarse de la silla,
seguido por todos los asistentes a la ceremonia. Alguno lanzó un
suspiro de alivio al descubrir que había terminado la espera. Cuando
Koren pasó junto a su hermano, este le lanzó una mirada asesina que
el joven entendió perfectamente: le iba a esperar una buena bronca
por llegar tarde a un acontecimiento de tanta importancia como aquel.
Seguidamente, su maestro de armas también le mostró una expresión
enfurecida. Y por último llegó al lugar donde estaba Inya, de pie y
quieta desde hacía más de media hora. Pero esta no parecía
enfadada con él, pues sonrió aún más al verle y susurró un dulce
«hola» que solo Koren oyó. Finalmente, el joven se sentó en su
silla, luego su prometida y por último todos los demás asistentes.
El
banquete se celebraba en un gran patio sin utilidad en días
normales. Estaba situado en el centro de varias casas de prestigio,
pero se podía acceder perfectamente sin entrar en ninguna de ellas,
pues se comunicaba con la calle a través de cuatro túneles,
situados cada uno en uno de los lados que formaba el cuadrado del
recinto.
Los
sirvientes repartieron la comida a todo los presentes, empezando por
Koren y su prometida, sentados en una única mesa, y siguiendo con
las demás. Apetitosos manjares invadían el espacio de las mesas que
tanto rato habían estado vacías, y la gente, impaciente y con los
estómagos rugiendo, ansiaban poder comer. Pero antes el chico que
protagonizaba la ceremonia debía dar la orden.
—Podéis
empezar —informó, visto que todo el mundo tenía ya la comida
servida.
No
tardaron nada en empezar a devorar, aunque no perdieron ni su
elegancia ni su clase. Tan refinados como eran, se fueron terminando
todo lo que les ponían sin queja alguna, con la melodía que los
músicos contratados tocaban en un pequeño altar. Koren era el único
que parecía no tener el hambre suficiente como para interesarse por
terminarse su parte, e Inya se dio cuenta de ello.
—Todos
creían que habías huido o algo así —le comentó en voz baja.
Nadie los podía oír, pero aún así no se confiaba—. Pero yo
sabía que no era así. No tendría sentido que hicieras eso después
de todo el esfuerzo que has empleado para llegar a donde estás.
—Ya
—respondió Koren, escueto.
Inya
lo observó, curiosa. Lo encontraba extraño, como ausente.
—¿Ocurre
algo? Sabes que puedes contar conmigo cuando lo necesites, como
siempre hacías... —susurró, preocupada—. Aunque sea tu
prometida oficial, no olvides que también he sido tu amiga.
—Lo
sé, lo sé, lo siento —se apresuró en contestar el joven,
mirándola y sonriendo—. Agradezco que te ofrezcas a ayudarme, pero
no me ocurre nada, de verdad.
La
chica se quedó unos segundos mirando aquellos ojos verdes, sintiendo
cómo un hormigueo le recorría el estómago y le empezaban a sudar
las manos. Con la luz de las velas posadas en todas las mesas para
aportar luz, el cabello rubio de Koren le parecía más brillante, y
las facciones de su rostro mucho más hermosas. Pero se recordó a sí
misma que estaba delante de decenas de personas y tenía que mantener
la compostura.
—Koren,
nos conocemos desde que éramos bebes, cuando ni siquiera podíamos
hablar. Sé que te pasa algo, pero también sé que no te puedo
obligar a que me lo digas. Aunque sería lo ideal que tuvieras un
poco más de confianza en mí...
Súbitamente,
la mano de Koren cogió la de Inya bajo la mesa, y esta se
sorprendió.
—Inya,
yo tengo plena confianza en ti. Eres la única persona con la que
puedo contar de verdad, la única que conoce cómo soy realmente.
Pero creo que ahora no es el momento de hablar sobre eso, ¿no crees?
A Inya
le brillaban los ojos de la emoción y el corazón le palpitaba
alocadamente a causa de lo cerca que estaban sus rostros. Enrojeció
al instante, y sus pecas se resaltaron aún más.
—T...
Tienes razón —tartamudeó, nerviosa—. No es el momento ni el
lugar, lo siento.
—No
pasa nada —sonrió él.
«Te
quiero». Eso era lo que Inya quería escuchar en aquel momento. Pero
aquellas dos palabras no llegaron a sus oídos. Koren le soltó la
mano y siguió comiendo, así que la joven hizo lo mismo. Estaba
realmente enamorada de aquel chico. Sentía algo especial por él
incluso antes de que le comunicaran que iba a ser su esposo una vez
se hicieran mayores. Una vez ella pudiera tener descendencia, cosa
que, curiosamente, a sus diecisiete años aún no podía ocurrir,
pues todavía no sangraba.
En
cuanto terminaron la comida, un par de teatreros interpretaron y
contaron historias sobre importantes guerras vencidas, damiselas en
apuros que valientes guerreros rescataban y sobre la superación de
jóvenes que querían formar parte de la historia librando batallas
importantes. Todo ello acompañado por la luz de las velas y las
exclamaciones y suspiros del gentío.
En cuanto todo aquello terminó, los presentes se fueron a sus respectivas casas, dejando un momento a solas a Koren e Inya. Con la música todavía sonando de fondo, ambos se miraron fijamente a los ojos. No dijeron nada. Inya echó una ojeada a los músicos y se imaginó a Koren y a ella bailando, como tantas veces había soñado. Pensó que aquel era el momento, pero cuando volvió la cabeza hacia su prometido, este bostezó.
En cuanto todo aquello terminó, los presentes se fueron a sus respectivas casas, dejando un momento a solas a Koren e Inya. Con la música todavía sonando de fondo, ambos se miraron fijamente a los ojos. No dijeron nada. Inya echó una ojeada a los músicos y se imaginó a Koren y a ella bailando, como tantas veces había soñado. Pensó que aquel era el momento, pero cuando volvió la cabeza hacia su prometido, este bostezó.
—¿Tienes
sueño? —preguntó Inya, algo decepcionada.
—Sí,
estoy un poco cansado —respondió Koren.
—Ve
a dormir entonces, al fin y al cabo ya no hay nada que te obligue a
permanecer aquí. Tu ceremonia ya ha terminado.
—No
—dijo Koren de repente, cogiendo las finas y blancas manos de
Inya—. Hay una última cosa.
Inya
enrojeció instantáneamente, y el corazón le palpitaba tan deprisa
que parecía que iba a salírsele del pecho. El rostro de Koren se
acercó poco a poco al de Inya, y esta se puso en tensión. Pero lo
que ocurrió luego no era lo que ella se esperaba. El joven fue a
besar directamente su frente. A pesar de lo que la joven creía, no
se quedó decepcionada. Aquel momento le recordó a sus días de
infancia, cuando ella lloraba y Koren le besaba la frente igual que
acababa de hacer ahora.
—Buenas
noches, Inya.
—Buenas
noches, Koren.
El
joven marchó primero, e Inya se quedó con la orquesta, la música
todavía sonando. Observó cómo su prometido se alejaba poco a poco,
hasta que lo perdió de vista.
—Te
amo —susurró, a sabiendas que él no podía oírle.
Luego
alzó la cabeza hacia el cielo estrellado y recordó un poema que
acababa de aprenderse por su propia cuenta. Sin darse cuenta, lo
recitó en voz alta:
Como
una luna,
como
algo brillante,
como
algo deseable,
como
algo que amas,
como
algo lejano.
Como
una luz azul,
como
una sonrisa,
como
un beso tuyo,
como
un Te quiero,
como
algún sueño.
Yo
te amo, luna.
Créeme
cuando
lo
digo en la noche.
Cuando
te espero,
ansioso
de tu amor.
Cuando
estoy soñando,
soñando
contigo
y
tu tan dulce voz.
Esta
misma noche
te
estaré esperando.
En
mi propia alcoba,
mi
loco corazón
latirá
para ti.
Estaré
esperando
hasta
que aquel sol
se
te lleve otra vez.
Inmediatamente
se llevó la mano al vientre. Sentía aquel vacío que padecía
cuando él marchaba.
—¿Mi
señora?
Inya
se volvió hacia la voz. En efecto, era David, su sirviente personal.
Cuando no había gente presente, ambos se hablaban con sus
respectivos nombres. Pero en público seguían el protocolo
establecido entre sirvientes y amos.
—Hola.
—¿Le
ocurre algo, mi señora? —preguntó él, preocupado.
—No,
en absoluto. Solo tengo sueño.
—Entonces
será mejor que nos vayamos a casa ya. Ha sido un día muy largo.
—Sí,
sí que lo ha sido —admitió Inya.
Ambos
se alejaron del patio, donde los músicos ya habían dejado de tocar
y empezaban a guardar sus instrumentos. Les habían dicho que se
quedaran hasta que Koren y su prometida terminaran de bailar y se
fueran. Pero, para sorpresa de todos ellos, no habían presenciado
ningún baile. La pareja apenas había intercambiado varias palabras
y luego el joven guerrero se había marchado. Un hecho que levantó
sospechas y otros tantos rumores que enseguida se esparcieron por
todo Rihem al día siguiente.