Miembros de la Séptima Estrella

sábado, 22 de diciembre de 2012

[L1] Capítulo 24: Pétalos y noches con luna

¡Hola a todos! Echaba muchísimo de menos este blog y poder escribir. Me he pasado más de un mes sin subir (lo siento lo siento LO SIENTO) y sin poder escribir nada por culpa de los exámenes. Pero al final las notas han ido bien, y tengo estas vacaciones para relajarme y ponerme al día (siempre digo lo mismo, pero nunca me da tiempo). Así que aquí está el capítulo. Y hay dos cosas que quiero comentar antes de que lo leáis:
La primera es que, como veréis hay una canción por ahí. Si queréis la ponéis, si no, pues no. Es simplemente para ambientaros en la música que están tocando en ese momento (la encontré por ahí y la escuchaba mientras escribía esa escena). Si queréis, más o menos deberíais empezar a escucharla cuando Koren e Inya se quedan solos.
La segunda es que me hagáis una pequeña crítica del poema que hay por ahí. No es de ningún poeta ni nada, es de una persona anónima que me lo ha prestado para el capítulo (que, repito, ¡¡MUCHÍSIMAS GRACIAS!!). Por eso pido que lo critiquéis un poco (ya sea bueno o malo) y lo tengáis en cuenta, pues es el primero que hace.
Y ya está (creo). Vale, sé que me he enrollado con la introducción, pero es que creo que se necesitaba para disculparme por el paro del blog (hasta en blogger hay paro, madre mía). Y vale, ya paro. Espero que os guste y que no os parezca ñoño o algo por el estilo (a ver, no creo que sea especialmente "romanticón" este capítulo, pero es que estoy tan poco acostumbrada a escribir escenas monas entre parejitas que lo mínimo que escribo ya me parece ñoño, así que lo siento). ¡Hasta pronto (espero)!





La brisa del crepúsculo arrastró consigo pequeñas motas de colores. El origen de estas se encontraba en las Tipseir, unas flores que mudaban sus pétalos una vez al año, creando así un ambiente melancólico. En dicha época, el aire se llenaba de pequeñas formas ovaladas de distintos colores suaves: azul cielo, rosa pastel, blanquecino, lavanda... Así, el espacio se volvía apacible y tranquilo. Pero, lamentablemente, ningún pétalo de flor podía suavizar la escena que se estaba presenciando en la arboleda de los alrededores de Rihem.
No puede ser —susurró.
Gabrielle seguía sentada en el suelo, asustada y sorprendida al mismo tiempo. Sentía el miedo todavía muy presente en el cuerpo y por ello no lograba moverse. Solo podía observar cómo le habían salvado la vida.
Los portadores de la espada y el hacha todavía luchaban por demoler al otro contrincante. Danzaban, atacando primero uno y luego el otro. Hasta que el asesino que había intentado terminar con la vida de Gabrielle se echó hacia atrás, empujado por la fuerza del salvador.
¡Un crío como tú no me va a ganar! —gritó el criminal.
Ya, bueno —suspiró él—. Todos dicen lo mismo.
El atacante, víctima de la ira, arremetió de nuevo contra el muchacho. Y de nuevo la espada se interpuso entre el hacha y la vida de una persona. Los movimientos del valiente joven eran sencillos y rápidos, muy rápidos. Detenía todos los ataques con una facilidad y elegancia envidiables. Parecía que ni siquiera se esforzaba, mientras que el otro hacía rato que sudaba y jadeaba.
Gabrielle se fijó en que su salvador no embestía, sino que solo se defendía. Se preguntó por qué, ya que estaba segura de que con un solo movimiento podía matar a aquel asesino y terminar con esa danza de sonidos metálicos. Pero agradeció que no fuera así. Dándose cuanta de que todavía estaba en el suelo, se levantó ayudándose del tronco del árbol en el que se había estado apoyando. Una vez de pie, volvió la mirada hacia la batalla. Lo primero que vio fue un hacha que volaba hacia ella. Instintivamente cerró los ojos y lanzó un pequeño chillido. Sintió el hacha clavarse en el árbol. Volvió a abrir los ojos y miró sobre su cabeza.
Allí estaba, aún más amenazadora que vista de lejos. Apenas les separaban unos centímetros. La joven se puso pálida de repente, y para prevenir que el arma cayera sobre ella, se apartó a un lado.
¡Me rindo!
El hombretón había alzado las manos con cara de temor, mientras el joven pegaba la punta de su gruesa espada al cuello del rival. Seguidamente, realizó un simple gesto de cabeza, y el asesino comprendió que podía irse. Y se fue, corriendo, dejando atrás toda su dignidad y brutalidad, viéndose humillado por un mozo de apenas diecisiete años de edad. Gabrielle observó cómo su salvador de cabello rubio platino envainaba la espada en su espalda y luego se giraba hacia ella, sonriente.
La próxima vez ten más cuidado con tu cabeza.
La joven no pudo aguantarlo más. Se abalanzó sobre él y lo abrazó. Así, sin más.
Gracias por salvarme —dijo, con la voz temblorosa a causa de la emoción.
Él, confuso, se quedó quieto en el sitio, sin moverse.
De nada.
Al cabo de unos segundos, Gabrielle cayó en la cuenta de lo que estaba haciendo y se apartó, sonrojada.
Yo... eh... —tartamudeó—. Lo siento.
El joven la miró y luego rió a carcajadas.
¿Qué pasa? —preguntó ella, algo molesta.
Nada, nada —respondió él dejando de reír tan pronto como había empezado.
Ella lo fulminó con la mirada, pero no tardó en sonreír también.
¿Cómo era tu nombre? —saltó Gabrielle de repente—. Me lo dijiste.... pero no lo recuerdo... ¡Ah, maldita sea! —empezó a frustrarse—. Ko... Ko... ¿Kokun?
El joven ni peleando contra el hombre del hacha había estado tan serio como lo estaba entonces.
Koren —corrigió secamente.
Oh, bueno. Me gusta más Kokun.
Que te haya salvado no quiere decir que no pueda rebanarte la cabeza aquí y ahora.
Vaya, qué borde eres —refunfuñó Gabrielle. Se preguntó si Koren lo había dicho en serio, pero por la sonrisa que vio después supo que había sido en broma.
¿Y qué hace una muchacha como tú por estos alrededores, sola y moribunda?
Toda felicidad se borró del rostro de Gabrielle al recordar el por qué estaba allí. Desvió la mirada al suelo e intentó mostrarse lo más serena posible.
Bueno... este lugar es muy encantador y me apetecía pasear.
¿Y sueles atraer a muchos psicópatas durante tus paseos?
La joven soltó una débil risita. Intentaba disimular, pero el susto que había tenido minutos antes seguía muy presente en ella, y todavía tiritaba un poco.
Teniendo en cuenta que últimamente siempre me encuentro contigo, sí.
Koren se sorprendió ante su inesperada respuesta.
Además de que te salvo la vida... —fingió ofenderse.
Podría habérmelas arreglado sola si hubiera tenido una espada en condiciones.
Sí, porque con eso no sé yo —objetó Koren señalando la daga, la cual tenía una gema verde incrustada en la empuñadura, que Gabrielle todavía llevaba colgada de su cinturón—. No podrás hacer mucho daño con eso —avisó, casi con desprecio.
Te recuerdo que eso frenó la estocada de tu gruesa espada ayer—se enorgulleció ella.
El joven se quedó pensativo, entornando los ojos como quien fuerza la vista para leer una letra muy pequeña.
Ayer te ataqué y hoy te he salvado el cuello —observó—. Parece que me estoy volviendo blando por momentos.
Eso no es bueno para un Guerrero de Gouverón. Deberías ir a tu celebración. Seguro que todos te están esperando, y no querrás deshonrar a tu familia.
Lo había dicho todo de corrido, sin pensar. El pronunciar el nombre de aquel hombre que tanto odiaba le había producido dolor. No se trataba de un dolor físico en absoluto; era un dolor psicológico, provocado por el recuerdo de sus años pasados. Todavía no podía creerse que acababa de ser salvada por alguien perteneciente a ese insensible ejército. A esa especie de autómatas con sangre en las venas que obedecían órdenes de alguien a quien llamaban Señor, el cual ni siquiera merecía su puesto.
Familia... —susurró Koren. Y luego dijo algo que ella no logró oír bien.
¿Cómo has dicho?
Nada, no he dicho nada.
Gabrielle lo miró con curiosidad. Había atisbado una chispa extraña en sus ojos. Algo que podía describirlo como... tristeza. O quizá el contraste de los pétalos de las Tipseir le confundían la visión, pues seguían bailoteando por el aire entre ellos dos. La elegancia y serenidad con la que las motas volaban le recordó a algo... más exactamente a alguien. Movimientos tranquilos pero con clase, que dejaban tras de sí una estela de fascinación. Sí, ella podía compararse con aquellas flores. Súbitamente, Gabrielle se sintió decaída. Inclinando la cabeza de nuevo hacia el suelo y con la mirada perdida, susurró:
Creo... Creo que debo irme.
¿De verdad? ¿Adónde? —preguntó Koren, curioso por la nueva expresión que mostraba la joven.
Gabrielle levantó la cabeza rápidamente y fingió una sonrisa perfecta.
Debo encontrar a alguien.
Ya veo... —murmuró el chico—. Te deseo mucha suerte.
Gabrielle respondió con un escueto gracias, y estuvo a punto de pronunciar un «igualmente», pero recordó que en lo que él necesitaba suerte era en la ceremonia de la prueba que acababa de pasar para ser un Guerrero de Gouverón, y se le quitaron todas las ganas. Aun así, y queriendo no ser desagradecida dado que él la acababa de salvar, le sonrió. Y le siguió sonriendo hasta que le dio la espalda y se alejó por entre los árboles. No supo por qué, pero el terror que había sufrido se le había ido yendo del cuerpo a medida que había estado hablando con Koren. De repente, un grito la retuvo y le hizo volverse.
Una última cosa —dijo Koren, todavía inmóvil en el sitio que se había despedido de Gabrielle—: me parece injusto que tu manipules mi nombre como te plazca y yo en cambio no sepa nada del tuyo. ¿Quién eres realmente?
La joven se echó a reír ante la objeción del muchacho. Pero viendo lo serio que estaba este, paró enseguida.
Gabrielle. Una chica cualquiera.
Y así, imitando lo que dijo Koren el primer día que se encontraron y en el que habían iniciado su primer pequeño enfrentamiento, aquella dulce chica de cabellos castaños y ojos verdes se perdió entre las sombras de la arboleda, dejando atrás a un joven envuelto en pétalos de Tipseir.
Pasados unos segundos desde que Gabrielle había dejado solo a Koren, este se volvió hacia todos los lados, alertado. Le había parecido que había alguien a su alrededor, observándole escondido. Pero solo vio un cuervo, con una cicatriz en uno de sus ojos, posado en la rama de un árbol. Convenciéndose a sí mismo de que habían sido imaginaciones suyas, se encaminó a Rihem.
Si quizá hubiera prestado más atención, si a lo mejor se hubiera quedado allí un rato más, podría haberse dado cuenta de que, en efecto, había un hombre subido a la copa de un árbol, próximo al pájaro.
No se oyó nada más, pero el cuervo no tardó en echar a volar hacia donde había desaparecido Gabrielle, como movido por una orden que no se pronunció en palabras.

* * *

Aquella vez Melissa no preguntó ni una sola vez si faltaba mucho para llegar, a pesar de que ya empezaban a aparecer las primeras estrellas y el camino no era fácil de ver. Habían salido de la arboleda hacía ya rato, y en aquel momento estaban sorteando pedruscos enormes y subiendo y bajando pequeñas colinas. En la quinta colina, al bajar, se debía saltar unos dos metros y medio, quizá más, para llegar abajo. Crad saltó sin pensárselo, pero Melissa se quedó arriba, observando la altura y calculando donde caer, ya que no veía nada a causa de la oscuridad de la noche.
Estás muy callada —dijo el joven de repente, alzando la cabeza hacia ella.
Es que si hablo me riñes —murmuró Melissa.
No. Yo te riño si hablas demasiado. —Se quedó observando a la chica un rato—. ¿No te atreves a saltar?
Calla, no es eso.
Sí, sí que es eso. ¡Já, la niña valiente no se atreve a saltar dos metros de nada! —se burló Crad.
¡Te he dicho que no es eso! —gritó Melissa, con el ceño fruncido.
Pues va, salta —le apremió él.
Eso iba a hacer.
Pues venga.
Ya voy.
Salta.
Que ya voy.
No lo veo.
¡No me pongas nerviosa!
No te atreves.
¡Sí que me atrevo!
Pues demuéstramelo.
¡Que sí, demonios, ya voy!
Y dicho esto, saltó. Pero el impulso le salió mal, y terminó tropezando con una grieta. Melissa se vio a sí misma cayendo de bruces al suelo. Comenzó a intuir qué se rompería: una pierna, un brazo, quizá todo, quizá la cabeza. Cerró los ojos en un autoreflejo. Pero la superficie sobre la que impactó era muy distinta a lo que se esperaba. Parecía que la habían cogido en brazos. Y al volver a abrir los ojos descubrió que así era.
Qué torpe eres —dijo Crad.
Melissa enrojeció de repente.
Ha sido tu culpa, por ponerme nerviosa —acusó. Todavía pasaron unos segundos más antes de asimilar que estaba en los brazos de Crad—. Gracias por cogerme. Ya me puedes bajar —puntualizó.
¿Y si no quiero?
Melissa lo miró sorprendida. Se puso mucho más nerviosa y empezó a removerse, pero Crad la tenía bien cogida. Entonces optó por dar patadas en el aire.
Que me bajes te he dicho —decía, cada vez más desesperada.
Crad reía cruelmente, viendo cómo ella intentaba que la soltara sin resultado.
Vaya, es gracioso cómo se han intercambiado los papeles —objetó, divertido.
¡No se ha intercambiado ningún papel! ¡Bájame!
¿De verdad quieres que te baje? —preguntó Crad, con una misteriosa sonrisa en los labios.
¡Sí! —gritó Melissa. Pero de repente la absorbió una terrible duda. Miró a Crad, y por la expresión de picardía que vio en él, enseguida lo comprendió—. No, ¡espera! ¿No serás...?
Antes de haber terminado de hablar, el chico la soltó tal cual, y el cuerpo de Melissa se precipitó al suelo como un peso muerto. Por suerte, la tullida hierba que crecía le ablandó la caída. Aún así, no consiguió nada con los sentimientos de ira y enfado que afloraban en la joven.
¡Maldito seas! —comenzó a despotricar—. ¡Eres un imbécil! ¡Podría haberme hecho mucho daño!
Crad reía y reía, lo que ponía más furiosa a Melissa, quien sentía ligeros pinchazos de dolor en su trasero, la parte del cuerpo que había impactado primero en el suelo y en la que se había apoyado todo su peso. Gruñendo y refunfuñando por lo bajo, hizo amago de levantarse. Pero súbitamente vio una mano abierta frente a ella. Alzó la cabeza y se encontró con un Crad que ya no reía, sino que le ofrecía su ayuda.
Lo siento —dijo el chico.
Melissa lo miró durante un largo rato. Parecía una disculpa sincera; ninguna otra burla hacia ella. Volvió a cavilar sobre aquello que le había estado comiendo la cabeza toda la tarde. Sobre la confianza hacia alguien que acababa de conocer. En un solo segundo, Melissa vio pasar aquellos últimos días. Las veces que Crad se había burlado de la pobre chica, cuántas veces la había hecho enfadar. Pero también recordó lo que había hecho por ella. Se había preocupado por su seguridad, no la había dejado tirada en ningún momento, cuando había tenido varias oportunidades de hacerlo. Y todo eso sin que ella se lo pidiese y sin que él recibiera nada a cambio. Si de verdad quisiera traicionarla, no se habría esforzado tanto en protegerla. Y solo en aquel momento, Melissa lo comprendió todo.
Podía confiar en él.
Ahora estaban viviendo una escena similar a cuando se conocieron, aquel día en que Melissa había caído en Anielle por error. Él la había salvado por primera vez, y luego le había ofrecido la mano. Pero en aquel momento Melissa no quería confiar en nadie, así que la había rechazado con un gruñido.
Todo había cambiado desde entonces. Melissa sonrió y cogió la mano de Crad. Fue un momento extraño, y con cierto punto de emotividad. Pero Melissa no era de esas que saboreaban los momentos tranquilas. Ella era, en cierto modo, vengativa.
Con la otra mano libre que le quedaba, cogió el brazo de Crad y lo empujó hacia ella. Luego realizó un arco con la pierna, golpeando el tobillo del chico y haciéndolo caer al suelo.
¿Y ahora qué, eh? —canturreó Melissa, divertida, mientras se levantaba rápidamente.
Pero en cuanto dio un paso, su pie se enganchó con algo y la joven cayó de bruces al suelo. Al volver la cabeza para ver con qué había tropezado, se dio cuenta de que en realidad Crad la había cogido del pie.
Dos a uno —dijo sonriente.
¡Vas a conseguir que me disloque la rodilla! —se quejó Melissa. Conocía a un chico del orfanato que se dislocó la rodilla así y le operaron. Y nunca más pudo correr y saltar igual que antes. Sintió cierta pena por él cuando lo supo, pero ninguno de los dos habían hablado nunca entre ellos, y aquella vez no fue una excepción.
Ambos jóvenes se miraron, y luego echaron a reír. Ayudándose el uno al otro, se levantaron del suelo por última vez. Entonces Melissa observó mejor a su compañero. Él enseguida se dio cuenta y alzó una ceja, extrañado.
¿Qué pasa?
Nunca te había visto reír así —puntualizó ella.
Crad se sorprendió bastante, pero luego sonrió.
Yo creo que nunca te había visto reír. ¿Dónde está la chica dura ahora?
Vete al infierno —maldijo Melissa.
Oh, mira, aquí está —se burló él, revolviéndole el pelo.
Melissa sonrió de lado, algo resignada. Luego recordó algo.
Bueno, ¿cuánto queda para llegar a ese sitio? Llevamos caminando bastante ya —se quejó, incapaz de aguantarse más.
Ya hemos llegado —afirmó Crad.
La joven miró a su alrededor. No encontró nada fuera de lo normal, quizá a causa de la oscuridad o quizá porque simplemente no había nada que ver. Volvió la cabeza de nuevo hacia su compañero, y este rió al ver la expresión de confusión que mostraba. Le cogió la mano y tiró de ella, arrastrándola casi a la fuerza.
Vamos, ahora te lo enseño.
Melissa frunció el ceño pero se dejó llevar, curiosa. No tardó mucho en reconocer al fin la silueta de una casa que antes no había logrado vislumbrar.

* * *

El rumor de que Koren Ladavatt había huido de su propia ceremonia se extendió rápidamente, y tanto el maestro de espada del chico como su propio hermano movían la pierna, nerviosos, bajo la mesa, echando disimuladas ojeadas llenas de frustración hacia la silla vacía. Al lado de esta estaba la pequeña y delicada joven de brillantes rizos color miel; la prometida oficial de Koren Ladavatt, Belinya de Sianse, o como prefería que la llamaran, Inya. Se encontraba de pie dado que no se le permitía sentarse antes que su prometido, pero tampoco se quejaba. Simplemente mostraba su inocente sonrisa, como siempre hacía.
De repente, silencioso como siempre, el rubio al que todos aguardaban apareció. Su hermano Bowar fue el primero en levantarse de la silla, seguido por todos los asistentes a la ceremonia. Alguno lanzó un suspiro de alivio al descubrir que había terminado la espera. Cuando Koren pasó junto a su hermano, este le lanzó una mirada asesina que el joven entendió perfectamente: le iba a esperar una buena bronca por llegar tarde a un acontecimiento de tanta importancia como aquel. Seguidamente, su maestro de armas también le mostró una expresión enfurecida. Y por último llegó al lugar donde estaba Inya, de pie y quieta desde hacía más de media hora. Pero esta no parecía enfadada con él, pues sonrió aún más al verle y susurró un dulce «hola» que solo Koren oyó. Finalmente, el joven se sentó en su silla, luego su prometida y por último todos los demás asistentes.
El banquete se celebraba en un gran patio sin utilidad en días normales. Estaba situado en el centro de varias casas de prestigio, pero se podía acceder perfectamente sin entrar en ninguna de ellas, pues se comunicaba con la calle a través de cuatro túneles, situados cada uno en uno de los lados que formaba el cuadrado del recinto.
Los sirvientes repartieron la comida a todo los presentes, empezando por Koren y su prometida, sentados en una única mesa, y siguiendo con las demás. Apetitosos manjares invadían el espacio de las mesas que tanto rato habían estado vacías, y la gente, impaciente y con los estómagos rugiendo, ansiaban poder comer. Pero antes el chico que protagonizaba la ceremonia debía dar la orden.
Podéis empezar —informó, visto que todo el mundo tenía ya la comida servida.
No tardaron nada en empezar a devorar, aunque no perdieron ni su elegancia ni su clase. Tan refinados como eran, se fueron terminando todo lo que les ponían sin queja alguna, con la melodía que los músicos contratados tocaban en un pequeño altar. Koren era el único que parecía no tener el hambre suficiente como para interesarse por terminarse su parte, e Inya se dio cuenta de ello.
Todos creían que habías huido o algo así —le comentó en voz baja. Nadie los podía oír, pero aún así no se confiaba—. Pero yo sabía que no era así. No tendría sentido que hicieras eso después de todo el esfuerzo que has empleado para llegar a donde estás.
Ya —respondió Koren, escueto.
Inya lo observó, curiosa. Lo encontraba extraño, como ausente.
¿Ocurre algo? Sabes que puedes contar conmigo cuando lo necesites, como siempre hacías... —susurró, preocupada—. Aunque sea tu prometida oficial, no olvides que también he sido tu amiga.
Lo sé, lo sé, lo siento —se apresuró en contestar el joven, mirándola y sonriendo—. Agradezco que te ofrezcas a ayudarme, pero no me ocurre nada, de verdad.
La chica se quedó unos segundos mirando aquellos ojos verdes, sintiendo cómo un hormigueo le recorría el estómago y le empezaban a sudar las manos. Con la luz de las velas posadas en todas las mesas para aportar luz, el cabello rubio de Koren le parecía más brillante, y las facciones de su rostro mucho más hermosas. Pero se recordó a sí misma que estaba delante de decenas de personas y tenía que mantener la compostura.
Koren, nos conocemos desde que éramos bebes, cuando ni siquiera podíamos hablar. Sé que te pasa algo, pero también sé que no te puedo obligar a que me lo digas. Aunque sería lo ideal que tuvieras un poco más de confianza en mí...
Súbitamente, la mano de Koren cogió la de Inya bajo la mesa, y esta se sorprendió.
Inya, yo tengo plena confianza en ti. Eres la única persona con la que puedo contar de verdad, la única que conoce cómo soy realmente. Pero creo que ahora no es el momento de hablar sobre eso, ¿no crees?
A Inya le brillaban los ojos de la emoción y el corazón le palpitaba alocadamente a causa de lo cerca que estaban sus rostros. Enrojeció al instante, y sus pecas se resaltaron aún más.
T... Tienes razón —tartamudeó, nerviosa—. No es el momento ni el lugar, lo siento.
No pasa nada —sonrió él.
«Te quiero». Eso era lo que Inya quería escuchar en aquel momento. Pero aquellas dos palabras no llegaron a sus oídos. Koren le soltó la mano y siguió comiendo, así que la joven hizo lo mismo. Estaba realmente enamorada de aquel chico. Sentía algo especial por él incluso antes de que le comunicaran que iba a ser su esposo una vez se hicieran mayores. Una vez ella pudiera tener descendencia, cosa que, curiosamente, a sus diecisiete años aún no podía ocurrir, pues todavía no sangraba.
En cuanto terminaron la comida, un par de teatreros interpretaron y contaron historias sobre importantes guerras vencidas, damiselas en apuros que valientes guerreros rescataban y sobre la superación de jóvenes que querían formar parte de la historia librando batallas importantes. Todo ello acompañado por la luz de las velas y las exclamaciones y suspiros del gentío. 





En cuanto todo aquello terminó, los presentes se fueron a sus respectivas casas, dejando un momento a solas a Koren e Inya. Con la música todavía sonando de fondo, ambos se miraron fijamente a los ojos. No dijeron nada. Inya echó una ojeada a los músicos y se imaginó a Koren y a ella bailando, como tantas veces había soñado. Pensó que aquel era el momento, pero cuando volvió la cabeza hacia su prometido, este bostezó.
¿Tienes sueño? —preguntó Inya, algo decepcionada.
Sí, estoy un poco cansado —respondió Koren.
Ve a dormir entonces, al fin y al cabo ya no hay nada que te obligue a permanecer aquí. Tu ceremonia ya ha terminado.
No —dijo Koren de repente, cogiendo las finas y blancas manos de Inya—. Hay una última cosa.
Inya enrojeció instantáneamente, y el corazón le palpitaba tan deprisa que parecía que iba a salírsele del pecho. El rostro de Koren se acercó poco a poco al de Inya, y esta se puso en tensión. Pero lo que ocurrió luego no era lo que ella se esperaba. El joven fue a besar directamente su frente. A pesar de lo que la joven creía, no se quedó decepcionada. Aquel momento le recordó a sus días de infancia, cuando ella lloraba y Koren le besaba la frente igual que acababa de hacer ahora.
Buenas noches, Inya.
Buenas noches, Koren.
El joven marchó primero, e Inya se quedó con la orquesta, la música todavía sonando. Observó cómo su prometido se alejaba poco a poco, hasta que lo perdió de vista.
Te amo —susurró, a sabiendas que él no podía oírle.
Luego alzó la cabeza hacia el cielo estrellado y recordó un poema que acababa de aprenderse por su propia cuenta. Sin darse cuenta, lo recitó en voz alta:

Como una luna,
como algo brillante,
como algo deseable,
como algo que amas,
como algo lejano.

Como una luz azul,
como una sonrisa,
como un beso tuyo,
como un Te quiero,
como algún sueño.

Yo te amo, luna.
Créeme cuando
lo digo en la noche.
Cuando te espero,
ansioso de tu amor.

Cuando estoy soñando,
soñando contigo
y tu tan dulce voz.
Esta misma noche
te estaré esperando.

En mi propia alcoba,
mi loco corazón
latirá para ti.
Estaré esperando
hasta que aquel sol
se te lleve otra vez.

Inmediatamente se llevó la mano al vientre. Sentía aquel vacío que padecía cuando él marchaba.
¿Mi señora?
Inya se volvió hacia la voz. En efecto, era David, su sirviente personal. Cuando no había gente presente, ambos se hablaban con sus respectivos nombres. Pero en público seguían el protocolo establecido entre sirvientes y amos.
Hola.
¿Le ocurre algo, mi señora? —preguntó él, preocupado.
No, en absoluto. Solo tengo sueño.
Entonces será mejor que nos vayamos a casa ya. Ha sido un día muy largo.
Sí, sí que lo ha sido —admitió Inya.
Ambos se alejaron del patio, donde los músicos ya habían dejado de tocar y empezaban a guardar sus instrumentos. Les habían dicho que se quedaran hasta que Koren y su prometida terminaran de bailar y se fueran. Pero, para sorpresa de todos ellos, no habían presenciado ningún baile. La pareja apenas había intercambiado varias palabras y luego el joven guerrero se había marchado. Un hecho que levantó sospechas y otros tantos rumores que enseguida se esparcieron por todo Rihem al día siguiente.

domingo, 25 de noviembre de 2012

¡Noticias!



Veréis, hace mucho que no subo, y no lo hago por vagancia, si no por varias razones: una es porque tengo muchos exámenes y problemas con las notas en el instituto, lo que me deja poquísimo tiempo para este mundillo blogger; otra razón es porque me he quedado algo estancada. ¡No me sale! ¿Y este estancamiento a qué se debe? Pues veréis, resulta que debo cambiar casi todo el libro de El viaje de Melissa: La Séptima Estrella. Muchas cosas cambiarán, pero tampoco quiero que volváis a leeros desde el principio el nuevo libro. ¡Sería para pegarme un tiro! Pero es que esos cambios no son pequeñines, no. Tienen muchísima importancia para el segundo y tercer libro, para comprender cosas. De momento intentaré seguir adelante como pueda. El prólogo fijísimo que sí lo borro y lo vuelvo a colgar en el blog, porque si algún día llego a subir el tercer libro, habría cosas que no entenderíais. Ya avisaré cuándo estará subido.

A todo esto, lo siento mucho. Hacía mucho tiempo que pensaba en hacer las remodelaciones, y en un principio iba a hacer una nueva versión que no subiría en Internet, para poder seguir con la historia que llevo escrita en el blog (y esto ya se lo había comentado a algunas personas) y no liaros más. Pero ya me es imposible escribir sin modificar cositas. Creo que hice mal en empezar a subir esta novela enseguida, porque fue como un flashazo. Tendría que haberme preparado más las historias de los personajes y la visión hacia el futuro. Pero bueno, ya está hecho.

Hasta la próxima (que espero que sea pronto, que ahora mismo estoy escribiendo el capítulo nuevo, eh, pero no me salen algunas partes).

¡Besos!

sábado, 3 de noviembre de 2012

[L1] Capítulo 23: Lazos de sangre




Avanzaba a trompicones por entre el gentío de la calle. Instantes antes se había encontrado con una joven con pantalones, de ojos azules y un colgante con una piedra del mismo color. Se habían mirado, y de repente la chica se había puesto nerviosa y se había ido corriendo. Él se había quedado extrañado mirándola durante un rato. Pero luego había sacudido la cabeza y había seguido su camino.
De repente, alguien se interpuso de nuevo en su paso. Un gran hombre de armadura que el joven reconoció enseguida. Alzó la vista y se encontró con una cabeza de cabello rubio platino y ojos verdes. Una especie de clon más mayor y musculoso que él.
¿Adónde vas tan deprisa, hermanito? —preguntó el obstáculo.
Tengo que hacer una cosa —murmuró Koren.
Sí, tienes que ir al banquete en tu honor —objetó Bowar—. No puedes faltar, así que será mejor que vayas yendo en lugar de pulular por ahí.
Aferró su brazo e intentó llevárselo por delante, pero Koren se deshizo de su mano y se quedó quieto en el sitio, muy serio. Ambos se miraron, desafiantes. El joven intentó soportar los ojos de su hermano, pero al final se rindió y apartó la cara.
Enseguida voy, hermano. No te preocupes.
Bowar se lo quedó observando un rato más, pensativo.
Bueno —accedió—. Pero no tardes.
Koren le sonrió y se dio la vuelta. Pero no había avanzado un solo paso cuando su hermano lo detuvo, agarrándole del brazo nuevamente.
Espera, hermanito. Vuélvete un momento.
Koren obedeció alzando una ceja, confuso.
¿Qué pasa?
Tu colgante, hermanito. ¿Dónde está tu colgante del Símbolo de Gouverón?
Rápidamente, el muchacho bajó la mirada a su cuello y no encontró nada. «La chica esa...», recordó de repente. Le había cortado el colgante y se había quedado en aquel callejón, abandonado. Maldijo para sus adentros y volvió a mirar a Bowar.
Lo he perdido... —susurró.
¡¿Cómo has podido perder algo así?! —casi gritó Bowar—. ¡Era un colgante muy valioso, un regalo a nuestra familia! ¡No puedes perder esas cosas a la ligera!
Lo siento, hermano —se acongojó Koren.
Bowar respiró hondo y fijó la vista en él, pensativo. Luego suspiró.
No pasa nada —susurró. Acto seguido se quitó su propio colgante, idéntico al que había perdido, y lo pasó por la cabeza de Koren—. De momento quédate con el mío y ya buscaremos algo. Si fueras a tu ceremonia sin el colgante, darías de qué hablar, y podría ser que te acusaran de traición. Así que la próxima vez ten cuidado, eh —lo tranquilizó, para luego revolverle el pelo con cariño.
Lo prometo —sonrió Koren.
Bien pues, no tardes.
Dicho esto, Bowar dio media vuelta y se alejó, dejando a Koren solo entre los habitantes de Rihem. Cuando este ya no divisó a su hermano, emprendió el camino hacia la arboleda que rodeaba la ciudad, con el único propósito de alejarse de la realidad un rato antes de volver a la civilización y tener que fingir sonrisas de felicidad ante todo el reino. O al menos ese era el único propósito por el que creía adentrarse allí.

* * *

Caminaban por las calles, uno junto al otro. Ella sujetaba la pistola y la paseaba entre sus manos para observarla desde todas las posiciones.
¿Quieres dejar de hacer eso y guardarla? —protestó Crad, algo nervioso—. Imagínate que hieres a alguien.
Ya no quedan balas, Crad —informó ella—. Solo había una, y aquel bestia la usó para hacerte una demostración. Ya no había más. Nos engañó.
¿Balas? —preguntó, confundido.
Sí. Una bala es esa cosa alargada que salió de la pistola. Lo que hizo el agujero en el tronco del árbol —intentó explicar.
Ah, esa cosa...
De repente Crad se detuvo en medio de la calle y miró fijamente a Melissa, que avanzó un par de pasos hasta que se dio cuenta de que su compañero se había quedado atrás. Se volvió y lo miró, interrogante.
¿Qué pasa? ¿Por qué te paras ahora?
¿Cómo sabías tú todo eso?
Melissa se quedó en blanco, sin saber qué responder a eso. ¿Qué debía decirle? No podía contarle delante de aquel montón de gente que ella provenía de la Tierra, otro mundo distinto a ese. Quizá no la creyese y pensara que estaba loca, o quizá sí y la abandonara. O peor aún, la entregara a las autoridades. Entregarla... ¿Crad sería capaz de entregarla a sus enemigos por miedo? ¿Sería capaz de traicionarla? Lo observó de arriba abajo y caviló. No sabía si sería capaz. Se conocían de apenas unos días, y ese no era el tiempo suficiente como para confiar plenamente en una persona.
Yo... —empezó—. Es... lógico.
¿Eso era todo lo que se le ocurría? Sintió que aquella mentira era la peor de toda la historia. No supo qué se le había pasado por la cabeza para decir semejante estupidez. Por eso se sorprendió tanto cuando Crad se encogió de hombros y siguió caminando.
Bueno, si no me lo quieres contar, allá tú.
La joven tardó en reaccionar, pero enseguida que lo hizo, corrió hacia él.
¿Y ya está? —preguntó inconscientemente.
No hay más. Si tú intentas inventarte mentiras porque no me lo quieres decir, no puedo obligarte a que me cuentes la verdad.
Pero... ¿cómo puedes fiarte de alguien que conoces desde hace tan poco tiempo? —Melissa comenzaba a irritarse. No comprendía la actitud de su compañero.
Primero, porque mientes muy mal. No sabes. Se te da fatal. Eres la peor mentirosa que he conocido en toda mi vida, Mel.
¡¿C... cómo?! —se sorprendió la joven, sintiéndose algo ofendida.
Segundo, porque no creo que una chica tan perdida como tú sea enemiga o pueda traicionar a alguien.
Melissa no supo si debía tomarse aquello como un cumplido o como otra pequeña ofensa. Sí que era cierto que estaba completamente perdida, pero había intentado disimularlo un poco para no levantar tantas sospechas. Aunque estaba viendo que con Crad no funcionaban ninguno de sus patéticos trucos. Era demasiado listo.
Y tercero, porque me recuerdas a alguien —finalizó, fijando su mirada color avellana en los ojos de Melissa.
La tercera no tiene sentido —objetó ella.
Lo sé. No es lógico, ¿verdad? —dijo Crad, remarcando la palabra lógico.
¡Oye! ¡No te burles de mí! —refunfuñó Melissa.
No me burlo de ti. Me burlo de tus mentiras.
No era una mentira...
Sí que lo era. Se te nota, porque cuando mientes mueves el pulgar de la mano derecha.
Aquel dato dejó estupefacta a Melissa, que se quedó con los ojos abiertos como platos. Luchó contra sigo misma para no ruborizarse, y casi lo consiguió. Casi.
Sí que te fijas... —murmuró.
Yo suelo fijarme mucho en las cosas.
Ya veo.
Así concluyó la charla, pues llegaron a la puerta de la casa del matrimonio feliz. Melissa guardó la pistola en su bandolera mientras Crad llamaba a la puerta. Anthony no tardó en abrirles la puerta. Los invitó a pasar y les informó que Guedy acababa de salir a comprar. Bichejo, el pequeño beichog, corrió hacia Melissa, y esta lo acarició con cariño. Fue entonces cuando Crad dijo que iban a irse.
Es mejor que no nos entretengamos más de lo que lo hemos hecho ya.
Comprendo —sonrió Anthony—. Iros, iros ya. Cuando vuelva Guedy se lo diré.
Mientras los dos varones mantenían una conversación, Melissa estaba atenta al pequeño animal. Se fijó en su pelaje. Estaba más suave y brillante, por lo que intuyó que lo habían lavado. Luego observó su cuerpo. Lo encontró más lustroso. Antes incluso estaba demacrado, ya que la comida era escasa y no paraba de caminar. Con una mirada triste, se apiadó de él. La vida que le estaban dando no era buena. Él necesitaba una familia estable y una acogedora casa donde resguardarse del frío invierno y del caluroso verano. Un hogar donde crecer sano y seguro.
De repente, Anthony se puso de cuclillas al lado de la joven y la miró, sonriente. Crad había ido al piso de arriba a buscar algo, por lo que estaban los dos solos en la habitación.
Temes por él, ¿no?
¿Por quién? —preguntó Melissa, dudando de a quién se refería.
Por el beichog. Lo veo en tu mirada.
Bueno... —suspiró ella—. Es que... me da miedo que le pase algo. El camino hasta aquí ha sido algo movido. ¿Y quién sabe cómo será el de vuelta?
Sé cómo te sientes. No quieres arriesgarte. Es todavía un cachorro y necesita muchos cuidados; no puede valerse por sí mismo —objetó Anthony. Súbitamente, una idea cruzó su mente—. Oye, ¿y qué te parece si se queda aquí con nosotros? Guedy está todo el día en casa, y le encantan los animales. Puede cuidarlo perfectamente.
¿De verdad haríais eso? —se emocionó Melissa. Luego se lo pensó mejor—. Pero me sabe mal. Os he pedido demasiadas cosas, y no me parece bien abusar más de vosotros.
¡Al contrario! ¡Nos harás un favor! —exclamó—. Sinceramente, aunque nos amamos mucho y nos tenemos el uno al otro, nos sentimos un poco solos. Ya no tenemos hijos y...
Se calló de repente, dejando a Melissa un tiempo para reaccionar ante lo que acababa de escuchar.
¿Cómo que ya no tenéis hijos? —susurró, algo confusa.
Anthony tardó en responder. Se veía que le costaba soltarlo.
Antes teníamos una niña. Era muy alegre y toda una preciosidad. Tanto Guedy como yo estábamos muy felices con ella. Pero un día salió a jugar con un amigo suyo y ya no volvió. La estuvimos buscando toda la noche, y entonces vimos correr a unos soldados con antorchas. Nos temimos lo peor. —Suspiró tristemente, y Melissa estuvo a punto de pedirle que parase de hablar, que no hacía falta que se lo contase si le resultaba tan duro, pero él siguió antes de que pudiera replicar algo—. Buscamos fuera de la ciudad y vimos una chimenea de humo. Nos dirigimos hacia allí y nos encontramos con una casa en llamas. —Tragó saliva—. En efecto, era la casa del amigo de nuestra hija. Y dentro estaba ella.
La joven se quedó muda, sin saber qué decir exactamente. Había tenido que ser un golpe muy duro para la pareja el perder a su hija. Dudosa, colocó una mano en el brazo de Anthony, a modo consolador.
Lo siento —susurró.
No sé por qué te disculpas, tú no tienes la culpa de nada —dijo él, ocultando todo rastro de tristeza.
Melissa sonrió ante la fuerza de Anthony.
Quedaos con el pequeño. Sé que cuidaréis muy bien de él.
Gracias —murmuró Anthony envolviendo a la joven en un cálido abrazo.
Cuando se separaron, descubrieron que Crad estaba a su lado. Melissa se preguntó cuánto tiempo llevaría allí. Se extrañó al verlo tan serio, y estuvo apunto de preguntarle por ello, pero él enseguida la empujó hacia la puerta.
Se despidieron, los dos varones con un amistoso apretón de manos, y Melissa y Anthony con una sonrisa y otro abrazo. Ambos se habían sentido identificados, ya que los dos venían del mismo mundo, del mismo país y del mismo orfanato.
Puedes visitar al pequeño cuando quieras —le dijo él, con una mano sobre el hombro de la joven.
Muchas gracias —susurró Melissa.
Gracias a vosotros. Adiós, chicos. Un placer conoceros.
Adiós, Anthony —dijeron Crad y Melissa al unísono.
¡Despídete de Guedy de nuestra parte! —recordó Melissa.
Lo haré, tranquilos.
Cuando Anthony cerró la puerta de la casa, Melissa se dirigió calle arriba. Pero en cambio Crad caminó en la dirección contraria. La chica, confusa, lo miró.
Por ahí creo que no se va a...
Lo sé —cortó Crad, sin volverse—. Pero... es que quiero ir a un sitio antes.
Ah. Bueno pues... ¿Está muy lejos?
No, no mucho.
A Melissa aquel no mucho le sonó a mentira. Pero no dijo nada y siguió a Crad, obediente y curiosa a la vez. El chico estaba teniendo mucho misterio últimamente, y aquello la inquietaba.

* * *

No sabía dónde se encontraba, pero tampoco le importaba mucho. Necesitaba un tiempo para poder aclarar las imágenes que seguían apareciendo en su atormentada cabeza, y asimilar las escenas que acababa de vivir. Sentía un gran peso sobre ella, como si toda su vida hubiera sido una ligera brisa y de repente se desencadenara un tornado. Algo confusa y cansada de correr, se sentó en el suelo y apoyó su espalda en el tronco de un árbol. Se cubrió sus verdes ojos con las manos y empezó a respirar profundamente. Sentía como si sus sienes fueran a estallar. Era algo tan extraño... Pero a pesar de toda esa marea de recuerdos olvidados, sabía que todavía le quedaban algunos. Pequeñas piezas del rompecabezas que eran de vital importancia.
Por favor, Gabrielle —se hablaba a sí misma—. Recuérdalo todo ahora.
Sus lamentos no servían nada más que para aumentar su desespero. Por mucho que intentara adentrarse más en su mente, buscando cualquier pista, no lograba nada. Tenía escenas desordenadas que danzaban en su mente. Algunas ni siquiera estaban completas. Otras solo duraban tres segundos. Era un festín de imágenes, sonidos, olores, sentimientos..., todos empaquetados en su cerebro, apunto de estallar.
Un dulce beso en la frente. Un te echaré de menos, hermanita. ¿Hermanita? No recordaba a ningún hermano o hermana. ¿Por qué? A lo mejor era demasiado pequeña cuando se despidieron...
Nada tenía sentido, y comenzó a pensar que no valía la pena seguir insistiendo. Si no recordaba algo, ya lo haría más tarde. No debía forzarse, porque entonces sería mucho peor.
De repente sus oídos captaron el sonido de una bota pisando la hierba. Estaba muy cerca, y Gabrielle se sobresaltó. Al alzar la cabeza descubrió a un gran hombre frente a ella, portador de una gran hacha, la cual tenía cogida por encima de su cabeza. La joven no tardó en comprender que aquel hombre tenía la intención de dejarla hacia adelante para así partirla en dos. Quizá porque creía que tenía dinero. Quizá por entretenimiento. ¿Quién sabía lo que se le pasaba por la cabeza a un hombre como ese?
Una sonrisa de cruel diversión hizo estremecer entera a Gabrielle. El terror le invadió la sangre, y el hombre, gritando, bajó el hacha hacia ella. La joven chilló, se contrajo toda y cerró los ojos en un autoreflejo. Comprendió que dejaría el mundo sin conocer todo su pasado, sin saber quiénes eran sus padres. Ni su hermana. Porque intuyó que no había nada que hacer. Aquel era su fin.

* * *

¡Eh, guerrero!
Bowar se volvió, preguntándose si se dirigían a él. Buscó con la mirada quién había podido gritar eso, hasta que se topó con una mujer cubierta por una capa negra. Estaba sentada en un carro ajeno y solo podían verse sus seductoras y atléticas piernas, pero a Bowar le bastaba para reconocerla.
Senlya, ¿qué haces aquí? —preguntó.
La elfa bajó del carro y sus botas pisaron el suelo con fuerza. Alzó la cabeza hacia el guerrero, dejando su rostro al descubierto, y sonrió.
Ya que no soy una guerrera de Gouverón y no me permiten asistir al banquete de tu hermanito, al menos me gustaría verlo de lejos. Tampoco tengo nada mejor que hacer —dijo, encogiéndose de hombros.
¿No deberías estar buscando a esos dos miembros de la Séptima Estrella? ¿El sublíder y la chica esa?
Los estoy buscando, pero discretamente. Vigilo a toda la gente que pasa a ver si los veo.
No creo que estén en una ceremonia de un guerrero de Gouverón —objetó Bowar.
Quién sabe —dijo Senlya simplemente—. Aunque al parecer falta el personaje más importante del banquete, ¿no?
Bowar suspiró, abatido.
Koren sigue igual de distante y solitario que siempre —admitió—. Hacía mucho que no nos veíamos, y de verdad creía que habría cambiado un poco. Pero sigue tan independiente como siempre.
Bowar, no puedes pretender que cambie tan deprisa. Era muy pequeño cuando ocurrió aquello —dijo la elfa, midiendo sus palabras e intentando no sonar insensible para no herir también a su compañero.
Sí, supongo que tienes razón. Le afectó mucho, y ya no ha vuelto a ser el mismo.
Súbitamente, el ambiente se volvió tenso. Bowar adoptó su expresión de melancolía y se perdió en los recuerdos de años pasados. Senlya lo observó en silencio. Poca gente veía a un Bowar así, por no decir nadie salvo ella. Incluso con su hermano intentaba no parecer afectado, para que Koren no se entristeciera más de lo que ya lo hacía. Pero con Senlya había alcanzado unos grados muy altos de confianza, y aunque la elfa no solía mostrar cariño alguno, Bowar sabía que sentía compasión por él.

* * *

Dicen que cuando sientes que todo termina, que tu vida llega a su final, ves pasar toda tu vida ante tus ojos. Dicen que sientes todo lo que has sentido hasta entonces en un solo segundo. Dicen que no te da tiempo a llorar, porque tu mente está saturada de sensaciones e imágenes. Dicen que te das cuenta de cuánto ha valido tu existencia; de las personas que han estado contigo y de las que hubieran estado si hubieras ido en otra dirección. Sientes un extraño sentimiento de paz e intranquilidad al mismo tiempo.
Para Gabrielle no era la primera vez que le ocurría algo por el estilo. Aquel día que los bandidos atracaron el carruaje en el que ella iba, pudo sentir todo eso. Se asustó en su momento, lamentándose de su vida. Pero en aquel preciso instante, repitiéndose de nuevo el proceso y habiéndolo vivido ya antes, no se lamentó. Una persona le vino a la cabeza: Syna. La misma persona que la había salvado, la misma en la que había creído encontrar una familia de verdad, y la misma que la había atacado. Una bruja. Había estado confiando en una bruja, y aquello la aterraba. ¿Quién sabría lo que hubiera podido pasar? ¿Habría acabado muerta de haberse quedado con ella? Eso es lo que decían las historias. Los brujos no se juntaban con humanos, pero si lo hacían era para jugar con ellos como muñecos y luego matarlos. ¿Syna había estado haciendo eso? ¿Había jugado con Gabrielle? De repente recordó una noche en la que había dormido en el bosque en su compañía. La primera noche que habían pasado juntas. Gabrielle tenía mucho frío y tiritaba. Syna hacía guardia y se dio cuenta. Creyendo que estaba dormida, se quitó su capa y la colocó encima de la joven. Gabrielle no dijo nada y fingió seguir durmiendo, pero no olvidó el pequeño detalle que la chica de ojos dorados había tenido.
No. Syna no habría podido matarla.
Pero ya no había marcha atrás. No podía volver y pedirle disculpas. Abrazarla y darle las gracias por todo. No, porque ya todo terminaba. El hacha caía sobre ella y en breves la partiría en dos.
El dolor y la sangre no llegó, por mucho que Gabrielle esperó. Por un momento creyó que ya había muerto, pues no sentía absolutamente nada. Pero cuando decidió abrir los ojos, vio a alguien delante de ella. Alguien que portaba una espada.
Alguien que había detenido el hacha antes de que llegara a rozarle.