Miembros de la Séptima Estrella

martes, 24 de abril de 2012

[L1] Capítulo 16: Descubrimientos




El silencio absoluto que residía en la sala se vio interrumpido por unos puños que aporrearon las grandes puertas de hierro.
Pase –ordenó una voz escalofriante proveniente de interior.
La puerta se abrió muy lentamente, empujada por un soldado de gruesa armadura brillante. Su rostro se tensó al asomar la cabeza y sentir aquella extraña inquietud que invadía el ambiente de la habitación. A pesar de ello, y como le tenían bien domado, no levantó la mirada de la fría piedra del suelo.
Señor –dijo, tan alto como pudo, para que se le oyera bien. La habitación era tan grande que incluso había eco–. Dos vasallos suyos desean veros.
Hazle pasar –respondió la voz solamente.
El soldado asintió con la cabeza sin despegar la mirada del suelo y volvió a salir, dejando la puerta un tanto abierta. En apenas unos segundos, esta se volvió a abrir y una elegante figura se adentró en el interior, seguida de cerca por otra que cerró la puerta tras de sí y se apresuró en avanzar lo más deprisa que pudo pero sin correr.
Al estar todo en penumbra, no se distinguían muy bien sus rostros. Pero en cuanto la primera persona se colocó ante las escaleras que subían al altar donde su señor tenía su trono, un rayo de luz le iluminó la cara, proveniente de una ventana construida estratégicamente en lo alto del techo. Unos ojos marrones de finas líneas doradas brillaron misteriosamente. Sin detenerse un segundo más, la figura se arrodilló frente a su señor. La larga cabellera pelirroja, que ya no se mostraba tan lustrosa como antaño, rozó el suelo a causa de tan agachada que tenía la cabeza.
Señor –pronunció, haciendo acoplo de valor.
Dime, querida Senlya. –La interpelada se estremeció al oír su nombre. Aquello no era buena señal–. ¿Qué te trae por aquí, tan lejos de Falesia?
La persona que había acompañado a la elfa se había quedado arrezagada, semioculta en las sombras, sin que la luz llegara a rozarle el rostro.
Verá... mi señor... –comenzó Senlya, haciendo un gran esfuerzo por que no se notara que estaba pasando miedo–. Estábamos a punto de iniciar con el plan... Y alguien nos vio...
Te han excluido de Falesia. –No era ninguna pregunta. Se veía que estaba seguro de lo que decía.
La cabeza de la elfa fue levantándose poco a poco. Esta ni se molestó en apartarse los cabellos ondulados y grasientos que caían sobre sus ojos. El labio le comenzaba a temblar. No podía con la tensión que se estaba formando.
Mi señor, nosotros no vimos nada –murmuró–. Yo no... no sentí que estaba ahí...
No fue sólo uno el que os escuchó, ¿no es así? –interrumpió de nuevo.
Senlya dirigió una breve mirada hacia arriba. Nunca había alzado tanto la cabeza hacia él.
Inspiró hondo antes de hablar.
Está en lo cierto, mi señor. Lamentablemente, sólo pudimos encargarnos de uno de los espías.
Una simple niña elfa –volvió a adivinar la voz. Entonces levantó una mano y chasqueó los dedos. Algo se movió junto a su trono. Había alguien allí sentado, en el suelo. Alguien en quien antes no habían reparado ninguno de los dos nuevos en la sala–. El único que me podía servir de espía allí eras tú, Senlya. Ahora que te han descubierto, ya no te necesito.
Antes de que la elfa pudiera replicar, un dolor atroz le golpeó el corazón. Llevó su mano a su pecho instintivamente, aunque sabía que aquello no solucionaría nada. El dolor seguía allí, y no pudo evitar gritar. Enseguida aquella sensación se extendió por sus extremidades, provocándole un leve cosquilleo en todos los rincones de su piel. Se encogió sobre sí misma hasta que su frente casi rozó el suelo. Cerró los ojos con fuerza y gritó más alto. Aquello no podía soportarlo, le impedía pensar con claridad y deseó incluso que terminara todo, que la muerte llegara a ella lo antes posible. Sabía que en ello consistía aquella tortura. Hacer sufrir a la víctima de aquella manera, el mayor tiempo posible antes de darle una muerte.
Por favor... –imploró, con la voz ronca–. Por favor, pare...
Un par de lágrimas se estrellaron contra la piedra. No supo si lo soportaría por mucho más tiempo.
Yo... Yo... sé... hay... –seguía insistiendo.
¡Pare! –gritó entonces la persona que había estado observando toda la escena desde las sombras. Se colocó junto a Senlya y se enfrentó a su señor–. ¡Pare ya! ¡No puede hacerle esto! –gritaba.
Sus ojos mostraban pena, y brillaban a causa de las lágrimas que parecían estar a punto de salir. Apretaba los dientes con fuerza, al igual que sus puños. Inspiraba y expiraba profundamente debajo de su armadura negra.
Era Bowar.
¡Por favor, señor! ¡No le haga daño a ella, yo...!
¡CALLA! –gritó de repente su señor, alzando desmesuradamente la voz.
Un silencio le previno, solo interrumpido por la incansable piedad de Senlya.
Gouverón... –No se paró a pensar que dirigirse a su señor por su nombre podía conllevar malas consecuencias–. Hay una chica... –logró decir del tirón–. Ojos azules... como los Enviados...
Gouverón se levantó de un salto e hizo un gesto con la mano hacia el lugar donde antes algo se había movido, a la derecha de su trono.
Déjala ya –ordenó.
Senlya cayó echa un ovillo al suelo en un segundo. Hiperventiló, sin moverse todavía. El hormigueo aún residía en sus brazos y piernas, y el dolor de su corazón desaparecía con más lentitud de lo que ella hubiera deseado.
¿Qué has dicho? –preguntó Gouverón, impaciente.
Cuando su respiración volvió a ser normal, abrió los ojos e intentó incorporarse ayudándose de sus manos.
Vino una humana a... a Falesia. La acompañaba ese chico que tanto inoportuna vuestro gobierno. –Se tomó una pausa para volver a coger aire. Aún se sentía exhausta–. Parecía que se encontraba perdida. No se comportaba, lo que se dice, muy normal.
¿Cómo era? –apremió Gouverón.
Bueno... –Sonrió maliciosamente–. Lo que más destaca de ella son sus ojos. Son del color del cielo. Los mismos que los de la profecía.,, Los mismos que los de los Enviados.
Se hizo un nuevo silencio, mucho más solido que el anterior. Bowar parecía haberse calmado un tanto, y desvió su mirada hacia Gouverón, ahora de pie. El escaso resplandor de la luz que entraba por el techo le ayudó a entrever su rostro. Enseguida apartó la mirada, inquieto.
¿Siguen en Falesia? –preguntó Gouverón nuevamente.
Tanto Senlya como Bowar comenzaban a extrañarse con tantas preguntas. No era habitual. Él, que siempre lo sabía todo y nadie entendía cómo se enteraba, si nunca salía del castillo y recibía muy pocas visitas de sus vasallos.
No –respondió la elfa rotundamente–. La ciudad-refugio de los elfos se incendió. Todos han huido de allí. Creo que los elfos volvieron para apagar sus llamas, pero dudo mucho que aquella chica lo hiciera. Por lo que me enteré, ella acompaña al rebelde... y el rebelde tiene una misión que cumplir en alguna aldea del sur de Herielle.
Tras un leve murmullo de parte de Gouverón, este se volvió a sentar en su trono.
Bien... –dijo pensativo–. Tienes suerte, elfa. Te dejo vivir, con la condición de que vayas en busca de esa chica y me la traigas ante mí, lo suficiente viva como para que pueda hablar.
¿Y al rebelde?
Gouverón caviló unos segundos.
Por supuesto –sonrió–. A él también le tengo algo preparado...
Tras unos segundos, cuando Senlya vio que Gouverón ya había terminado de hablar, se levantó del suelo. Lo hizo tanta brusquedad que llegó a marearse un poco. Todavía no había pasado del todo el efecto de la tortura. Aun así, realizó una leve reverencia y pronunció un suave «gracias» antes de darse la vuelta y caminar hacia la salida.
Y tú, soldado –irrumpió Gouverón cuando iban por mitad del camino. Tanto Bowar como Senlya se volvieron hacia él–. Ayúdale en su misión. Elige algunos guerreros de tus tropas para que la acompañen. Incluso puedes ir tú mismo. Pero no quiero que dejes a parte las conquistas por esto. Intenta ocuparte de las dos cosas.
Sí, mi señor –dijo él llevándose la mano derecha al pecho izquierdo y haciendo un arco en el aire. Un extraño saludo que tenían todos los caballeros de Gouverón.
Dicho esto, volvieron a emprender su camino hacia las puertas de hierro. Senlya se cubrió con la capucha negra de su capa y, decidida, se dispuso a abrir el portón de hierro. Enseguida Bowar se ofreció voluntario para hacerlo, pero Senlya le gruñó y lo abrió ella misma.
Cuando ambos salieron, dejaron la habitación en un absoluto silencio. Como solía estar normalmente, a pesar de haber siempre dos seres allí.

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Gabrielle llegó corriendo hasta el lugar acordado para dormir aquella noche. Cuando se encontró en el centro de este, vio que no había rastro de Syna por ningún lado. El temor de que hubiera huido afloró en su interior. Desvió su mirada hacia el lugar donde debería estar amarrado el caballo de su compañera. Y en efecto, allí estaba. Tras calmarse un poco, se agachó para colocar el montón de leña en el lugar donde antes Syna había dicho que se podría hacer un buen fuego.
Mientras colocaba la leña con cuidado sobre la tierra, le pareció sentir una presencia a su espalda. Intentó ignorarla, hacer ver que no se daba cuenta, mientras pensaba cómo debía reaccionar en el caso de que se acercara. No le dio mucho tiempo a cavilar ningún plan, porque ese «alguien» se había acercado a ella. La joven, nerviosa, cogió un palo con fuerza y fue volviendo la cabeza muy lentamente.
Soy yo –dijo la presencia de su espalda.
Gabrielle terminó de girar la cabeza bruscamente y se quedó mirando hacia arriba, hacia los ojos del que hablaba. O mejor dicho, de la que hablaba.
Me has asustado –susurró Gabrielle, llevándose una mano al corazón.
Syna no dijo nada. Caminó hasta colocarse frente a ella, al otro lado del montón de leña. Fue entonces cuando Gabrielle cayó en algo.
¡El fuego! –exclamó chasqueando los dedos.
Observó las ramas que había y comprobó que ninguna le servía. Se levantó deprisa y se adentró nuevamente en los árboles. No tardó ni treinta segundos en volver. Cuando lo hizo, se encontró con una grata sorpresa. El fuego ya estaba encendido, y Syna desplumaba a los dos pájaros que había matado junto a él. Tocaba a uno por cabeza.
¿Cómo has podido encender tan deprisa el fuego? –preguntó Gabrielle, confusa.
Práctica –respondió Syna solamente.
Gabrielle no la creyó. Algo misterioso había en aquella joven, algo que a veces la inquietaba. Miró las dos ramas que había cogido para hacer el fuego, se encogió de hombros y se dispuso a lanzarlas a su espalda.
Espera –la detuvo Syna, alzando una mano desde el suelo, atrayendo la sobresaltada mirada de Gabrielle–. No me he acordado de guardar alguno de los palos para ayudarnos a cocinar los pájaros. Pueden servirnos esos.
Tras unos segundos, Gabrielle le sonrió y asintió, sintiendo que una mecha de esperanza se prendía en su corazón. Quizás al fin había encontrado a la «familia» que tanto tiempo había estado buscando. Ella, que desconocía sus orígenes, que no tenía ni idea de dónde había podido salir. A lo mejor la vida decidía darle una oportunidad para llegar a sentirse feliz por primera vez.

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Los ojos de Melissa estaban puestos en el cielo estrellado. Por suerte, el espacio donde se encontraban era lo bastante grande como para haber un hueco libre de hojas que obstaculizaran su campo de visión. Los ojos le brillaban ante aquella imagen. En Italia, en su orfanato, solía sentarse en el alféizar de la ventana y observar el cielo todas las noches. Pero las estrellas que se veían en la Tierra no tenían comparación con las que lograba ver allí. Porque en ese mundo no había contaminación lumínica, lo que provocaba que miles de lucecitas inundaran el cielo oscuro junto a la pequeña luna blanca –que tenía mucho parecido con la terrestre, a excepción de que a la de Anielle no se le distinguían las facciones de un rostro–. En Falesia no había tenido tiempo para sentarse tranquilamente y alzar la cabeza al cielo. Así que aquel momento fue extremadamente agradable y relajante para ella.
Y así, paseando la mirada entre las estrellas, descubrió algo que le llamó la atención. Frunció el ceño y forzó la vista para asegurarse de lo que estaba viendo. Aun sin creérselo, parpadeó varias veces. Pero no cabía duda, allí estaba. Era algo difícil de ver, pero ella la llevaba observando desde antes de que pudiera recordar, así que no le fue complicado reconocerla.
La constelación de la Osa Mayor.
Siguió observando un rato más. Era idéntica a la de la Tierra, a diferencia que aquella tenía muchas más estrellas a su alrededor debido a la carencia de la antes nombrada contaminación lumínica.
Se la quedó mirando, y llegó a preguntarse por qué la veía desde ahí. Todavía no podía creerse que estuviera viviendo aquello, que tan típico era de los libros. Ella, perdida en un mundo... Y ahora veía aquella constelación, lo que acarreaba dos posibles teorías: o se encontraba en un mundo desde el cual también podía verse la Osa Mayor, o se encontraba en la misma Tierra en una época anterior... Borró la última teoría de su cabeza y la sustituyó por que se había vuelto loca y todo aquello era producto de su imaginación. ¿Y si padecía esquizofrenia?
¿Mel?
Los pensamientos de Melissa se esfumaron como la niebla, devolviéndola a la realidad. Dirigió su mirada hacia la voz, aunque ya sabía de antemano quién podría ser. Hasta el momento, solo una persona la llamaba Mel.
¿Qué haces? –Efectivamente, era Crad.
¿Una persona no puede mirar el cielo tranquilamente? –protestó Melissa.
Sí, pero... –replicó Crad.
¿Qué es esto? –interrumpió una voz femenina.
Ambos jóvenes se volvieron. Con cierto horror, Melissa observó cómo Elybel tenía en sus manos su bandolera; el único equipaje que se había llevado del orfanato. Antes de que la muchacha pudiera detenerla, la elfa había sacado un objeto del interior de la bandolera.
Un intenso y blanco destello inundó el ambiente.
Elybel enseguida soltó el objeto, aterrada. Se echó hacia atrás rápidamente como pudo, pestañeando repetidas veces. Crad se frotaba los ojos mientras lanzaba maldiciones nerviosas en voz alta. Melissa, en cambio, se apresuró en coger el objeto que la elfa había tirado al suelo, esquivando con cuidado el fuego que había en medio.
Era su cámara de fotos. Una cámara de fotos demasiado delicada como para tirarla por los suelos.
¡Melissa! –gritó la elfa, atrayendo la mirada nerviosa de la joven–. ¿Qué hace eso? ¿Qué es?
La interpelada maldijo para sus adentros. ¿Qué diría ahora?
¡Es una cosa mía! –exclamó al final, cerrando la cámara y escondiéndola en la bandolera con rapidez–. ¿Nunca te han enseñado que no debes cotillear las cosas de los demás? –Su tono de voz sonó enfadado, en parte por lo que decía y en otra porque todavía guardaba rencor hacia Elybel por lo del lago.
Pero Mel –se quejó Crad por detrás–. ¡Ese cacharro acaba de brillar como si fuera un sol!
Todavía más nerviosa de lo que estaba ya, Melissa cogió la bandolera entre sus brazos fuertemente, sin pretender soltarla.
¡No os importa! –replicó, apresurándose en inventar una escusa que valiera. No encontró ninguna.
Se levantó de un salto y volvió al sitio donde había estado observando las estrellas. Allí se sentó –sin soltar un solo segundo su bandolera– y se puso seria. Vio las caras de Elybel y Crad e intentó aguantarse las ganas de reír. La situación se estaba poniendo peliaguda, cierto, pero la expresión que esos dos amigos mostraban era épica.
El animal sin nombre había estado echo un ovillo, durmiendo junto al fuego todo el tiempo. Pero en aquel instante se encontraba sentado, observando la escena con las orejas levantadas y sus ojos azules abiertos como platos. La luz cegadora lo había alarmado incluso más que a ellos, debido a que él tenía una vista más agudizada.
Mel, ¿qué era eso? –repitió Crad.
¡Maldita sea, no me preguntéis más! –exclamó Melissa furiosa–. No puedo... decíroslo. –El tono de voz había sido el adecuado, pero solo faltaba que esos dos se lo creyeran–. ¡Y no me llames Mel!
¿Eres una bruja? –preguntó Elybel de improvisto.
Melissa parpadeó un par de veces.
¿Una qué...?
Una bruja –repitió la elfa, cansada–. Ya sabes, que haces hechizos y esas cosas.
¡No! –se apresuró en responder, sobresaltada–. ¿Qué voy a ser una bruja yo, si ni siquiera existen?
Un largo silencio inundó el ambiente, solo roto por el crepitar del fuego.
¿De verdad crees que no existen? –preguntó Crad, algo turbado.
Claro –asintió Melissa–. Eso no es verdad, no puede serlo. Es... ilógico. –Luego se le pensó mejor, recordando la situación en la que se encontraba. Estaba en otro mundo, viajando con una elfa y un chico casi de su edad que se dedicaba a luchar. Eso sí era ilógico–. O sí... –terminó por murmurar, inconscientemente.
¡Existen! –saltó Elybel–. ¿Nunca te contaron nada sobre los brujos? –Melissa negó con la cabeza. Se había llegado a olvidar de la pequeña pelea que habían tenido ambas en el lago. La elfa suspiró, abatida–. Son muy antiguos. Nadie sabe cómo surgió el primero, pero lo cierto es que se extendieron tan deprisa que cuando se quisieron dar cuenta ya ocupaban una gran parte de la población. Podían hacer cosas maravillosas, crear algo de la nada. –Sus ojos brillaban de la emoción. En cierto modo, disfrutaba contándolo–. Pero enseguida llegaron los problemas. Obviamente, a mucha gente le parecían peligrosos, y los brujos que se dedicaron a hacer el mal empeoraron la situación. Muchos se sintieron tan poderosos, que empezaron a querer gobernar el mundo a la fuerza.
Los Lokaru... –susurró Crad de repente, atrayendo la mirada de las dos chicas
Cierto –afirmó Elybel. Luego dirigió sus ojos de nuevo hacia Melissa–. Los Lokaru fueron los brujos más poderosos de todos. Su familia tenía un gran poder, mayor que ninguno de los demás. Y ellos fueron los que más desastres causaron. Cegados por el orgullo y la codicia, cayeron en una trampa... Y toda la familia murió.
Se formó un tenso silencio.
No todos –irrumpió Crad nuevamente–. Dicen que algún Lokaru se salvó...
Pero no está seguro, Crad. –Soportó la mirada enfurecida del chico con una sonrisa malévola.
¿Y los demás brujos? –preguntó Melissa entonces.
Todavía viven, pero pocos –explicó Elybel–. Muchos fueron exterminados. La gente no se fiaba de ellos, a pesar de que algunos no eran malvados ni tenían ansias de poder. Pero todos estaban alterados con la situación, así que no se detuvieron a interrogar. Sólo mataban. –Le echó mucho énfasis a la última frase. En aquello se notaba la distinguida personalidad de los elfos.
Melissa tardó unos segundos en ordenar toda aquella información que le habían soltado de golpe.
Yo no soy una bruja. –Bostezó–. Y tengo sueño.
Inmediatamente se tumbó sobre la tierra. Estaba rendida. Dos días sin dormir tenían sus consecuencias.
¿No nos vas a decir qué era esa luz? –preguntó Crad.
No –respondió Melissa rotundamente. Luego abrió un ojo para ver la cara de Crad–. Quizás algún día... –susurró.
La calidez del fuego y el cansancio no pudieron evitar que el ojo de Melissa se fueran cerrando poco a poco. Sintió cómo el pequeño animal se aproximaba a ella y se tumbaba entre sus brazos.
¿Te quedas a vigilar tú? –oyó que preguntaba Elybel.
Sí, sí, yo hago la guardia –respondió Crad–. Tú duerme, que lo necesitas.
No escuchó nada más. Dudó unos instantes en si era porque se había dormido o porque ya no hablaban más. Pero antes de caer definitivamente en el sueño, repasó lo que había ocurrido aquel día en su cabeza. Demasiadas cosas. Todo iba muy rápido, sobretodo en aquellos últimos minutos durante los cuales había descubierto tres cosas:
Primero, que la Osa Mayor se veía desde Anielle.
Segundo, que los brujos existían allí –aunque escasearan–.
Tercero, que a Elybel le encantaba hablar sin descanso.

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En el bosque había más actividad de la que se solía ver. Próximos a las fronteras, se encontraban cuatro puntos luminosos: hogueras. Cuatro hogueras encendidas por cuatro grupos distintos de gente. 

domingo, 15 de abril de 2012

[L1] Capítulo 15: Un lago y una visión (Segunda parte)




Sentía movimiento bajo su cuerpo. Un leve zarandeo que la despejó del todo. Abrió los ojos con lentitud, esperando a que su vista se enfocara. Y cuando esta lo hizo, lo primero que vio fue el suelo de tierra y hierba. Por un momento, creyó que caía, y se incorporó rápidamente, sobresaltada. Un fuerte y punzante dolor le golpeó la cabeza, lo que provocó que su mano se precipitara hacia la zona dolorida. Notó una textura suave y algo húmeda. Se miró la palma de la mano. Aquello no había podido ser su cabello.
–No te muevas tan deprisa –habló alguien a su lado–. Todavía no te has recuperado del todo.
La joven se volvió repentinamente, encontrándose frente a frente con una muchacha cubierta por una capa granate, montada sobre un caballo.
Tardó en recordar qué había pasado.
–Tú… –murmuró sorprendida. Luego miró al animal sobre el que estaba subida. Era uno de los caballos que habían arrastrado el carruaje donde ella iba montada–. ¿Qué ha pasado? –preguntó volviendo los ojos hacia Syna.
Esta guardó silencio unos segundos, sin desviar su brillante mirada de un camino que no existía. Se movían a través de los árboles del bosque. Ninguna señal especial les marcaba una ruta que seguir.
–Unos bandidos atracaron tu carruaje –respondió Syna.
Gabrielle bajó la mirada hacia ningún lugar en concreto. Movió sus ojos por las escasas flores que se abrían paso entre la tierra. Comenzó a recordar lentamente todos los detalles de lo ocurrido. La flecha encendida, la muerte de su antigua dueña, los golpes en la cabeza y la pérdida de conocimiento; y luego, aquella extraña sensación.
Miró de nuevo a la mujer que iba a su lado. Había aceptado que la acompañara. Ella, que parecía tan solitaria y fría… ¿Por qué? Prefirió no preguntarle nada el respecto. Mejor que así fuera. Estaba casi segura de que si la hubiera dejado allí, tampoco habría durado mucho.
–¿Adónde vamos? –preguntó sin embargo.
Los dorados ojos de Syna se clavaron en ella, y Gabrielle le soportó la mirada sin mucho esfuerzo, a pesar de que sentía curiosidad hacia ellos. Una sombra de extrañeza apareció en el rostro de Syna.
–Yo tengo una misión muy importante que cumplir –dijo esta con seriedad–. Te ayudaré a salir del bosque, luego cada una tendrá que seguir su camino.
Gabrielle se tornó ligeramente pálida. Abrió la boca para decir algo, pero enseguida se lo pensó más bien y la cerró. Se mordió el labio inferior y desvió la mirada hacia los árboles del otro lado. Comenzó a pensar con rapidez. ¿Qué pasaría una vez hubieran salido del bosque? Ella no tenía a dónde ir, no le quedaba nada. Entonces, ¿qué ocurriría con su vida?
Todos aquellos pensamientos se esfumaron de repente cuando divisó a lo lejos a dos figuras que caminaban con rapidez. La vegetación enseguida los ocultó, y Gabrielle no pudo ver nada más a parte de verde, verde y verde. Le gustaba aquel color, pero sentía curiosidad de quiénes eran aquellos dos que había visto.
De repente el corcel sobre el que iba montada se balanceó un poco hacia un lado. Lo miró alertada y frunció el ceño.
–Creo que los caballos están cansados –murmuró. Luego volvió a girar la cabeza hacia Syna–. Deberíamos pararnos a descansar. No podrán seguir toda la noche, ya llevan mucho tiempo arrastrando del carruaje.
Se hizo un silencio durante el cual Syna caviló pacientemente.
–Tienes razón –afirmó tirando de las riendas.
Gabrielle la imitó, bajó de su caballo y alzó la cabeza al cielo. Se arrepintió completamente. El dolor de la herida se intensificó, pero apretó los dientes y disimuló. Cuando bajó la mirada, vio que Syna también estaba en el suelo y ya caminaba, arrastrando a su hacia donde ella quería. La joven se apresuró en ponerse a su altura.
Unos diez metros caminaron, hasta que Syna se detuvo y miró a su alrededor. No era un espacio muy grande, pero dado que sólo eran dos, les bastaba. Sin decir una palabra, amarró su caballo a una raíz que sobresalía de la tierra. Estaba a la altura perfecta, debido a que se situaba en un pequeño montón de tierra que creaba una especie de muralla entre el espacio donde iban a quedarse y el resto del bosque.
El animal enseguida se tumbó y cerró los ojos. En efecto, estaba cansado. Sin detenerse un segundo, Syna se alejó un tanto de él y se agachó para rozar la tierra con la yema de los dedos.
–Aquí se podría hacer un fuego –murmuró pensativa.
–Yo voy a buscar leña –anunció Gabrielle, tras anudar a su propio corcel en otra raíz.
Ya estaba encaminándose hacia subiendo por el montón de tierra, cuando algo la cogió por la cabeza. La muchacha se quedó quieta, reprimiendo un gemido de dolor.
–Tu herida no está curada del todo –dijo una voz a su espalda. Gabrielle supo perfectamente que se trataba de Syna. ¿Quién si no?
Súbitamente, sintió un leve cosquilleo en la zona donde tenía herida. Fue una sensación extraña que la inquietó, poniéndola nerviosa. Se zafó de Syna y tras alejarse un par de pasos, se volvió hacia ella frunciendo el ceño. Fue entonces cuando sintió que el dolor de su cabeza iba desapareciendo.
–¿Qué has hecho? –preguntó confundida.
Syna la miró unos segundos, y luego alzó la cabeza hacia los árboles. Se llevó la mano a una daga de su cinturón y entrecerró los ojos.
–Yo me encargo de la comida.
Dicho esto, lanzó la daga hacia arriba. Gabrielle se quedó inmóvil, con los ojos abiertos y, sin tiempo a reaccionar, algo cayó ante ella. Miró al suelo.
Era un pájaro con una daga clavada en la tripa.
Volvió a dirigir sus ojos a Syna. Esta siguió tan fría como siempre, cogió el pájaro del suelo y volvió a mirar hacia arriba.
–Se nos va a hacer de noche –dijo.
Gabrielle comprendió el doble sentido de la frase, dio media vuelta y caminó deprisa hasta estar que Syna no fue más que una sombra entre los árboles.
La escena del pájaro la había sorprendido completamente. Pero eso no cubría la inquietud que había despertado en su interior a causa del cosquilleo que había sentido.

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En efecto, el agua estaba templada. Aquello era extraño. Lo más lógico hubiera sido que estuviera fría, dado que no provenía de ningún agua termal, si no, por lo que había descubierto, salía de un agujero de la colina que había al lado. A pesar de ello, la temperatura era agradable. Ni muy fría ni muy caliente. Perfecta.
El tinte inmaterial del lago se había ido desvaneciendo. La puesta de sol había sido muy intensa, y todo el cielo se había cubierto por una capa rojiza que raras veces se veía en la Tierra. Melissa se preguntó si todos los días sería así.
–¿Cómo lo conociste?
Melissa se volvió hacia la voz. Era Elybel, semioculta tras una roca. Aunque en realidad había sido la humana la que se había intentado esconder al bañarse.
–¿Cómo? –preguntó, extrañada por la repentina pregunta.
–Que cómo conociste a Cradwerajan –aclaró la elfa.
La joven tardó en responder. Desvió la mirada hacia la piedra azulada de su colgante, que flotaba sobre el agua. Donde se encontraban ellas dos, el lago no era muy profundo. Melissa, que debía rondar el metro sesenta, estaba de rodillas, y el agua le llegaba casi hasta el cuello.
–Pues me encontró deambulando por el bosque, perdida –comenzó a relatar–. Había conseguido burlar a uno de los guerreros esos del tal Gouverón. –Calló, esperando que la corrigiera. Para su sorpresa, Elybel no lo hizo. Parecía que al fin había conseguido aprenderse un nombre. Tomó aire y siguió–: Fue el guerrero al que le robé el arco y el carcaj. No llevaba muchas armas encima, e intuía que las podría necesitar en un futuro. –Suspiró al descubrir que todavía no había tocado ninguna flecha de las que se había llevado, que apenas eran tres si recordaba bien–. Me escondí tras un matorral cuando oí los cascos de un caballo. Entonces apareció un hombre que llevaba una armadura negra. Sólo le pude ver los ojos.
–El chico con el que se fue Senlya, ¿cierto? –interrumpió la elfa por primera vez.
–Bowar… –susurró Melissa. Luego se percató de que se había dirigido a su hermana por su nombre. No le dio mucha importancia. A lo mejor allí no solían dirigirse a las personas por su parentesco.
–¿Y Cradwerajan? –preguntó Elybel, incitándola a que siguiera con su relato.
–Pues, cuando el caballero se fue, llevándose con él al hombre muerto, alguien habló. Me volví y me encontré con Crad –sonrió al recordar su conversación–. Al principio no quise saber nada de él, me desquiciaba. Me fui hacia otro lado, y entonces me volvió a atacar otro soldado de esos. Esquivaba sus ataques con facilidad, pero él era mucho más hábil que yo, así que pronto vi la punta de su espada abalanzándose sobre mí. –Un escalofrío le recorrió la espalda al recordar el momento–. Cuando creía que estaba todo perdido, apareció él. Mató al hombre y me salvó la vida. Por ello accedí a pertenecer a la Séptima Estrella.
–¿Y ahora por qué viajas con él? –saltó Elybel, al notar que Melissa había terminado de hablar–. Podrías haberte quedado con la abuela y su hermana.
Melissa se puso tensa, algo molesta ante la brusquedad de la elfa.
–No quería quedarme allí –respondió solamente.
–¿Y no te sientes mal?
La humana frunció el ceño, extrañada.
–¿Por qué debería sentirme mal? –preguntó.
–Por ser un estorbo.
Un pájaro pasó volando sobre sus cabezas. Su canto se parecía mucho al de un cuervo.
–¡¿Cómo has dicho?! –saltó Melissa, levantándose de un salto pero sin moverse de detrás de la roca–. ¿Por qué soy un estorbo?
–Oh, vamos, es obvio –dijo Elybel tranquilamente–. Eres demasiado débil para moverte en este mundo. Sólo eres una carga para Crad. Es verdad, ¿por qué le llamas Crad y no por su nombre completo?
–Ahora no estamos hablando de eso –contestó Melissa, algo borde.
–No te enfades, sólo digo la verdad. Debías saberla.
Melissa apretó con fuerza los puños. Estaba a punto de explotar, y no quería que eso ocurriera habiendo agua de por medio.
–Me voy, ya estoy limpia.
–¡Tampoco hace falta que te pongas así! –gritó Elybel, al oír que Melissa salía del agua. Su ropa estaba en el lado contrario de la roca, así que no la veía, y sólo podía saber lo que ocurría por los sonidos que le llegaban a los oídos–. ¡Yo solamente quería comentártelo!
Nada. Melissa ya se había marchado. La pelirroja suspiró y hundió su rostro hasta la nariz. Elevó larga pierna derecha hasta que salió del agua, y observó su piel bronceada. Volvió a dejar caer la pierna y observó el cielo. Empezaba a oscurecer, ya sería hora de salir del agua; pero no le apetecía. Se quedaría un rato más.

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Gabrielle andaba tranquila entre los árboles, recogiendo todas las ramas que encontraba en su camino. Mientras lo hacía, mostraba una agradable sonrisa. Aun así, no se olvidaba del incidente de los calambres que había sufrido en la cabeza, cuando la tal Syna la había tocado. Recordarlo le provocaba un nuevo escalofrío.
Un extraño sonido la alertó, provocando que volviera la cabeza, en busca de su origen. El ruido había sido breve, y no encontraba por ningún sito su procedencia. Pero entonces lo volvió a oír. Y esta vez acompañado por una voz humana. Una voz claramente masculina.
La curiosidad le pudo, y se dejó llevar por los sonidos que se prolongaban. Parecía que alguien estuviera agitando una espada en el aire. Y a medida que se acercaba, estaba más segura de ello.
Hasta que lo vio. Al principio no supo cómo reaccionar, y se quedó quieta en el sitio, sintiendo que los brazos le desfallecían. Pero enseguida se apresuró a esconderse tras el tronco de un árbol, y a sujetar con más fuerza las ramas que había ido recogiendo.
Asomó ligeramente la cabeza, presa de la curiosidad. Ante ella, un chico joven entrenaba con su espada. Sólo practicaba estrategias en el aire –de ahí la procedencia de los sonidos que había escuchado–. Los bruscos movimientos provocaban que sus mechones rubios casi blancos se agitaran en el aire, a veces golpeándole su pálido rostro. Llevaba una camisa arremangada, lo que dejaba ver sus musculosos brazos, tensos al soportar el peso de la enorme espada. Porque esta era muy grande. Tenía una empuñadura dorada y una gema verde incrustada en esta. El filo de la espada era bastante grueso. Gabrielle se preguntó cómo podía levantarla. Luego volvió a la realidad. Estaba claro que aquel chico llevaba entrenándose varios años.
Siguió mirando un poco más. Cuando, súbitamente, el chico se giró hacia ella, permitiendo que la muchacha descubriera unos profundos ojos verdes. Gabrielle, sobresaltada, se escondió tras el tronco del árbol. Hiperventiló unos segundos, hasta que decidió intentar calmarse y escuchar con más atención.
El sonido de la espada seguía oyéndose, al igual que ligeros gemidos de fuerza. Frunció el ceño y volvió a asomar la cabeza con lentitud.
El joven seguía entrenando. Al parecer no la había visto, cosa que Gabrielle agradeció. Probablemente la oscuridad la había mantenido oculta. Sonrió de lado al ver el empeño que el chico ponía en su entreno.
–¡Koren! –llamó alguien.
Gabrielle dio un respingo, sobresaltada. Estuvo a punto de ocultarse nuevamente, pero vio cómo un hombre alto y robusto se acercaba al chico, dedicándole una expresión seria. Comenzaron a hablar sobre estrategias de espadas, cosa que la joven no entendía mucho. Fue entonces cuando recordó que había ido a buscar leña, y que se estaba retrasando bastante. Se propuso a alejarse, cuando una rama se le resbaló de los brazos y cayó al suelo. Obviamente, atrajo la mirada de ambos.

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Se acercó lo más sigiloso que pudo. Cuando vio que era el momento indicado, se lanzó contra el lugar de donde había procedido el sonido. Sus pies aterrizaron en la tierra. El espacio estaba vacío. Observó su alrededor con curiosidad, pero sólo encontró una delgada rama en el suelo. Probablemente la causante de lo que habían escuchado. Pero alguien debía haberla tirado, ¿no? Se sentía incómodo ante la situación. Entonces su maestro de espada le llamó, con su típico vozarrón exagerado. Koren asintió y, tras echar un último vistazo, acudió junto a él.
Unos metros más allá, tras un espeso matorral, una joven suspiró aliviada.

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Lanzaba maldiciones por lo bajo, enfurecida, sujetando su bandolera, la falda y el corsé como podía. Apenas había esperado a secarse. Se había puesto solamente la blusa –que le cubría justo la ropa interior– y la capa azul por encima, y había huido de allí lo antes posible. Tampoco quería acercarse a Crad, así que se había desviado hacia otra dirección, consciente de que podía perderse.
Pensó en lo que le había dicho Elybel. Aunque no lo hubiera admitido ante ella, sabía que tenía razón. Solo era un estorbo, no servía para nada útil para ninguno de los dos. Ellos estaban más preparados para ese mundo. Lamentaba admitirlo, pero era la verdad. La única solución que encontraba era irse de allí. Posiblemente no lograría sobrevivir, pero al menos dejaría en paz a Crad y a Elybel, que tan unidos se veían.
Mientras seguía absorta en sus cavilaciones, algo le rozó el tobillo.
Rápidamente, sus ojos se desviaron tras ella. No había nada. Bajó la mirada y se encontró con el cachorrito peludo de color negro. Sonrió y se agachó para acariciarlo. Aún no le había puesto nombre, pero se le estaban ocurriendo varios relacionados con los sobresaltos.
Súbitamente, el animal comenzó a correr, zigzagueando por sus piernas y lanzándose luego a la espesura de la vegetación.
–¿Qué demonios haces? ¡Vuelve aquí!
Tiró todo lo que sujetaba al suelo, y echó a correr hacia donde se había escondido el cachorro. Al acercarse, tropezó con una piedra y su cuerpo se precipitó hacia delante, directo a los matorrales. Cayó sobre ellos, agradeciendo que al menos estos le hicieran un poco de muelle y no se empotrara directamente con el suelo. Fue entonces cuando sintió algo peludo en sus manos. Abrió los ojos, que había mantenido cerrados durante la caída por instinto de protección, y se encontró con que había cogido al animal de pura casualidad.
–Vaya, aquí estás –dijo sonriente.
Alzó la cabeza al sentir un ligero aliento cálido sobre su rostro.
El corazón se le detuvo de súbito.
Frente a ella, a escasos centímetros de su rostro, unos oscuros ojos cuya pupila no se distinguía casi, la observaban con un brillo curioso y sorprendido a la vez. Varias greñas de color rubio muy oscuro caían ligeramente sobre estos. Pero aquello no impidió que el susto de Melissa fuera menor. El grito que lanzó asustó a varios pájaros que estaban posados sobre las ramas de los árboles. Estos echaron a volar.
Pero el grito no vino solo. Ante un arrebato de instinto de supervivencia y terror, envió su puño a estrellarse contra la cara de aquel inesperado personaje. Creyó oír un leve crujido.
Se levantó aprisa con el animal en brazos, y caminó hacia atrás sin detenerse, todavía con el puño cerrado. Cuando chocó contra algo. En un autoreflejo, Melissa golpeó ese algo con el codo, lo más fuerte que pudo. Un quejido de dolor le llegó a los oídos. Volvió a la cabeza y se llevó la mano a la boca.
–Oh, Crad, lo siento… –murmuró. Pero enseguida cambió el tono de voz–. ¡No me asustes de estas maneras! ¡Acabo de ver a un chico ahí detrás! –exclamó señalando con un dedo el lugar del encuentro.
–Maldita sea, pegas fuerte cuando quieres –protestó Crad con una mano en el vientre–. Espera, ¿qué has dicho? –reaccionó.
–¡Deja de quejarte, joder! ¡Allí! –repitió, algo nerviosa, volviendo a señalar el matorral–. Un chico de ojos negros.
Crad se acercó rápidamente. Asomó la cabeza y observó los metros que había de altura. Los suficientes para que el suelo que pisaba le llegara al pecho a una persona alta. Luego, volvió a mirar a Melissa.
–Aquí no hay nadie, Mel –informó.
–Imposible –murmuró Melissa acercándose a su lado para ver si era cierto.
Y sí, tenía razón. Ahí no había nada.
–A lo mejor ha marchado corriendo cuando le di el puñetazo o algo… –susurró en voz baja.
–¿Le diste un puñetazo? –preguntó Crad, algo sorprendido.
–Fue un autoreflejo, ¿vale? –reprochó Melissa.
–Eso explica la sangre que hay por ahí.
–¿Sangre? –Esta vez fue Melissa la sorprendida.
Miró con más atención y descubrió que sí había pequeñas gotitas de sangre que iban dejando un rastro, pero luego desaparecían de repente.
–Veo que ya tienes la mano mejor –opinó Crad, observando la mano de Melissa que antes había estado vendada.
–Le pegué con la otra –refunfuñó Melissa.
Se hizo un incómodo silencio. Melissa miró a Crad, y descubrió que este tenía la vista puesta más abajo, casi en el suelo. Bajó los ojos y recordó que tan solo llevaba la blusa de Yaiwey. Los colores se le subieron al rostro, y volvió a alzar la cabeza, algo molesta.
–¡¿Qué estás mirando?! –preguntó gritando.
Crad volvió sus ojos color avellana a los suyos.
–¿Por qué vas a medio vestir? –preguntó mostrando una sonrisa de lado.
–¡¿Y a ti qué te importa, imbécil?! –gritaba, roja de vergüenza, intentando cubrirse con la capa–. ¡¿Quieres que te de un puñetazo a ti también?!
El chico explotó en carcajadas y se alejó unos pasos de ella, dándole la espalda. Solo entonces, Melissa se percató de que llevaba un par de pájaros en la mano, colgados boca abajo.
–¿Qué es eso? –preguntó arrugando la nariz.
–¿Esto? –Alzó la mano con los pájaros, dirigiendo su mirada hacia ella girando la cabeza–. La cena de esta noche.
Melissa no sabía si decir «qué asco» o «al fin comida». Se decantó por quedarse callada. Crad volvió de nuevo la cabeza y se quedó quieto frente al tronco de un árbol.
–Vamos, vístete, Mel –dijo.
–Vete entonces –protestó ella.
–Si dices que hay un tipo misterioso rondando por aquí, no es muy prudente que te deje sola mientras te vistes, ¿no?
La joven tardó unos minutos en responder. Le extrañaba que aquellas palabras tan protectoras salieran de la boca de Crad. Pero algo le llamó más la atención.
–No me llames Mel –refunfuñó–. No me gusta.
–No me llames Crad.
–¡No sé pronunciar tu nombre! –se excusó.
–Pues entonces yo tampoco –dijo encogiéndose de hombros–, Mel –terminó.
–Agh, te odio.

lunes, 9 de abril de 2012

[L1] Capítulo 15: Un lago y una visión (Primera parte)



El cielo comenzaba a adquirir tonos rojizos. La noche se acercaba lentamente, y enseguida los sorprendería en mitad del bosque. Lo cierto era que los tres estaban cansados, sobre todo Melissa, que luchaba por mantener los ojos abiertos e iba apoyándose allí donde podía para que no se le doblaran las rodillas. El sueño ya la estaba afectando de gravedad.
Seguía yendo tras la elfa y Crad. Pero no porque la marginaran, si no porque ella misma era la que se había atrasado. No quería que la vieran en aquel estado.
Súbitamente, mientras la joven mantenía la vista fija en los lugares donde pisaba, se chocó contra alguien. Alzó la cabeza y se encontró con la espalda de Crad. Durante el trayecto se había aprendido bien las espaldas de sus dos acompañantes. Aún así, igualmente la habría adivinado. La espalda de Crad era mucho más amplia que la de Elybel.
–¿Qué ocurre ahora? –preguntó Melissa, algo desganada.
Crad volvió el rostro en su dirección e hizo un esfuerzo por aguantarse la risa al ver el rostro somnoliento que mostraba la joven.
 –Se está haciendo de noche, deberíamos buscar ya un lugar para acampar –informó.
Los ojos de Melissa, que habían estado semicerrados hasta entonces, se abrieron de golpe. En su rostro se reflejó una mueca de incredulidad.
–¿CÓMO? –saltó, mirando a su alrededor–. ¿Aquí? ¿Por la noche? ¿Al aire libre?
–¿Y dónde si no? –preguntó Crad, volviendo su cuerpo completamente hacia ella–. No tenemos otra opción. Tampoco es tan malo.
Melissa comenzó a negar con la cabeza enérgicamente. Su corazón latía a gran velocidad, y su mente trabajaba a traición, imaginando lo que podría venir aquella noche. Nunca había acampado al aire libre. Además, las noches allí eran bastante frescas, y ella no veía que tuvieran ninguna manta.
–No me hace mucha gracia.
–Oh, vamos –irrumpió Elybel, colocándose junto a la humana–. Tampoco será tan malo, ya verás –le dijo sonriente.
–Pero… –murmuró la otra, aún no muy convencida.
Quiso preguntar si había alguna cabaña o alguna posada donde poder alojarse. Pero enseguida alejó aquella idea de la cabeza. No podía haber nada de eso por ahí, pues no tendría mucha salida. Estaban en mitad de un bosque donde la mayoría de la gente que entraba, se perdía. A no ser que hubieran estado entrenados desde pequeños, como chóferes de carruajes que hubieran dedicado toda una vida a estudiar aquel lugar. No tenía sentido que estuviera construido algún edificio de ese tipo por ahí, para cuatro personas que pasaran de vez en cuando.
–Este sitio está bien –se oyó a Crad de repente. Las dos chicas lo miraron. No se habían dado cuenta de que ya se había separado de ellas y estaba unos metros más adelante, asintiendo con la cabeza mientras investigaba el suelo de un pequeño espacio redondo sin ningún árbol por en medio.
Melissa lo fulminó con la mirada.
–Eh, ¿quieres bañarte? –preguntó Elybel de repente, aferrando el brazo de la joven.
Melissa se miró. Aunque no hacía falta, sabía que lo necesitaba urgentemente. Hacía días que su cuerpo no tocaba agua, y los asaltos y carreras que había sufrido no ayudaban mucho.
–Lo agradecería –admitió–. Pero, ¿dónde? –preguntó, algo inquieta por la respuesta que podría darle.
La elfa señaló un punto más allá de los árboles, fuera del camino, donde unas grandes rocas se amontonaban al pie de un barranco claramente imposible de escalar.
–Según me contaron, allí tiene que haber un pequeño lago. Se dice que el agua está templada y limpia –sonrió–. ¡Vamos!
No esperó a la contestación de Melissa. Elybel se la llevó por delante sin ningún tipo de escrúpulo, arrastrándola hasta llegar junto a las rocas, y dejando a Crad atrás, tanteando el terreno para asentarse aquella noche.
Cuando se detuvieron las dos chicas, Melissa se zafó de su mano malhumorada y dejó al animal –que aún llevaba en brazos– en el suelo, junto a ella. No le gustaba que la arrastraran de aquella manera sin previo aviso.
Antes de darse cuenta, la elfa ya estaba escalando una roca y asomando la cabeza al otro lado. La humana pegó un leve brinco al escuchar su grito de júbilo. ¿Qué le ocurría a Elybel? Antes no le había dado la impresión de que fuera tan… excitable.
–¡Sí, aquí hay agua! –exclamaba, mientras se deslizaba de nuevo por la roca hasta llegar al suelo–. Venga, va, escala. Tras las rocas hay un pequeño hueco seco donde podremos quitarnos la ropa. ¡Sin miedo a que nadie nos espíe! –Había alzado la voz notablemente en las últimas palabras, y aquello alertó a Melissa.
Sin más dilación, tras un animado «¡Venga, vamos!» por parte de la elfa, esta se aferró nuevamente a la roca y le tendió una mano a Melissa. Melissa negó con la cabeza.
–No, gracias. Puedo hacerlo yo sola –hizo notar.
Elybel se encogió de hombros y desapareció tras la roca. Melissa inspiró hondo y se dispuso a subir. No sabía cómo le iría aquello. Lo cierto es que no se le daba bien escalar. Pero qué demonios, debía intentarlo.  Además, aquella roca no era nada del otro mundo. ¿Tres metros y medio quizás? Tragó saliva.
A penas había puesto un pie sobre un pequeño saliente, observó sobresaltada que el cachorrito negro había pegado cuatro saltos y ya se encontraba en lo alto de la roca. Lo miró envidiosa.
–Me has traicionado –le dijo.
Lanzó una maldición. De nuevo hablaba con los animales. ¿Qué ganaba con ello? Que la creyeran aún más loca de lo que ya aparentaba.
Tras asentar la cabeza, se impulsó con fuerza, afanándose en agarrarse a cualquier hueco que encontrara. Cosa difícil, porque la roca era casi completamente lisa. Fue a levantar un pie, pero algo se lo impidió. Miró abajo. Al parecer, la falda le dificultaba la movilidad. Lanzó un grito frustrado y se la arremangó todo lo que pudo. La agarró con el brazo y, con las piernas desnudas y cierta dificultad dado que tenía una extremidad ocupada, siguió escalando la roca.
Se sorprendió a sí misma cuando descubrió que ya había llegado arriba, y se encontraba junto al animal que la había aguardado pacientemente moviendo la cola. Lanzó un suspiro de alivio y se sentó en el borde, de espaldas al lago que aún no había visto.
El instinto le dijo que debía mirar al frente, hacia los árboles. ¿Y qué vio allí? A un Crad tirado por el suelo, encogido sobre sí mismo, sujetándose la tripa y riendo estrepitosamente.
Había visto su numerito.
–¡Serás…! –gritó Melissa con el rostro rojo por la furia–. ¡No te rías! ¡Seguro que tú tampoco estarías muy cómodo con falda!
Entonces fue ella misma la que explotó en carcajadas, imaginándose a un Crad con falda. Y por culpa de ello, se desequilibró, cayendo hacia atrás de inmediato. Soltó un leve grito en el aire, e hizo lo posible por caer de pie. Pero ella no era un gato. Sólo consiguió caer casi de frente. Lanzó gemidos de dolor mientras se intentaba incorporar ayudándose de las manos. Su enfado creció al oír que las carcajadas del chico iban en aumento.
–¡Cállate de una maldita vez! –chilló, de nuevo con la cara hirviendo e intentando sentarse en el suelo de piedra. ¿Por qué no podía ser agua, o hierba como mucho? Elybel tenía razón. Había un buen hueco entre las rocas y el pequeño lago.
Una figura de cabellos rojos se acercó a ella con nerviosismo. La agarró de los brazos y la ayudó a levantarse.
–¿Estás bien? –le preguntó Elybel, con un tono de preocupación en su voz–. ¿Te has hecho daño?
–No, no, tranquila –se apresuró en responder, escurriéndose de sus brazos. No quería ayuda–. De verdad, me encuentro perfectamente.
–No le hagas mucho caso –dijo Elybel mostrando una sonrisa tranquilizadora–. A veces es así, no lo puede evitar.
Melissa la miró sin poder evitar fruncir el ceño. Aquella elfa tenía cambios de humor muy repentinos. Esta le sonrió con dulzura. El color rojizo del cielo contrastaba con su larga trenza, que le llegaba casi hasta el ombligo.
–Ya, bueno –saltó Melissa–. Tampoco le hago mucho caso. Sólo que a veces es insoportable…
Se interrumpió a sí misma, quedando anonada, observando lo que tenía a su izquierda. Allí había un pequeño lago de aguas que brillaban con la escasa luz del sol que iba escondiéndose en el horizonte. Pero es que además, estas aguas reflejaban tanto el color rojizo del cielo, que parecían sangre. Un color sangre hermoso, que hacía brillar los ojos de emoción.
–Lo sé –suspiró Elybel de repente, atrayendo la mirada sobresaltada de Melissa. Había estado tan despistada observando el agua, que no se acordaba de que Elybel aún estaba junto a ella–. Es hermoso, ¿verdad? –Tenía los brazos cruzados ante el pecho, y sus ojos mostraban un brillo melancólico–. Para mí también es la primera vez que lo veo. Siempre me han hablado de este sitio, pero aún no había tenido la oportunidad de venir yo misma. Todos los días, en la puesta de sol, ocurre esto. Lo llaman Leirigh. –Desvió la mirada hacia Melissa–. Significa «lago rojo».
–Lógico –murmuró Melissa, viendo cómo el cachorrito negro jugaba metiendo su patita en el agua de color–. Y precioso… –añadió.
–Cierto. Pero aquí hemos venido a bañarnos, así que venga –decía animada, retirándose a un rincón y empezando a sacarse la ropa.
Melissa no sabía qué hacer. Tenía unas ganas tremendas de lavarse. Pero le sabía mal hacerlo en un lago tan hermoso como aquel. Aunque aquello sería como un sueño. Poder sumergirse en unas aguas rojizas… qué magnífico sonaba.
Tras unos segundos de vacilación, asintió con la cabeza para sí e imitó a Elybel, despojándose de aquellas prendas que tan aburrida la tenían. A la mínima que pudiera, buscaría otro tipo de ropajes. En aquello tenía envidia de Elybel. La elfa llevaba unos pantalones cortos ajustados y una camiseta de tirantes color caqui, con un grueso cinturón del mismo marrón que los pantalones y las botas.
De repente, la joven pelirroja se volvió, y le tiró algo que Melissa cogió al vuelo. Era una pequeña esfera color malva que olía a flores.
Tardó en reconocer de qué se trataba, dado que no se lo esperaba.
–¿Jabón? –preguntó.
Elybel le sonrió.
–Jabón –afirmó.
Melissa volvió a mirar la esfera. Por una parte, aquel mundo llamado Anielle se iba pareciendo más a la Tierra. Pero por otra, en Anielle se descubrían paisajes y otras formas de vida que la terrícola no hubiera podido imaginar jamás.


Recostado en el tronco de un árbol, observaba en silencio las hojas que le ocultaban el cielo. Hacía rato que se encontraba en esa posición. Y le gustaba.
Una ligera brisa hacía danzar los mechones de su cabello rubio blanquecino, que le llegaban casi hasta los hombros. Aquello lo relajaba completamente, sumiéndole en una paz y una tranquilidad que hacía tiempo que aguardaba.
Últimamente se había visto agobiado por sus maestros, esos que le enseñaban cómo ser un buen luchador con la espada. Y lo cierto era que tenía mucha destreza con ella. Sabía escurrirse por el sitio adecuado, y dar en el punto exacto para que, o bien la víctima sufriera un tiempo hasta morir sin remedio, o bien fuera una muerte rápida y no dolorosa. Y él hacía notar que prefería la última. No le gustaba ver sufrir a la gente.
Pero los maestros no veían aquello suficiente. Querían hacerle un hombre fuerte y frío. Un hombre igual que su hermano; o aún mejor, un hombre como Gouverón. Aquel chico conseguía una fuerza sobrada para su edad, pero no la frialdad para matar. No comprendía cómo podía haber gente que les gustase ver sufrir a sus víctimas. Comprendía que estaban en plena guerra, que debía obedecer órdenes. Pero aquellas órdenes se le escapaban de las manos. Eran demasiado crueles para él, un sencillo adolescente que sólo quería vivir como cualquier otro, y no dedicar toda su juventud a ser entrenado con mano dura.
Lanzó un suspiro. A veces le daban ganas de huir, de escapar de aquella vida. Pero luego pensaba en su hermano, que tantas esperanzas ponía en él. Huérfano de padres como lo era el adolescente, su hermano era la única familia que le quedaba. Y el único con el que mantenía una mínima amistad, a pesar de las escasas veces que se encontraban.
Bajó la mirada lentamente, aún absorto en sus pensamientos. Y entonces se encontró de frente con una escena que no esperaba.
Dos caballos amarronados galopaban tranquilamente por entre los árboles. El más alejado de él estaba montado por una mujer de cabellos lacios y color azabache, cubiertos por la capucha de su capa granate. Y a su lado iba otro corcel más oscuro, con una raya recta más clara, que partía desde el ceño y llegaba hasta el comienzo del hocico. Sobre este había otra joven manchada ligeramente por un líquido rojizo.
Sangre.
El joven entrecerró los ojos, curioso. No era habitual encontrarse a dos jóvenes montadas a caballo por aquellos alrededores. Y menos aun que una de ellas estuviera en aquel estado.
Súbitamente, sintió un leve estremecimiento en el ambiente de su alrededor. Se había quedado mirando fijamente a la joven malherida, y se había olvidado por completo de la otra. Cuando sus ojos se desviaron hacia esta, se dio cuenta de que lo estaba observando.
Unos ojos dorados y brillantes le atravesaban la piel, llegando al fondo de su cerebro y provocándole un escalofrío que recorrió su columna vertebral de arriba abajo. ¿Qué le ocurría? Aquello no era normal.
Y fue entonces cuando, como si lo hubiera pedido a gritos, oyó su nombre. A pesar de ello, le costó volver la cabeza hacia el origen de la voz, pues se había quedado clavado en la mirada dorada de la joven.
–¿Qué hace usted aquí?
Al fin, el joven giró la cabeza, dirigiendo sus ojos hacia aquel que le llamaba la atención. Era su maestro de espada; el más duro de todos.
–Descansaba –respondió solamente, encogiéndose de hombros.
–Sabe que eso no se le está permitido –dijo duramente–. Su deber es entrenar.
–Si no descanso, no rindo lo suficiente –se excusó el joven, lanzándole una mirada heladora.
Luego volvió su cabeza de nuevo hacia el lugar donde había visto a esas dos jóvenes.
Pero ya no se encontraban allí.

martes, 3 de abril de 2012

Fichas de los personajes

Ale, a vuestra petición he puesto las fichas de los personajes en una nueva pestaña (véase debajo de la dedicatoria). Hay muchos interrogantes (por eso no lo había puesto antes), pero bueno, iré añadiendo cositas a medida que avanza la historia. En la sección también he puesto un par de párrafos explicando que iré actualizando poco a poco y que no todos los interrogantes pueden resolverse al final del libro...

Me despido.
¡Hasta el lunes!^-^