Hola a todos.
Soy consciente del tiempo que llevo desaparecida. Soy plenamente consciente de que dije que había vuelto. Pero algo pasó. Algo que me ha bajado del todo.
Estoy pasando por un momento difícil. Algunas personas (Gaby, de Crónicas del Submundo sobretodo) saben lo que pasa. Especialistas me han recomendado hablar y escribir sobre ello. Así que, si no queréis leer, estáis en vuestro derecho. Lo que voy a escribir ahora no es para dar pena ni nada por el estilo. Simplemente lo necesito. Además, tampoco diré mucho. Esto es un blog público y cualquiera puede verlo (aunque ya tengo otro blog donde escribo más sobre este tema, pues me lo recomendaron aunque no me siga ni lea nadie).
Tengo el humor tan sumamente bajo y estoy tan mal por dentro que no soy absolutamente capaz de escribir sobre El viaje de Melissa ni ningún otro libro. Tan solo puedo escribir pequeñas cosas de lo que voy sintiendo, para desfogarme. Sé que hay cosas peores, sé que hay gente que está más mal que yo. Pero esto me puede. No contaré qué es. Son temas del corazón. Pero suficiente trabajo tengo ya para intentar estudiar y sacar buenas notas como para escribir y subir en el blog... Y menos aún leer... Y claro, estoy en bachiller. Súmale eso al problema de estrés que tengo y que ya comenté anteriormente. Y bueno... al problemilla que me ha surgido que supongo que todo el mundo habrá pasado alguna vez.
No quiero alargarme. Esto es solo para que me conozcáis un poco en esta situación. Pediros mil disculpas. Espero volver algún día a la normalidad, aquí. Espero volver a ser como antes. Por ahora solo me queda intentar desahogarme con todo lo que encuentre. Dudo si dejar el blog en el que escribo sobre esto aquí. No sé si que lo lea gente que me conozca es bueno. En todo caso... Lo siento mucho. Algún día volveré. No sé cuándo, pero volveré.
Muchas gracias a todos. Sois los mejores. Vosotros habéis hecho mucho por mí, solo con leer el blog y vuestros comentarios. Os quiero. <3
PD: Tranquilos, haré lo posible por seguir escribiendo esta historia y terminarla lo antes posible, de verdad. Pero ahora... ahora no puedo...
Miembros de la Séptima Estrella
lunes, 4 de noviembre de 2013
miércoles, 7 de agosto de 2013
Aviso importante, leed
Hola, vengo aquí con noticias... algo malas. Veréis, hace mucho tiempo que tardo en subir, ¿verdad? A veces tardaba 3 meses en escribir un capítulo, cosa que antes lo hacía en una semana o dos. Por los estudios y demás cosas no tenía tiempo. Además de que tenía que leer más blogs. Pero a causa de eso, ahora hay un problema un pelín más grave. Necesito tranquilizarme, relajarme. Y esta vez en serio. Resulta que llevo un año con problemas de estrés, tal y como me dijo el médico. Debo alejarme de todo aquello que me estrese y estar lo más tranquila posible.
Antes de nada, quisiera pedir disculpas a todos aquellos que, durante este año, he dicho que leería sus blogs o escribiría en ellos, y me he retrasado mucho, o a veces incluso los he dejado aparcados. Sé que he entrado a colaborar en algunos, y al final no he seguido. Lo siento mucho.
¿Qué voy a hacer ahora? No quiero dejar aparcada esta historia a punto de terminar. La terminaré de subir. Pero luego... Bueno, luego no sé qué pasará. Ahora estoy con medicamentos que me dejan un poco débil, y si además necesito tranquilizarme, pues puede que:
1) Pase bastante tiempo hasta que empiece a subir la segunda parte.
2) No suba la segunda parte.
No sé lo que haré. Posiblemente sea la primera. En todo caso, lo siento. Si la subo, a lo mejor tarde muchísimo más en escribir los capítulos.
Aunque tampoco todo esto es culpa del blog. Quiero dar las gracias a todos vosotros y vuestros comentarios, pues muchas veces estaba mal y lograbais hacerme sonreír. Me habéis ayudado mucho, aunque nadie sabe realmente todo. Pero no importa, solo quiero agradeceros esto. Sois los mejores. Y aquí hay muchos jóvenes escritores que estoy segura de que llegarán lejos. ¡Seguid vuestros sueños!
¡Hasta pronto!
Antes de nada, quisiera pedir disculpas a todos aquellos que, durante este año, he dicho que leería sus blogs o escribiría en ellos, y me he retrasado mucho, o a veces incluso los he dejado aparcados. Sé que he entrado a colaborar en algunos, y al final no he seguido. Lo siento mucho.
¿Qué voy a hacer ahora? No quiero dejar aparcada esta historia a punto de terminar. La terminaré de subir. Pero luego... Bueno, luego no sé qué pasará. Ahora estoy con medicamentos que me dejan un poco débil, y si además necesito tranquilizarme, pues puede que:
1) Pase bastante tiempo hasta que empiece a subir la segunda parte.
2) No suba la segunda parte.
No sé lo que haré. Posiblemente sea la primera. En todo caso, lo siento. Si la subo, a lo mejor tarde muchísimo más en escribir los capítulos.
Aunque tampoco todo esto es culpa del blog. Quiero dar las gracias a todos vosotros y vuestros comentarios, pues muchas veces estaba mal y lograbais hacerme sonreír. Me habéis ayudado mucho, aunque nadie sabe realmente todo. Pero no importa, solo quiero agradeceros esto. Sois los mejores. Y aquí hay muchos jóvenes escritores que estoy segura de que llegarán lejos. ¡Seguid vuestros sueños!
¡Hasta pronto!
viernes, 2 de agosto de 2013
[L1] Capítulo 29: El coleccionista de secretos
Hola, soy la señora tardona. Lo siento mucho, pero es que tengo la agenda muy ajetreada. ¡Si hoy me he despertado a las nueve y media expresamente solo para terminar este capítulo y subirlo! Apenas tengo tiempo, ni para leer ni para escribir. ¡Vivo estresada! Y ahora entran fiestas en mi pueblo, y luego en el otro, y luego en el otro. Pero no quiero contaros mi vida, solo deciros que últimamente este blog está muy a lo ueh, tardo 2, 3 meses en subir. :( Sorry...
A todo esto, este capítulo es un pelín largo.
Cuando tenga tiempo iré leyendo vuestros blogs para ponerme al día. :'(
Arrivederci! ¡Disfrutad el capítulo! ¡Es hora de que me vuelva a dormir! Zzzzzz...
—¡Qué
vergüenza! —exclamaba la señora De Sianse por tercera vez
consecutiva—. ¡Ese no es el carácter de una dama!
El
señor De Sianse estaba serio, mirando fijamente hacia la ventana y
sentado en su butaca. Su mujer se encontraba acomodada en el sillón
de al lado. Esta había dejado su taza de té sobre la mesita y no
paraba de gritarle a su hija, Belinya de Sianse, que se mantenía de
pie, con la cabeza baja y las manos cruzadas ante ella.
—Pero
Koren es mi prometido —murmuró Inya.
—¡Pero
no puedes besarle en un callejón, como una fulana! ¡Las habladurías
que has levantado son enormes! ¡Ahora te has ganado una muy mala
fama! ¿Qué va a ser de los Sianse? —seguía lamentándose su
madre.
Inya
comenzaba a ponerse nerviosa. No soportó callarse más y chilló:
—¡Antes
también hablaban! ¿Qué diferencia hay? ¡No puedo hacer nada sin
que el pueblo se entere y hable! ¡No puedo quedarme siempre callada
y sonreír! ¡A eso no lo considero vida! ¡A eso lo llamo condenarse
a ser una estatua, una simple figura que camina y no siente! ¡Quiero
ser yo!
—¿Cómo
puedes decir eso? —se escandalizó—. ¡Eres una dama! ¡Tu deber
es preservar el honor de los Sianse!
—¡Solo
sabes hablar de deberes! ¡Hay más cosas además de eso!
—contraatacaba ella.
—¡Estás
volviéndote muy contestona, jovencita! ¡Así no te irá bien en la
vida!
—No
me puede ir peor ya... —musitó en voz muy baja.
—¿Qué
has dicho?
—Nada.
Su
madre se la quedó mirando, muy seria. Inya no soportaba sus ojos. Su
rabia había ido creciendo a lo largo del tiempo, y ahora sentía que
había estallado, y que si volvía a abrir la boca no podría
controlarse.
—Que
sepas que estás castigada.
Aquello
fue la gota que colmó el vaso. La cara de la jovencita se enrojeció
de puro enfado, y apretando los puños, tensó sus músculos.
—¡No
tienes derecho! —gritó, como jamás lo había hecho—. ¡Ni
siquiera eres mi madre!
La
mujer abrió mucho los ojos. Las palabras de Inya parecieron penetrar
en lo más profundo de su ser.
—No
digas eso, Belinya...
—¿Por
qué no si es la verdad? —preguntó Inya, furiosa.
—Porque
eso también te influye a ti —aclaró. Pero en cuanto vio la
expresión de dolor que Inya mostró, suspiró—. De verdad,
Belinya. Esto no puede seguir así. Tienes que comportarte como una
verdadera Sianse.
—¡No
quiero ser una Sianse si eso implica ser una esclava de la sociedad!
¡Es horrible! ¡A veces preferiría que no me hubierais adoptado!
Dicho
esto, corrió hasta la puerta del salón, la abrió con brusquedad y
se alejó por el pasillo del palacio, escuchando la voz de su madre
llamándola a sus espaldas. Estaba furiosa, pero había soltado todo
lo que se había guardado durante tanto tiempo. Se sentía liberada
al fin, y esa sensación le gustó.
Después
de aquello, se encerró con llave en su cuarto y se tiró sobre la
cama, enterrando el rostro en su almohada. No sabía qué hacer a
partir de entonces. Se sentía en un callejón sin salida, y la
angustia la quemaba por dentro. Sabía que deseaba demasiadas cosas
que tenía muy lejos de su alcance, y odiaba no poder encontrar una
solución. Tenía conciencia de que aquello que le había dicho a su
madre había sido cruel. Pero al fin y al cabo, era lo que pensaba. Y
ya no pretendía ocultar nada de su interior. Ya no le importaba en
absoluto lo que la gente le dijera. Decidió entonces que lo único
que buscaría sería su propia satisfacción y felicidad. Lucharía
por ello hasta el final, ignorando a los demás. Esa fue su promesa.
* * *
Hacía
ya un rato que Melissa y aquella mujer estaban calladas. Melissa
seguía sufriendo la claustrofobia, y jadeaba sin cesar, sintiendo
cómo le faltaba el aire. Abrazandose las rodillas, cada vez se
pegaba más a la puerta, como si pretendiese atravesarla. No dejaba
de mirar el ventanuco de la pared de enfrente. Era la única
comunicación con el exterior que había allí.
De
repente, la mujer comenzó a murmurar algo demasiado bajo para que
Melissa pudiese oírlo. Esta hizo un esfuerzo por entenderla, pero
descubrió que simplemente se había dormido y estaba murmurando en
sueños. Decidió dejarla en paz y seguir a lo suyo, pero la mujer se
puso a gritar sin previo aviso:
—¡Gabrielle!
¡Gabrielle! —chillaba—. ¡Corre!
Melissa
se acercó a ella, asustada. Intentó despertarla zarandeándola, y
descubrió que su piel estaba terriblemente seca. Tenía un tacto
rugoso y duro, y le recordaba a la piel de un reptil. Al retirar la
mano se dio cuenta, con sorpresa, que se había quedado con trozos de
piel muerta de la mujer. Estaba tan desnutrida...
Súbitamente,
la mujer lanzó un grito y se irguió, cogiendo a Melissa de los
brazos y acercando mucho su rostro al de la joven. Melissa se
sobresaltó. Tenía miedo, pues veía los ojos desorbitados de la
mujer a menos de un palmo de los suyos.
—¿Qué...
qué ocurre? —preguntó Melissa con hilo de voz.
La
mujer rompió a llorar sin razón aparente.
—Gabrielle
huyó —dijo entre lágrimas, con la respiración alterada y sin
soltar a la joven.
—¿Quién
es Gabrielle? —siguió Melissa, intrigada.
—Gabrielle
es mi hija.
Y la
mujer siguió llorando. Esta vez, sus manos ya no tuvieron más
fuerza y soltaron a Melissa, dejando caer sus brazos como un peso
muerto y apoyándose en la fría pared de piedra. Melissa la
observaba con cierta compasión. No sabía qué debía hacer, o qué
tendría que decir. No conocía a ninguna Gabrielle, pero creyó, por
la reacción de la mujer, que estaba libre, fuera de aquel lugar. Por
otro lado, también se planteó la idea de que no existiera tal
chica, y que todo aquello era debido a la locura de la mujer. Aunque
no supo decantarse por ninguna, siguió actuando como si creyese la
primera.
—¿Sabes
dónde está? —preguntó en voz baja.
La
mujer abrió los ojos y se enderezó de repente, sobresaltando de
nuevo a la joven.
—¡Oh,
sí! —comenzó a exclamar—. ¡Sí, sí, sí, sí! ¡La última
vez que la vi estaba en Digrin!
No
parecía la misma, opinó Melissa. Antes estaba mucho más calmada y
hablaba con serenidad. En aquel momento parecía que se le había ido
la pinza completamente. Pero al menos sus respuestas parecían
ciertas.
—¿En
Digrin?
—¡Ah,
sí! Ahora estamos en Herielle. A Digrin se llega en barco. Es un
continente, una enorme isla donde casi siempre está el cielo
nublado. ¡Bendito el día que se ve el sol! —terminó, alzando sus
esqueléticas extremidades de forma teatral—. Todos decían que
Gabrielle se parecía mucho a mí. Cuánto habrá crecido ya. ¡Debe
ser toda una mujercita! No creo que su padre cuide de ella, pero
estoy casi segura de que él
sí
que lo hará... Aunque no sea su hija. ¡Por eso no me preocupo!
¡Confío en él!
Unos
golpes en la puerta asustaron a Melissa, que se volvió rápidamente,
pues estaba de espaldas a ella. Del otro lado se oyó una voz varonil
y grave que gritaba algo en la lengua de Gouverón, por lo que la
joven no pudo entenderlo. La mujer rió por lo bajo. Ella la miró,
interrogante.
—Nos
ha dicho que callemos —susurró—. Qué les importa a ellos si
hablamos o no. Como si pudiésemos salir de aquí algún día.
Melissa
sintió un escalofrío.
—¿No
hay ninguna forma de escapar? —preguntó, asustada.
—Nadie
ha logrado salir nunca, así que de momento no. Pero quién sabe.
—Bajó la mirada hacia la bandolera de Melissa—. ¿Qué llevas
ahí? Es raro que te hayan permitido llevar algo contigo.
La
aludida miró su bandolera. Era cierto, a ella también le extrañaba.
La abrió y tanteó lo que tenía dentro. Ya ni se acordaba. Solo
estaba su cartera con un dinero inservible en aquel mundo, su
cuaderno de dibujo, su estuche de pinturas y la cámara de fotos
dentro de su funda. La mujer asomó la cabeza para ver todo aquello.
—¿Son
cosas de la Tierra?
—Sí
—respondió Melissa—. Pero sólo me servirá el cuaderno de
dibujo y el estuche. Lo demás ya no lo voy a utilizar más...
—¿No
sabes volver a la Tierra? —preguntó la mujer, mirándola a los
ojos.
—No.
¿Tú sí? —dijo, sintiendo cómo una extraña sensación de alivio
crecía en su interior.
—Oh,
sí. Pero no logro acordarme... Se vuelve igual que se va, se va
igual que se vuelve. Sólo recuerdo eso. Debes hacer memoria de cómo
llegaste a Anielle.
—Simplemente
caí y me di en la cabeza contra un árbol. Todo empezó a dar
vueltas y cuando me di cuenta, ya estaba en Anielle —explicó
Melissa, ansiosa por una respuesta.
—Falta
algo —objetó la mujer—. Te falta algo. Un detalle. Había algo
más.
—¿Cómo
qué? —insistió Melissa, nerviosa.
—¿Tienes
ganas de volver?
Melissa
calló y caviló. ¿Tenía ganas de volver? Ella había escapado del
orfanato para tener independencia. Al principio había decidido que
se estaba bien en Anielle. Allí jamás la encontrarían y podría
ser libre de verdad. Pero entonces se dio cuenta de que, realmente,
echaba de menos su mundo natal. Supuso que era lo mismo que cuando
alguien se independiza de sus padres. Se va de casa, pero no olvida
jamás los años que pasó en el hogar donde se crió.
—Sí... supongo que sí —respondió al fin—. Echo un poco de
menos la Tierra.
—Normal
—dijo ella—. Yo también echo de menos mi casa. Era una casa
grande y blanca, a las afueras de Lond, junto a un río hermoso. Un
lugar muy agradable y tranquilo para vivir. Sus jardines eran muy
coloridos. Recuerdo que había flores de todos los tipos y colores. Y
los caminos empedrados, los bancos de mármol... Oh, todo era
precioso.
—Vaya
—suspiró Melissa, asombrada ante tal belleza descrita.
Se
hizo un nuevo silencio durante el cual ambas estaban absortas en los
recuerdos de sus antiguos hogares.
Un
sonido como de algo rasgándose rompió el silencio de la celda.
Melissa volvió la mirada, extrañada, y descubrió que la mujer se
había arrancado un trozo de tela de su vestido. Antes de poder
preguntar qué estaba haciendo, le cogió su colgante y empezó a
envolver la piedra con aquel trozo de tela.
—¿Podrías
hacerme un favor? —preguntó la mujer.
La
joven asintió en la oscuridad, curiosa, y sin dejar de observar cómo
envolvía su colgante.
—Si
sales de aquí... busca a Gabrielle y dile que la quiero, que todo
irá bien y que tenga paciencia, que algún día descubrirá toda la
verdad. —Hizo un nudo y soltó el colgante—. Y además, me
gustaría que buscaras también a otra persona, y decirle que no la
olvido y que la sigo queriendo. Es...
Sin
previo aviso, la puerta de la celda se abrió con brusquedad.
Afortunadamente, Melissa se encontraba junto a la mujer, así que no
le dio. Sin haber pasado mucho rato, entró un hombre grueso y
maloliente, con el rostro empapado de sudor y la suciedad pegándose
a su cuerpo. Cogió a Melissa de un brazo y la levantó con una sola
mano. Su fuerza era tal que la joven gimió de dolor. Aquel hombre le
gritó algo a escasos centímetros de su rostro, echándole su
pestilente aliento y salpicándola de saliva. Melissa se quedó donde
estaba, mirando al guardia a los ojos y sin saber qué hacer o decir.
—Pregunta
que cómo te has quitado las cuerdas de las manos —saltó la mujer
de repente.
El
guardia oyó aquello y, sin soltar a Melissa, propinó varias patadas
a la mujer con una terrible brutalidad. Melissa, al ver aquello, tiró
del brazo del hombre con todas sus fuerzas, aún sabiendo que no
obtendría resultado alguno, pues él era más fuerte.
—¡No!
¡Déjala! —gritaba, sin dejar de tirar de él.
Al
principio pareció dar resultado, porque el hombre dejó de darle
patadas. Pero luego se volvió hacia ella y le apretó el brazo tan
fuerte que Melissa sintió como si se le fuera a romper el hueso. Lo
siguiente que vio fue un puño cerrado abalanzándose contra su
rostro. Y finalmente, un dolor atroz en su lado izquierda de la cara,
justo debajo del ojo. Había faltado poco para que diera de pleno en
él. De repente, un sabor metálico inundó su boca. Escupió,
asqueada, y descubrió que era sangre. Buscó desesperada el origen
de la hemorragia y descubrió que, debido al golpe, se había herido
la parte interna de la mejilla con un diente, además de un pequeño
corte en la lengua.
Sin
perder más tiempo, la sacó de allí a empujones y cerró la puerta
de la celda nuevamente. Una vez fuera, la cogieron dos guardias
nuevos, uno de cada brazo. Ambos eran muy altos y gruesos, y
apestaban a sudor y tierra. Melissa no quiso mirarles a la cara. Se
quedó con la vista clavada en el suelo y una furia que llenaba cada
fibra de su cuerpo. En su mente se reflejaba un único pensamiento:
quería salir de allí con Crad.
Los
guardias la arrastraron hacia delante, conduciéndola por un
laberinto de celdas. Melissa no quiso mirar a los presos. Mantuvo su
cabeza gacha y el corazón encogido ante los lamentos que se oían.
Había tanto sufrimiento allá abajo...
Subieron
por unas escaleras de caracol, repletas de musgo y humedad. Melissa
tampoco les hizo caso. Su ira simplemente siguió creciendo a cada
paso.
Pasillos
y más pasillos. Todo se reducía a eso. Ni siquiera había cuadros,
tan solo simples paredes azules. Toda decoración había sido
eliminada, haciendo el castillo más inhóspito de lo que ya era de
por sí.
Pero
algo ocurrió. Al final de un largo pasillo apareció una pequeña
sala, en la cual colgaba un gran cuadro. Melissa alzó la vista al
fin y observó cómo iban acercándose a él. Al parecer, la dirigían
hacia allí. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, se fijó en las
personas del retrato. Intuyó que eran reyes por sus elegantes
ropajes y sus posturas orgullosas. El hombre estaba de pie, con un
traje azul más semejante a los de principios del siglo XX, con
hombreras y flecos dorados, un pantalón blanco y, en su pecho
izquierdo, algunas medallas. Su sonrisa parecía gentil y amigable,
transmitiendo así confianza. Su cabello era castaño oscuro y corto,
y sus ojos del mismo color. La reina estaba sentada a su lado, en una
gran silla de oro. Su tono de piel era casi enfermizo. Tenía una
larga cabellera de un color entre castaño y rubio que caía
ondulándose con gracia sobre su torso. Poseía una belleza sublime,
casi inimaginable. Su tez, lisa y pálida, parecía esconder algo que
la pintura no quería mostrar. Sus ojos claros brillaban de forma
extraña; triste y feliz al mismo tiempo. Llevaba un largo vestido
rojo bordado de espirales y motivos florales dorados. Sus manos
descansaban sobre su regazo y su labios rosados se curvaban hacia
arriba en una sonrisa melancólica. Todo el sentimiento que aquella
mujer transmitía hizo estremecer entera a Melissa. Pero ya no pudo
observar nada más, pues los guardias tiraban de ella hacia un nuevo
pasillo.
El
nuevo recorrido era el más oscuro de todos, y Melissa descubrió el
porqué enseguida. No todas las velas de los costados del corredor
estaban encendidas. Había algunas aleatorias que se encontraban
apagadas, lo que sumía al lugar en la penumbra. De repente, los
guardias se detuvieron, y la joven se percató de que habían llegado
al final del trayecto; una gran puerta de hierro se alzaba ante
ellos, imponente.
—Adelante
—habló una voz grave desde el otro lado.
Un
hombre salió de entre las sombras, sorprendiendo a Melissa, que no
lo había visto, y abrió la puerta que tan pesada parecía. Llevaba
una especie de uniforme negro y una larga capa del mismo color,
algo que llamó la atención a la joven, pues se esperaba a alguien
con armadura y casco medievo.
Cuando
la puerta estuvo lo suficientemente abierta como para que pudiesen
pasar, la empujaron hacia dentro y la obligaron a caminar de nuevo.
Lo primero que pensó Melissa al entrar en aquel lugar fue «frío».
Pero no el frío de sensación, sino un frío más profundo, más
intenso, más... interno.
La
estancia era grande y el techo se encontraba a varios metros de
altura. En los costados colgaban unas cortinas negras que cubrían la
pared entera, impidiendo descubrir qué había allí. Además, unas
gruesas columnas de piedra dividían la sala en tres pasillos. En el
del centro, y por el que iban ellos, se encontraba una plataforma con
escaleras que subían hasta llegar a un gran asiento; alguien estaba
de pie allí, apoyando un brazo en el trono. Su rostro estaba
semioculto en la oscuridad.
Los
guardias siguieron arrastrando a Melissa hasta que se detuvieron
justo en el centro del rectángulo de luz originado por un gran
agujero en el techo por el cual entraban los rayos. En aquel
entonces, el sol incidía directamente allí, por lo que Melissa
adivinó que era mediodía.
Fue
entonces cuando se dio cuenta de otra cosa. Sintió cómo algo se
removía en su cuello y miró hacia abajo. Lo único que encontró
fue su colgante, envuelto en las telas viejas de aquella mujer.
Parecía estar vibrando como antes en la celda. La joven estuvo
segura de que, de no estar cubierto, su luz azulada iluminaría toda
la sala. Pero atando cabos, cayó en la cuenta de que si la piedra
reaccionaba así era porque había un brujo allí.
Un
agudo gemido llamó la atención de Melissa, que lo reconoció al
instante. Seguidamente, unos pasos descalzos comenzaron a correr en
la parte izquierda, muy cerca de la pared, medio ocultándose en las
sombras. Aun así, la joven logró ver una pequeña figura de largo
cabello oscuro que se alejaba entre las columnas. No quiso volver la
cabeza más de lo necesario, además de que no le hubiera servido de
nada, pues los corpulentos cuerpos de los guardias le impedían la
visión. Lo último que se oyó fue la puerta de hierro abrirse y
cerrarse de nuevo con un portazo. Y luego el silencio.
La
misma voz grave que les había invitado a pasar, rompió aquel pesado
silencio. Provenía de lo alto de la plataforma, justo de la persona
que estaba de pie. Debido a que utilizó palabras en aquel idioma que
Melissa desconocía, la joven se quedó mirando con expresión
interrogante. La figura volvió a hablar, y aquella vez lo hizo en
tono de pregunta. Pero Melissa no abrió la boca, sino que siguió
mirando sin saber qué hacer o decir.
Entonces, una segunda voz entró en escena, y aunque tampoco lograra
descifrar sus palabras, supo enseguida a quién pertenecía. Cómo
olvidar algo así. Ya de por sí, las voces de los elfos eran
melodiosas y puras, y cuando hablaban no podías ignorarlos. Parecía
que hablaban cantando, cautivando tus oídos y haciéndote sentir
pequeño, muy pequeño. Pero aquella elfa tenía otro acento, uno tan
seductor y misterioso al mismo tiempo que te hacía querer huir lejos
de ella.
Giró
la cabeza hacia la derecha, donde la elfa salía de detrás de la
columna a la luz, dejando ver su esbelto y elegante cuerpo. Melissa
se sorprendió al verla en aquellos ropajes. Había cambiado los
atuendos típicos de los elfos por un traje ceñido de cuerpo entero
negro, botas altas grises, un cinturón donde guardaba algunas dagas
y una coraza que le cubría el pecho, pero sin privarlo de un
pronunciado escote. Su largo cabello pelirrojo seguía igual de
lustroso que siempre, ondulado hasta la cintura. Pero en aquella
ocasión había retirado de su rostro cualquier mechón que pudiera
interponerse en su visión con una diadema negra. Así, sus largas
orejas puntiagudas quedaban perfectamente a la vista.
Cómo
olvidarse de una figura tan llamativa como la de Senlya.
El
hombre del trono y ella mantuvieron una breve conversación de la
cual Melissa no pilló ni una sola palabra. Por eso cuando pudo
entender una frase, se sintió aliviada.
—Bien,
entonces, visto lo visto, tendremos que hablar en la lengua rebelde.
Todos
parecieron sorprenderse, incluso Senlya, que abrió mucho los ojos y
miró hacia el trono. Los guardias que sujetaban a la joven la
apretaron más fuerte durante un instante, como si hubieran tenido un
impulso nervioso al mismo tiempo. Melissa, en cambio, estaba
agradecida de no sentirse perdida al fin.
—Pero
señor... ¿cómo...? —habló Senlya, sin salir de su asombro.
—¿Acaso
no me veían capaz de aprender su lengua? —dijo el hombre del
trono.
—No,
no es eso, señor... Pero resulta extraño puesto que ese idioma es
un símbolo de rebelión... —se excusaba la elfa, nerviosa. Aquello
sorprendió a Melissa, pues nunca la había visto de aquella forma.
Siempre había creído que ella tenía un carácter fuerte y aires de
superioridad. Pero en aquellos momentos no mostraba ninguna de las
dos cosas.
—¿Y
qué más da eso? Ahora nos va bien, así que volvamos a lo
importante. —Aunque no se le podía ver el rostro, por su
movimiento se supo que miraba directamente a Melissa—. Si así nos
entiendes, ¿podrías responder algunas preguntas?
Su
tono de voz era irónicamente amable, algo que hizo rabiar a Melissa
por dentro. ¿Aquél era el verdadero Gouverón? ¿Estaba ante el
primo que consiguió matar al antiguo rey y quedarse con su trono? No
se lo creía, puesto que solo veía a un hombre cualquiera que se le
había subido el poder a la cabeza. Por ello, no abrió la boca.
Simplemente lo observó con una mirada repleta de rabia.
—¿No
quieres hablar? —volvió a preguntar.
—¿Qué
quieres? —soltó Melissa, impaciente y sin un rastro de temor en su
voz.
Senlya
lanzó un suspiro que la joven entendió
como un «estás muerta». En cambio, el hombre del trono rió,
sorprendiendo a todos nuevamente, esa vez incluso a Melissa.
—Me
gustas, Melissa —dijo, una vez calmó sus risas—. Como veo
que eres tan impaciente, lo voy a pedir sin rodeos. Básicamente
estas aquí para que confieses dónde se encuentra la base de la
Séptima Estrella.
Aquello
la dejó atónita. ¿La base? ¿Acaso tenían una base? Nunca se
había imaginado algo así, aunque entonces le pareció normal. Eran
un grupo de gente que quería luchar contra Gouverón. Lo más
sensato sería que tuvieran una base. Pero, por suerte o por
desgracia, ella no conocía dicho lugar.
—No
lo sé —contestó, seria. No quiso aportar más información. Ni
tenía ganas ni la necesitaban.
—Sabes
que no te conviene mentir, ¿verdad? —la avisó el interrogador.
—No
estoy mintiendo. No sé tantas cosas como crees.
Estaba
furiosa. Ya de por sí tenía mal carácter, pero sumándole el
estrés y la claustrofobia, este aumentaba. Además, los recuerdos de
la historia de Crad eran recientes, y no dejaban de pasar por su
mente, imaginándose al que tenía delante ordenar quemar su casa y
matar a su familia. Le provocaba tal náusea que prefería no hablar
demasiado.
De
nuevo, Gouverón lanzó una risotada.
—Siempre
hacéis lo mismo, sois todos iguales —dijo, sonriendo
maliciosamente—. Con lo fácil que sería responder adecuadamente y
librarse del peso. Pero en fin, no hay más remedio que sacaros las
cosas a la fuerza. No eres la primera tampoco.
Chasqueó
los dedos y una nueva figura surgió de la oscuridad. Melissa pudo
sentir cómo su sangre se le congelaba en las venas al reconocer al
chico. Con el torso desnudo y las manos atadas ante él por unas
esposas de hierro, fue arrastrado por un guardia peludo y feroz que
portaba un gran látigo negro. El cuerpo del joven estaba salpicado
de sangre y sudor, y soltó un gemido de dolor al caer de rodillas en
el suelo. Melissa no tardó ni un segundo en darse cuenta de lo que
pasaba.
—¡Crad!
—gritó instantáneamente al verlo. Se removió entre los brazos de
los centinelas sin resultado alguno—. ¡CRAD! —gritó aún más
fuerte, esperando una respuesta, pues su compañero tenía los ojos
cerrados.
Tras
llamarlo varias veces, Crad consiguió alzar la cabeza y abrir los
ojos a Melissa.
—Tranquila,
estoy bien —le dijo con una sonrisa.
Melissa
no era tan tonta como para no saber que mentía. Por su instinto
protector, para que ella no se preocupara... No sabía el porqué,
pero le dio rabia que se lo ocultara.
El
chasquido del latigazo y el consiguiente gruñido resonó en la sala.
Crad se desplomó cual largo era sobre el suelo con un grito de
dolor, dejando a la vista de todos las cicatrices de su espalda.
Melissa sintió cómo se le quebraba el corazón y se le revolvían
las tripas.
—¡¡NO!!
¡¡PARAD!! —gritó con todas sus fuerzas.
Una
increíble fuerza afloró al exterior a causa de la ira, y la joven
pudo liberarse de los guardias. Quiso avanzar hacia Crad, pero su pie
tropezó con un bloque de piedra que sobresalía y terminó en el
suelo, arrodillada. Todas las fuerzas milagrosas se le terminaron
allí, en el frío suelo de piedra, en medio de los rayos de luz que
se filtraban por el agujero del techo. Con la cabeza gacha, apretó
los puños contra el suelo.
—¿De
qué te sirve esto? —preguntó, en un hilillo de voz, sin darse
cuenta si quiera que lo decía. De repente, alzó la cabeza,
decidida—. ¿Qué debo hacer?
No
miró a Crad de nuevo; sabía que si lo hacía no podría pronunciar
bien sus palabras.
Al
parecer, la determinación de Melissa sorprendió a Gouverón.
—Bueno,
a mí me gustan los secretos. Y ahora me interesa el lugar de la base
de la Séptima Estrella, algo que ninguno de los dos me ha querido
confesar —objetó, dando vueltas por la plataforma de su trono, en
el cual todavía no se había sentado.
—Yo
no conozco tal lugar. No sabía que existía hasta hace apenas unos
minutos. Es posible que tú sepas más que yo, así que no sacarás
nada preguntándome —contestó, siguiendo el recorrido de la sombra
con la mirada.
—Entonces
no sirves para lo que quiero. —Se detuvo súbitamente y la
observó—. ¿Quién ha dejado que lleves eso contigo?
Rugió
unas palabras que Melissa no comprendió de nuevo, y enseguida sintió
las grandes manos de los guardias sobre ella. Forcejeó y gritó;
tardó en darse cuenta de que le estaban quitando la bandolera. Una
vez despojada de ella, la dejaron en el suelo, atónita. Vaciaron la
bandolera girándola del revés, dejando caer todo su interior. Sus
lápices se desparramaron por el suelo, su cuaderno se abrió por una
hoja en la cual había un dibujo de la puerta del orfanato y su
cámara cayó originando un fuerte golpe.
—¿Qué
son esas cosas? —preguntó Gouverón, curioso.
Una
idea cruzó la mente de Melissa. La meta de salvar a Crad no le dejó
pensar en las consecuencias que podría conllevar las acciones que
quería llevar a cabo.
—Has
dicho que te gustan los secretos —musitó, volviendo la mirada de
nuevo hacia arriba—. Yo tengo un gran secreto. ¿Aceptarías lo que
yo te contase a cambio de la liberación de Crad?
La
joven vio, por el rabillo del ojo, cómo Crad alzaba levemente la
cabeza y la observaba, interrogante. A pesar de ello, y consciente de
que él se enteraría de toda la verdad de una forma poco adecuada,
no quiso echarse atrás, y siguió con la mirada fija hacia arriba,
decidida.
Entonces
pasó algo extraño. De repente, un lobo grisáceo y negro saltó de
la plataforma y se colocó ante ante ella, poniendo su morro a
escasos centímetros de su rostro. Por un momento, Melissa sintió
miedo ante lo que aquel lobo pudiera hacerle. Pero en cuanto le miró
a los ojos, se quedó hipnotizada. Eran verdes, pero de un verde
claro muy extraño. Un verde claro que había visto antes, en
alguien... Alguien cariñoso que cuidaba de dos huérfanos.
Yaiwey.
Se
preguntó por qué había ese parecido, aunque luego decidió dejarlo
estar. Era una tontería. Aún así, tembló de terror en cuanto el
lobo bajó la mirada a su pecho y empezó a gruñir. Ella sabía a
qué gruñía: su colgante. Empezó a echar su cuerpo poco a poco
hacia atrás, imaginándose al lobo abrir sus fauces y arrancarle el
cuello de cuajo.
—Déjala
—bramó alguien.
El
lobo miró a los ojos de Melissa de nuevo y luego se apartó bufando,
como molesto. La joven se quedó patidifusa y con una sensación
extraña en el cuerpo. De verdad que le recordaba mucho a Yaiwey.
—¿Podría
favorecerme más que conocer el lugar de la base? —preguntó
Gouverón, retomando el anterior tema de conversación como si nada
hubiera pasado.
Melissa
tardó en volverse a calmar.
—Sí
—dijo sin embargo, con un fuerte tono de determinación.
Se lo
pensó unos segundos antes de hablar de nuevo.
—Está
bien. Pero si no me parece bien, no lo cambiaré.
—Lo
sé —accedió Melissa. Luego respiró hondo. Seguía sintiendo los
ojos de Crad puestos en ella, a la espera de escuchar lo que iba a
decir—. Esas cosas que llevaba en mi bolsa no son de aquí. Yo...
no soy de aquí. —No sabía cómo decirlo exactamente, y había
bajado la mirada para sentirse menos intimidada—. Yo terminé en
Anielle por accidente. Realmente vengo de un lugar lejano. De otro
mundo.
Se
hizo un silencio tan sólido que incluso podían oírse las motas de
polvo caer en el suelo. Nadie dijo nada, algo que Melissa ya se
esperaba. Se había dicho a sí misma que no la creerían, que la
tratarían de loca o de mentirosa. Por eso se sorprendió al oír de
nuevo la voz de Gouverón.
—¿Cómo
es ese mundo del que vienes?
Por un
momento, la joven se sintió aliviada. Parecía haber conseguido la
atención del gobernador y aquello podía significar la salvación de
Crad. Pero por otro lado, empezó a ponerse nerviosa. ¿Cómo les
explicaría cómo era la Tierra si no conocían los términos
“electricidad”, “automóviles” u otros?
—Bueno—empezó—,
es muy distinto a Anielle. Sería difícil explicároslo. Allí hemos
descubierto la electricidad, y ya no utilizamos caballos para
desplazarnos, sino coches, que son unas máquinas que funcionan con
un motor. —Miró a su alrededor y observó los rostros de Senlya y
los guardias. Todos parecían confusos, y adivinó que no sabían de
qué estaba hablando. No se atrevió a mirar a Crad ni una sola vez—.
¿Veis? Es difícil de entender.
—No
tanto como crees —saltó Gouverón de repente.
Todos
alzaron la cabeza, pasmados.
—De
momento es interesante —prosiguió—. Has conseguido cautivarme.
Pero no va a ser tan fácil. Debes mostrarnos el lugar donde
apareciste. Si no nos lo demuestras, podríamos creer que estar
mintiendo.
Aquello
asustó a Melissa. Mostrar cómo llegar a su mundo... ¿Qué harían
una vez allí? ¿Acaso había puesto en peligro a todos los
terráqueos? Su visión del torturado Crad no le había dejado
razonar. Pero ya estaba hecho, así que solo le quedaba una opción:
seguir adelante.
—Por
supuesto. Os lo mostraré.
* * *
Aquella
noche había una fuerte tormenta. Las gotas de lluvia se estrellaban
contra los cristales de las ventanas y casi parecía que los fueran a
romper.
Una
anciana estaba sentada en la butaca, frente a la chimenea. Estaba
haciendo una manta de lana mientras una niña jugaba con sus muñecas
de trapo. De repente, la anciana paró y miró hacia una de las
ventanas.
—Cede,
amor, ya es hora de que vayas a dormir —objetó.
La
niña la miró haciendo morros.
—Pero
abuela... —se quejó.
La
anciana sonrió.
—Venga,
que ya es demasiado tarde y mañana será otro día.
Al
final, Cede accedió. Arrastrando los pies, se dirigió a su
habitación. Una vez Yaiwey oyó la puerta cerrarse, se levantó de
su butaca y dejó su labor sobre la mesita. Caminó hasta la puerta
de su casa y la abrió. Una fuerte ventisca la empujó hacia atrás
unos centímetros, y varias gotas de agua le chocaron contra la piel
como si fueran cuchillas. Justo después de que un chico entrara
corriendo en la casa, Yaiwey cerró la puerta de nuevo.
—¿Qué
ocurre, Deisen? —preguntó inmediatamente al nuevo.
El
interpelado apoyaba las manos sobre sus rodillas e hiperventilaba.
Había luchado contra los fuertes vientos de la tormenta para llegar
hasta allí, y necesitaba recobrar el aliento. Pero una vez lo tuvo
medio controlado, se irguió y miró fijamente a Yaiwey.
—Se
trata de Cradwerajan —informó— y de la chica que iba con él.
Los dos han sido cogidos por los guerreros de Gouverón.
La
anciana lo miró fijamente y, por primera vez, mostró un sentimiento
en su expresión. Las arrugas incrementaron y sus ojos se abrieron
con sorpresa. La preocupación se marcaba en cada ángulo de su
rostro. Además, Deisen pudo ver cómo sus puños se cerraban con
fuerza.
—¿Cuándo
fue? ¿Dónde los capturaron?
Su voz
también había cambiado. Había sonado quebrada y como pronunciada
con esfuerzo. Deisen pasó la mano por su corto cabello pelirrojo
claro, haciendo memoria.
—Hace
unos días, en las afueras de Rihem —informó.
Yaiwey
asintió sin decir nada.
—Gracias
por venir aquí a comunicármelo.
—¿Va
a intervenir? —preguntó el chico, bajando la voz de repente.
La
anciana suspiró, abatida.
—Sí.
No puedo dejarlos a la merced de Gouverón.
Deisen
también suspiró.
—Lo
entiendo. Pero después de tanto tiempo, ¿sabrá hacerlo bien?
—No
hay tiempo para entrenarse, solo puedo esperar que salga bien.
—Colocó una mano sobre el picaporte de la puerta principal y
sonrió a Deisen—. Además, tampoco hace tanto, ¿recuerdas?
El
chico le devolvió la sonrisa y asintió con la cabeza. Seguidamente,
se dirigió a la puerta para enfrentarse de nuevo a la tormenta.
—Ten
cuidado. Y gracias de nuevo —dijo Yaiwey.
—No
tiene que agradecerme nada. Se lo debo —contestó Deisen, sereno—.
Usted me salvó la vida una vez.
Yaiwey
elevó las comisuras de sus labios en una nueva sonrisa sincera.
Abrió la puerta y el joven chico se precipitó al exterior
rápidamente. Una vez estuvo fuera, la anciana cerró la puerta de un
empujón y se quedó allí, sin moverse.
—Te
dije que fueras a dormir —dijo sin girarse.
—Tenemos
que ir —habló una voz a su espalda.
Yaiwey
suspiró.
—Esta
noche no podemos —decía mientras se volvía hacia la niña—.
Además, tú tampoco podrías venir.
Cede
estaba de pie, con los puños cerrados. Temblaba por la alta
presencia de ira y terror de su interior. Su mirada parecía echar
chispas, y su boca luchaba por contener los gritos de desesperación
que deseaban salir al exterior. Además, en su barbilla habían
aparecido pequeñas arrugas, al igual que pliegues en su frente.
—¡Pero
no es justo! —chilló de repente—. ¡No hay tiempo que perder!
—No
podemos ir a ningún sitio con este tiempo. Aunque lo intentásemos,
saldríamos malparadas y no les serviría de nada —intentó hacerla
razonar.
—¡¿Y
QUÉ?! —se alteró Cede—. ¡Es una emergencia! ¡Y si tú no
quieres ir ya iré yo!
—¡No
puedes hacer eso, Cede! ¡Podría pasarte algo por el camino! ¿Y
entonces qué? ¡Ya no podrías salvarlos! ¡Cradwerajan no querría
que te ocurriese nada!
—¡Me
da igual lo que querría o no! ¡Es mi hermano!
Pequeñas
lágrimas comenzaron a bajarle por las mejillas. Corrió hacia la
puerta, hacia donde estaba Yaiwey, y la empujó para intentar
apartarla. Quería salir al exterior, quería ir a buscar a su
hermano.
—Cede,
para. Es peligroso. Solo empeoraría más la situación —le decía
Yaiwey, intentando sujetarla.
—¡No,
déjame! ¡Quiero ir en su busca! ¡Tanto Cradwerajan como Melissa
necesitan que vayamos! ¡Tenemos que salvarlos a los dos! —repetía
una y otra vez.
Pero
algo ocurrió. Cede comenzó a sentirse cansada de repente, y los
párpados le empezaron a pesar. Todo su cuerpo cayó muerto y se
durmió sin que nada pudiese hacer. Yaiwey la sujetó antes de que se
diera contra el suelo.
—Lo
siento —dijo, mirándola con cierta tristeza—. No podía hacer
otra cosa.
La
llevó en brazos hasta su habitación y la tumbó en la cama. La
arropó con todo el amor de una abuela hacia su nieta y, tras
pensárselo varias veces, colocó dos dedos sobre su frente. Cede
frunció el ceño y comenzó a gemir en sueños, pero Yaiwey no se
detuvo. Cuando la anciana retiró sus dedos, la niña ya se había
calmado y volvía a dormir plácidamente. En un suspiro, Yaiwey se
dio la vuelta y se dirigió a la cocina.
Una
vez allí, se agachó en el suelo. Tanteó con la mano las baldosas
hasta que encontró una que pudo levantar. Allí había un hueco, del
cual sacó un objeto. Sin perder más tiempo, se levantó y caminó
hasta la mesa.
El
objeto era una caja de bronce, en cuya tapa había el grabado de
media cabeza de lobo. Yaiwey pasó los dedos por el dibujo, con
cierta melancolía. Al final abrió la caja y sacó de ella un collar
de cadena de plata con una perla verde completamente redonda y
rodeada de un anillo plateado. Lo alzó ante sus ojos y sujetó la
perla con la mano, para poder observarla mejor.
—Ha
llegado la hora —murmuró—. Te necesito de nuevo.
domingo, 19 de mayo de 2013
[L1] Capítulo 28: Sonrisas por felicidad
¡Sorpresa!
Al fin subo, ¡AL FIN! Siento haber tardado casi tres meses... Entre unas cosas y otras, nada, ¡no había tiempo ni inspiración! Pero al final lo tengo, ¡y estoy muy orgullosa de él! Se descubren bastantes cosas que yo quería contar de hacía tiempo... ¡Y que me emocionan mucho! (No digo que a vosotros os tiene que emocionar por la fuerza... ¡Cada uno es como es!).
ANTES DE NADA, QUIERO AGRADECER A SMILE HAPPY Y *KURONEKO*, QUE ESTÁN LEYENDO LA HISTORIA ACTUALMENTE DESDE EL PRINCIPIO. MUCHAS GRACIAS, DE VERDAD, ADMIRO QUE HAGÁIS ESO. OS RESPONDERÉ A ALGÚN COMENTARIO PORQUE SI NO ME SABRÁ MAL (no quería líos, pero será mejor, para que veáis que de verdad os leo). Y A ANYI TAMBIÉN, QUE SIGUE AVANZANDO POCO A POCO. <3
Por si acaso después de tanto tiempo se os ha olvidado cómo va la cosa, cuento un poco por dónde se había quedado el anterior capítulo:
Crad y Melissa habían sido arrestados por los guerreros de Gouverón, después de conocer a un brujo que decía que su deber era llevarse a Melissa. Inya le planta un beso a Koren en un callejón de Rihem y luego huye avergonzada. Syna se ofrece a entrenar a Gabrielle. ¡Además Koren, Inya, Syna y Gabrielle deben coger el mismo barco hacia Digrin en unos días!
Otra cosita (y ya está, es la última). Se me ha hecho un poco largo este capítulo (11 páginas o así es el que tiene el colgado aquí). Tanto que lo he partido en dos capítulos distintos, así que ahora la historia tiene un capítulo más de lo pensado. Pondré los capítulos que faltan para que se termine la historia en la barra derecha del blog. (¡YA CASI TERMINO! *-*).
Arrivederci! ¡Gracias por leer!
Habían
pasado varios días durante los cuales Melissa y Crad habían estado
recluidos en aquel carro que no cesaba de moverse de un lado a otro,
con la cabeza cubierta y manos y pies atados.
Hasta
que llegó el día en que el carro se detuvo y, tras desatarles la
cuerda de sus tobillos, los cogieron y los hicieron salir de allí,
haciéndolos caminar a ciegas. Los sujetaban fuerte para que no
pudieran escapar, y por si acaso colocaban la punta de la espada en
sus espaldas, por si a alguno se le ocurría defenderse. Los jóvenes
sintieron que entraban en una casa, o algo por el estilo. Tras
caminar un rato, bajaron unas largas escaleras que no paraban de
girar sobre sí mismas, como unas escaleras de caracol, que los
llevaron a un lugar frío, húmedo y con un hedor en el ambiente casi
insoportable.
—¡No
quedan celdas libres! —gritó alguien en la lengua de Gouverón, y
que solo entendió Crad.
—¡Pues
que compartan celda! —bramó otro, el que sujetaba a Melissa.
—Pero
en distintas, que si no nuestro Señor podría enfadarse —comentó
otro.
—¡Pues
con presos diferentes! ¡Vamos! —ordenó un cuarto.
Así,
tras caminar por distintos pasillos por los que se oían lamentos,
gritos y golpes, el que sujetaba a Melissa se detuvo. Esta oyó
tintineo de llaves y cómo se abría una puerta, pero no dejó de
sentir la espada rozando su camisa, así que decidió no moverse.
Otra celda se abrió detrás suyo, y algo cayó al suelo con un gran
estruendo.
De
repente, el que sujetaba a Melissa la zarandeó con brutalidad y la
empujó hacia el interior de la celda que previamente había abierto.
Luego la puerta se volvió a cerrar y las llaves dieron varias
vueltas en la cerradura. Melissa seguía llevando el saco en la
cabeza, pero una vez liberada del guardia, se lo quitó agitando la
cabeza con energía. Tampoco sintió mucha diferencia, pues la celda
estaba completamente oscura, y solo entraba luz desde un pequeño
ventanuco en la parte posterior de una de las paredes, y de la
pequeña rejilla que había en la puerta.
—¡Demonios!
—chilló, frustrada, dándole una patada a la puerta de hierro.
Se
hizo daño a causa de la dureza de esta, pero no se quejó. De hecho,
gracias a la adrenalina que tenía en el cuerpo, no lo sintió casi.
Pero el dolor de la angustia sí lo notaba. Se encontraba encerrada
en un sitio demasiado pequeño, sin ninguna posibilidad aparente de
salir, ni siquiera cavando, pues el suelo resultaba ser de piedra
también.
La
claustrofobia volvió a afectarle. Con desesperación, intentó
separar las manos para romper las cuerdas. Pero lo único que
consiguió fue que se le enrojecieran las muñecas y le dolieran.
Entonces apoyó la espalda contra la pared de piedra y tanteó con
las manos para buscar algún saliente donde pudiera frotar su cuerda
y romperla. Lo encontró, y empezó a frotar. Estuvo mucho rato así,
hasta que al final la cuerda cayó al suelo y sus muñecas doloridas
quedaron libres. Las movió, haciendo círculos en el aire. Las
sentía dormidas. De repente suspiró, nerviosa, y se arrastró hacia
la puerta a gatas. Se sentó allí, muy pegada al frío hierro.
Quería sentirse lo más cerca posible de la salida, para al menos
calmar un tanto su fobia.
—Si
te pones ahí, cuando abran la puerta te van a aplastar —dijo
súbitamente una voz femenina en la oscuridad—. Son muy brutos.
Melissa
se alertó y escudriñó cada rincón del cubículo con la mirada,
hasta que distinguió un bulto en las sombras que parecía respirar
con cierta dificultad. No se había percatado de él hasta entonces.
Por suerte para ella, le había hablado en español.
—¿Quién
eres? —preguntó, asustada y curiosa al mismo tiempo.
La
escasa luz que entraba desde el ventanuco permitió distinguir cierta
sonrisa en el rostro de la figura.
—¿Qué
importa eso ya?
Melissa
frunció el ceño. La respuesta le había parecido extraña, y se
preguntó si aquella persona llevaba allí mucho tiempo y el encierro
la había llevado a enloquecer.
Intentó
enfocar la vista y descubrir algún rasgo de la mujer. Le incomodaba
hablarle a alguien que no lograba ver. Le pareció atisbar que sus
vestiduras estaban incompletas; eran simples jirones sucios. Cuando
la figura se removió un poco —quizá para colocarse en una mejor
posición—, se oyeron el roce de unas cadenas, lo que hizo que
Melissa se diera cuenta de que tenía un grillete en el pie, del cual
salía una cadena que nacía en la pared de piedra.
Ninguna
de las dos habló durante un buen rato. Melissa no supo qué
responder, y la otra mujer no añadió nada más. El silencio perduró
hasta que una débil luz azulada comenzó a tintinear en el pecho de
Melissa. Esta, asustada, miró hacia ella, la cogió y la estudió.
Se trataba de la piedra azul de su colgante. Lanzaba leves destellos
en unos intervalos de tiempo irregulares. Parecía vibrar, y cada vez
con más intensidad. Así, con cada resplandor, la celda se tornaba
mucho más clara, y en esos momentos Melissa pudo observar a la mujer
y descubrir que tenía heridas por todo el cuerpo. Su cabello castaño
oscuro tenía diversas calvas esparcidas aleatoriamente y sus ojos
eran verdes. Esta última característica fue la que más le costó
vislumbrar, pero lo que sí que vio enseguida fue su demacrado
rostro, desfigurado por una expresión de sorpresa. Sus mejillas
estaban hacia dentro, y sus labios eran una simple línea morada y
llena de cortes. Además, parecía que sus ojos fueran a salirse de
sus cuencas en cualquier momento. Una visión espeluznante.
Súbitamente,
la piedra lanzó un destello cegador que obligó a Melissa a cerrar
los ojos con fuerza, e incluso estuvo a punto de arrancarse el
colgante y tirarlo al otro lado de la habitación. Pero luego fue
disminuyendo, al mismo tiempo que se oía un gemido al otro lado de
la puerta y pequeños pasos descalzos que se alejaban corriendo.
—¿Por
qué tienes tú eso? —saltó la mujer de repente.
—¿La
piedra? La tengo desde siempre —respondió Melissa, sobresaltada
ante la ansiedad que la mujer mostraba.
—No
lo entiendo... —murmuró esta—. ¿No recuerdas cómo llegó a ti?
—No...
—musitó, algo confusa por el reciente interés en ella.
—Bueno,
da igual. Dámela ahora mismo.
Melissa
se la quedó mirando con el ceño fruncido.
—¿Por
qué debería dártela? —preguntó, comenzando a ponerse nerviosa
ante la idea. Aquel colgante se había convertido en algo muy
personal para ella.
—Porque
esa piedra no es tuya. Pertenece a otra persona, así que, por el
bien de Anielle, es mejor que me la des para que yo pueda
entregársela a su verdadera propietaria. Quién sabe lo que podría
ocurrir si eso cae en malas manos...
—¿Y
por qué debería creerte? —alzó la voz—. He llevado este
colgante toda mi vida, y no quiero perderlo así como así. Si de
verdad fuera de otra persona, ya han pasado dieciséis años o quizá
algo menos. No pienso entregártelo
—No
conoces el poder que tienes en tus manos —replicó la mujer—. Por
culpa de esa piedra, murieron muchos... —Se
atascó suprimiendo la palabra—. Si sigues siendo tan
imprudente llevándola siempre a la vista de todos y tratándola como
si fuera una simple piedra, tanto tú como los supervivientes van a
sufrir de nuevo.
—¿Los
supervivientes? ¿A quiénes te refieres?
La
mujer suspiró.
—Tú
no eres de Anielle. Viniste de la Tierra, ¿verdad?
Aquello
dejó a Melissa estupefacta.
—¿Cómo
lo sabes? —susurró.
—Por
tu forma de hablar y actuar. Además de que has dicho que han pasado
dieciséis años desde que tienes el colgante, y no sería posible,
porque el colgante se perdió hace unos siete años. Eso es una gran
pista de que has estado viviendo en la Tierra, pues allí el tiempo
pasa mucho más rápido que en Anielle. Y por último, tu acento.
Tienes un acento que me recuerda mucho al de allí.
—¿Tú
eres de la Tierra?
La
mujer rió débilmente, y por ello tuvo que tomar mucho aire después.
Parecía muy débil, y Melissa lamentaba que podría no quedarle
mucho tiempo de vida.
—En
absoluto. Nunca he pisado ese mundo. Pero muchos brujos sí.
—¡¿Brujos?!
—se sorprendió Melissa.
La
mujer abrió los ojos como platos, lo que proporcionó otra visión
terrorífica. Miró a Melissa con ellos, y esta se estremeció
entera.
—No
debería haberlo dicho.
—No
entiendo... —siguió hablando Melissa, ignorándola—. ¿Quieres
decir que en la Tierra hay brujos que vienen de aquí?
Hubo
unos segundos de silencio, hasta que la mujer suspiró.
—Creo
que será mejor que te lo explique. Teniendo tú la piedra, no hay
peligro de que nos escuche uno de ellos. —Se aclaró la garganta y
prosiguió—: ¿Sabes algo de la Batalla de los Brujos?
—No.
—Fue
una guerra que empezó casi cuando yo nací. Los antiguos reyes
quisieron eliminar a todos los brujos de Anielle, viéndose
amenazados por su gran poder. Así, los brujos fueron perseguidos y
ejecutados, por lo que tuvieron que esconderse. Años y años
investigando nuevos lugares donde hacerlo, descubrieron la Tierra.
Pero quisieron utilizarla lo menos posible, pues sabían que no
podían adaptarse a ese mundo así como así, y sabían que podrían
causar daños en él. —Tosió de repente, interrumpiéndose.
Después de aclararse de nuevo la garganta, siguió relatando—: Por
aquel entonces yo era una joven adolescente que conoció a un brujo.
Gracias a él supe todo sobre ellos, e incluso me llegué a sentir
como una de ellos. Pero no lo era en absoluto. —Volvió a callar,
reprimiendo notablemente un sollozo—. Pero eso no viene a cuento.
El caso es que los reyes mandaron crear dos objetos mágicos
utilizando una piedra especial de las montañas del reino de
Herielle, que rehusaba a los brujos. Uno de los objetos era la Piedra
Rastreadora, que es la que tienes tú. Detectaba a los brujos, por lo
que los soldados lo tuvieron fácil para localizarlos, aunque muchos
de ellos también murieron por los ataques de los brujos. Por otro
lado, la Daga Mortal, una daga que, al estar hecha con el mineral que
recluía la sangre bruja, los hacía sufrir al mínimo roce. Pero
claro, los brujos, cuando están muy cerca de esos dos objetos,
aunque no lleguen a tocarlos, también sufren, como has podido
comprobar con el que ha pasado por aquí hace unos momentos.
—Espera,
espera —saltó Melissa de repente—. La piedra se ha iluminado
porque ha venido un brujo. Un superviviente como has dicho tú.
—Sí
—asintió la mujer—. Pocos sobrevivieron, y alguno de ellos
fueron arrestados para intentar extraer su poder. Obviamente no
surtió efecto, y al cabo del tiempo murieron por los duros
tratamientos a los que les habían sometido o porque los sacrificaban
directamente. —Se quedó en silencio, pensativa—. Bueno... en
realidad uno huyó, con secuelas como la ceguera... pero espero que
haya sobrevivido —susurró.
—Pero...
—Melissa tenía la mente en el hecho que acababa de ocurrir—.
Entonces, ¿aquí ha venido un brujo?
—Sí,
posiblemente sea de Gouverón. Tú piensa que él solo quiere poder,
y un brujo tiene mucho. Podría haber adiestrado a uno desde pequeño
para que le sirviera.
—¿Y
cuándo y por qué se perdió la piedra? —preguntó, cada vez más
curiosa por la historia. Aquello era bueno, pues se estaba
entreteniendo y cada vez se olvidaba más de que se encontraba
encerrada en una celda.
—Se
perdió en cuanto Gouverón usurpó el trono a su primo, el rey. Los
reyes de por aquel entonces quisieron ayudar al único hijo que
habían conseguido tener, por lo que le dieron la piedra para
protegerlo, y lo escondieron, no sé cómo ni dónde. Se dice que una
criada se lo llevó consigo y lo escondió.
—Entonces
el hijo de los reyes todavía andará suelto por ahí... ¿Pero por
qué tengo yo la piedra?
—Esa
es la cuestión. Pero te equivocas en lo de que el heredero está
libre. Para empezar, se trata de una chica, y no un varón como todo
el mundo cree Y la encontraron hace tres años, cuando ella tenía
cuatro. La encerraron aquí abajo, muy cerca de esta celda.
Melissa
se quedó pensando unos segundos. Una corazonada le hizo hablar:
—¿Está
en la celda de al lado? —preguntó en un susurro.
—Era
fácil de adivinar —dijo la mujer solamente.
Recordó
el momento en el que la habían encerrado allí. Justo antes había
oído que la puerta de al lado se abría y tiraban allí a Crad.
—¿Es
la de mi izquierda?
—Sí.
Y
entonces descubrió que Crad estaba compartiendo prisión con la
mismísima heredera legítima. Y que seguramente él no lo sabía.
De
repente, se oyó la risa de una niña.
*
* *
Había
conseguido deshacerse de las cuerdas que le ataban las manos con
facilidad, sin alterarse en ningún momento. Según lo que había
oído, no había habido nadie que hubiera salido de allí nunca. Por
mucho que le doliera, debía aceptarlo cuanto antes posible.
Lamentablemente,
Crad no se rendía así de fácil, y su cabeza llevaba ya mucho rato
cavilando numerosos planes de huida, cuando una voz lo interrumpió.
—Eres
mono.
Crad
se sobresaltó y giró la cabeza hacia la voz. Allí descubrió una
pequeña figura con los brazos en alto y sujetos por unas cadenas. La
luz que entraba por el ventanuco permitía distinguir un largo y
alterado pelo rubio y un pequeño rostro aniñado. Y por lo que
pareció averiguar, ningún tipo de ropa cubría su cuerpo infantil.
La niña estaba completamente desnuda.
—¿Qué
hace aquí una niña tan pequeña como tú? —preguntó Crad,
sorprendido.
—No
lo recuerdo —respondió esta—. Estaba jugando cuando me trajeron
aquí.
—¿Y
cuándo fue eso?
—No
lo recuerdo.
Crad
suspiró, apenado por aquella pobre chiquilla. Porque no podía estar
en la calle, con otros niños de su edad. No entendía qué había
podido hacer alguien de su edad para estar allí. Además le hablaba
en la lengua de Gouverón, pero lo hacía con mucha torpeza, como si
no la hubiera aprendido bien.
—¿Cuántos
años tienes? —le preguntó, para saber algo más de ella.
—No
lo sé.
Decidió
no hacerle más preguntas. Le recordaba a Cede, y aquello le dolía,
pues lamentaba que no pudiera verla más. Cansado de estar de pie, se
sentó en el suelo, apoyando la espalda en la pared, aunque
manteniendo una distancia considerable entre la niña y él. Sentía
que esta lo miraba, pero no dijo nada.
—Eres
mono —repitió la pequeña.
Eso
hizo sonreír a Crad, aunque lo hizo más por compasión que por el
orgullo de recibir un piropo.
—Tú
también lo eres —dijo.
—Me
gustaría mirar mi cara. No sé cómo soy.
—Yo
te lo digo: eres preciosa. Como una princesa.
Crad
quería hacer algo por aquella niña. Se sentía tan mal por ella que
decidió intentar animarla. Y lo consiguió, porque la niña sonrió
enseguida.
—Cuando
sea reina, ¿podrás ser mi rey? —saltó de repente.
El
joven se sorprendió de lo que acababa de pedirle. Lo había dicho
con seguridad, muy convencida. Creyó que estaba jugando, así que
volvió a sonreír.
—¡Por
supuesto que seré el rey de una reina tan bonita como tú! —exclamó.
—Pero
soy pequeña.
—¿Y
qué? —saltó Crad, con una emoción que iba intensificándose a
medida que hablaba. El querer animarla a ella, había hecho que él
retrocediera a la infancia, y se sentía como un niño pequeño, lo
que le hacía olvidar la situación en la que se encontraba—. Te
cogeré en brazos, puedo cargarte.
—¿Seguro?
—preguntó la niña, fingiendo que no estaba del todo convencida.
—¿Estas
menospreciando mi fuerza? Oh, pero si estoy muy fuerte, mira, mira
—decía mientras exhibía sus bíceps de forma teatral.
La
niña reía, divertida. Crad la observaba reír con una sonrisa.
Hasta que de repente su carcajada se interrumpió con un estornudo.
—¿Tienes
frío? —preguntó Crad, preocupado.
—Sí...
—susurró—. Me quitaron la ropa porque descubrieron que hablaba
con la mujer de al lado.
Aquello
indignó a Crad. No comprendía cómo podían robarle la niñez a
alguien de una forma tan cruel. Rápidamente y sin pensárselo, se
quitó la camisa y caminó hasta la niña. No había forma de
ponérsela bien, pues las cadenas lo impedían. Al final abrochó los
botones de la camisa alrededor de su cuerpo. La camisa le iba grande
y le caía, por lo que pasó las mangas por su espalda y rodeó
varias veces el torso de la niña con ellas, hasta que no pudo más y
le hizo un nudo.
—No
abrigará mucho, pero no puedo hacer más, a no ser que me quite los
pantalones —dijo.
—Estoy
bien —sonrió la niña—. Gracias. —Se quedó mirando el cabello
de Crad un buen rato—. ¿Puedes poner la cabeza en mi mano?
Al
principio a Crad le extrañó, pero al final lo hizo. La mano de la
niña acarició su pelo con dulzura y mucho cuidado, como si temiera
hacerle daño.
—Es
suave.
Crad
rió levemente.
—Pues
hace mucho que no pasa ningún peine por él —dijo.
—Por
el mío tampoco.
Crad
colocó su rostro frente al de ella, y pasó una mano por su pequeña
cabeza, acariciándola. Ninguno de los dos dijo nada, simplemente se
miraban en la oscuridad.
—¿Qué
haces? —preguntó la niña de repente—. ¿Qué es eso?
—Es
una caricia —explicó.
—Caricia...
—repitió, asintiendo—. Me gusta mucho.
El
chico volvió a sonreír, y al cabo de un rato se sentó a su lado,
apoyando la espalda en la pared, encogiendo las rodillas y colocando
los brazos sobre ellas. La niña no dejaba de mirarlo.
—¿Qué
pasa? —preguntó Crad.
Entonces
la niña bajó la cabeza y se quedó con la vista fija en el suelo,
pensativa.
—Hace
mucho tiempo que ninguna persona ha estado tan cerca de mí —habló
tras unos segundos de silencio—. Hace mucho tiempo que no siento el
calor de otro cuerpo junto a mí, alguien a quien pudiera mirar a los
ojos. Muchos dicen que se acaban acostumbrando a esta situación,
pero yo creo que no es así. Una persona no se puede acostumbrar a
algo así, simplemente lo asume, se hace a la idea y hace acoplo de
fuerzas para vivir con ello. Y así, el tiempo deja de tener el mismo
significado que para aquellos que están libres, ajenos a todo esto.
Prácticamente el tiempo deja de existir, y los días terminan por
desaparecer. Lo único que cuentas es las veces que te dan de comer.
Es lo único que debes tener en cuenta, pues puedes dormir cada vez
que tengas sueño. Pero no quiero explicar mi vida a alguien que
acaba de llegar, pues es muy aburrido. ¿Aunque quién soy yo para
hablar de aburrimiento? A mí ya no me quedan emociones,
sentimientos. O al menos eso creía. —Volvió de nuevo al cabeza
hacia Crad, quien la observaba boquiabierto—. Gracias a tu llegada
lo he comprendido. He comprendido que los sentimientos no
desaparecen, que no hay nadie, como se dice, frío. Todos quieren
sentir, pero no todos pueden. Es una pena que mucha gente no se dé
cuenta de ello. Pero antes de que se me olvide, me gustaría pedirte
un favor. Estoy segura de que tú escaparás de aquí, así que, por
favor, olvídate de este lugar. No lo recuerdes, ni a él ni a mí.
Sigue tu vida y tus metas. Que nada de este lugar te nuble. Que nada
de esto te impida ser humano. Antes de morir, vive. Antes de matar,
piensa. Antes de llorar, sonríe. Aprovecha cada minuto y cada
oportunidad que la vida te dé, y no te cierres en un caparazón de
frialdad y seriedad. Sé quién eres, y sé que has sufrido y
reclamas venganza. Sé que te has entregado completamente en la
guerra. Tú sabes que estás sacrificando tu vida por aquellas que un
día expiraron ante tus ojos. Eso no está bien. Lo sabes, pero no lo
reconoces. ¡Yo te lo digo! Agradécele al mundo lo que la vida te ha
dado. Convierte tus pesadillas en lecciones, sueños en realidad. Así
te harás feliz a ti mismo y a los de tu alrededor. Y a mí,
sobretodo a mí. ¿Que por qué? —sonrió—. Porque tú me
salvaste del hambre, y yo intento salvar tu vida para devolverte el
favor. Gracias, chico de la leche.
Después
de oír aquello, reinó un pesado silencio. Ambos se miraban. Los
ojos de Crad brillaban. Había comprendido en el último momento
quién era esa niña. "Chico de la leche" había dicho.
¿Cómo podía acordarse ella de eso si había ocurrido cuando era
todavía un bebé?
Sí,
por aquel entonces Crad vivía en Rihem, y Gouverón acababa de tomar
el trono apenas un mes atrás. Él tendría diez años, y aún
quedaba un año entero para que la catástrofe del incendio
ocurriese. El Crad de entonces bajaba a comprar leche cuando, en la
puerta de la tienda de la lechera expulsaban a patadas a una familia
con dos bebés, los cuales lloraban. La gente pasaba junto a ellos
sin hacerles caso, pero Crad sí se fijó. Dubitativo, entró en la
tienda y saludó con una simple inclinación de cabeza a la lechera,
una mujer entradita en carnes que siempre iba con vestidos de colores
vistosos. Le entregó el dinero exacto que su madre le había dado
para leche suficiente durante cuatro días para él, su hermana y sus
padres. Al salir, Crad se paró en medio de la calle y volvió la
cabeza hacia los llantos de los bebés. Tras habérselo pensado un
rato, se dirigió hacia la familia, jarra de leche en mano. La dejó
frente a ellos, con timidez y mirando al suelo. La familia se lo
agradeció eternamente, y aquel día los bebés pudieron beber leche
y calmar su hambre. La mujer, entre lágrimas de emoción, le juró
que jamás olvidaría aquello, y pidió a los dioses felicidad eterna
para un corazón tan bondadoso como el de aquel muchacho. Así,
aquellos cuatro días, Crad prescindió de su ración de leche,
aunque su madre se ofreció a darle su parte. Pero él lo rechazó,
explicando que quería hacerse responsable de su acción, porque si
no, no sería justo.
—¿Cómo
sabes que yo era ese chico? —preguntó Crad, con los ojos abiertos
como platos.
—No
lo sabía con seguridad —admitió la niña—. Mi madre nos habló
de ti como un héroe de cuento a mi hermana y a mí cada noche. Al
verte entrar aquí me recordaste al chico, pero, sinceramente, no
creía que lo fueras. A veces vale la pena arriesgarse. Puedes salir
ganando.
Aquello
dejó aún más asombrado al joven. Al principio había visto a la
niña como alguien inocente y débil, como el resto de niños de su
edad. Pero en aquel momento todo era distinto. No aparentaba los años
que tenía. Parecía más grande y sabia. O quizá la esperanza la
hacía volverse así. Eso le hizo ver que la situación en la que la
niña vivía le había obligado a enterrar su infancia antes de hora.
La mayor desgracia para una persona.
*
* *
La
hoja de la espada silbó en el aire, describiendo un arco perfecto.
Aunque ese movimiento pretendía ser elegante y amenazante al mismo
tiempo, los brazos de la joven aún temblaban por la falta de
costumbre de manejar armas de ese peso. Había progresado mucho desde
que Syna la había empezado a entrenar, pero aunque los brazos de
Gabrielle eran fuertes por los trabajos que había tenido que hacer
toda su vida, no estaba acostumbrada a manejar una espada de verdad.
—A
tu derecha, ataque desde arriba —indicaba Syna, sentada en la raíz
de un árbol.
Gabrielle
giró rápidamente su cuerpo y colocó su espada en horizontal sobre
su cabeza, como si quisiera detener un ataque. Pero allí no había
nada. Syna lo único que hacía era imaginarse gente para entrenar a
la muchacha, puesto que no tenían más espadas.
—A
tu espalda, ataque hacia tu estómago.
La
alumna repitió el giro de nuevo y colocó el arma frente a ella.
—Ataca
hacia la derecha e izquierda consecutivamente.
Gabrielle
fue veloz como el viento, y por un momento Syna vio a su propio
reflejo en ella. La forma en la que puso las piernas, la expresión
de la cara y el movimiento se asemejaron tanto a su forma de luchar,
que se sorprendió. El efecto con el que movió la espada, el giro...
Todo. Pero el fenómeno solo ocurrió durante unos instantes.
—A
tu espalda dos, atacan uno detrás de otro a tu estómago.
Siguió
sus indicaciones, y esta vez Syna pudo comprobar que lo anterior
había sido una simple inspiración de la joven, o quizá una
imaginación suya.
Gabrielle
se quedó de espaldas a ella. Realizó dos estocadas seguidas hacia
dos cuerpos imaginarios que la atacaban de frente. Al terminar,
esperó con ansias la orden de Syna, pero lo único que sintió fue
un pinchazo en la espalda.
—Estás
muerta —se oyó la voz de Syna muy cerca de su oído.
La
joven se dio la vuelta lentamente y observó a su mentora con el ceño
fruncido. Ésta tenía un palo en la mano, con el cual le había
tocado la espalda.
—Pero...
—murmuró, consternada—. ¡Eso no vale! ¡Yo esperaba a que me
dijeras algo!
Syna
bajó el brazo y tiró el palo al suelo.
—Jamás
te fíes de nadie, ni siquiera de mí; primera ley —enunció, muy
seria—. La segunda es que tampoco esperes demasiado de nadie, y
menos en los tiempos que corren. La gente puede usarte para su
provecho, y muy pocas personas miran por los demás. Grabatelo bien
en la cabeza.
La
joven asintió, haciendo una nota mental de todo aquello. En realidad
las clases de Syna le parecían interesantes, aunque a veces frías.
No confiar en nadie... Eso le parecía un poco triste. Pero retenía
lo aprendido en su cabeza igualmente.
De
repente, el estómago de Gabrielle rugió. Ambas se miraron, y la
joven sonrió tímidamente, intentando no reír. Estaba tan
concentrada en su entrenamiento que ni se había percatado de que
estaba hambrienta.
—Vamos
a comprar algo de comer —ofreció Syna. Pero luego caviló unos
segundos—. Aunque si quieres puedes quedarte aquí y practicar los
movimientos base que te he enseñado.
—Sí,
sí —respondió Gabrielle, entusiasmada—. Ve, ve, yo te espero
aquí mismo.
Syna
asintió y esbozó una media sonrisa. Luego se perdió entre la
vegetación, desapareciendo de la vista de Gabrielle. No tardaría
mucho, puesto que habían estado entrenando en los alrededores de
Rihem, sin alejarse demasiado de la ciudad.
La
hoja de la espada silbaba en el aire y se movía de arriba abajo y
hacia todos los lados. Gabrielle practicó distintos ataques y
defensas. El cabello no le molestaba, pues se lo había terminado
recogiendo en una cola de caballo, hecha de mala manera, pero que al
menos le sujetaba las greñas. Así pasó un buen rato, hasta que de
repente quiso hacer un ataque rápido a su espalda, girando todo su
cuerpo. Por primera vez, el arco que realizó con la espada le salió
perfecto, elegante y letal al mismo tiempo. Pero al volverse del
todo, lanzó una exclamación ahogada, alejando la espada
rápidamente. Allí había una persona, que había salvado su cuello
por muy poco. Si se hubiera echado hacia atrás una milésima más
tarde, tendría entonces un corte que posiblemente acabaría con su
vida. Pero, gracias a sus maravillosos reflejos, había logrado
apartarse a tiempo.
—¿Qué
te he hecho para que quieras matarme? —saltó el joven, rompiendo
el silencio.
Gabrielle
no supo con certeza si fingía lástima o lo preguntaba en serio. En
todo caso, abrió su mano y dejó caer la espada al suelo, con la
sangre congelada en sus venas.
—Oh,
dioses —exclamó, casi pálida—. ¡Lo siento mucho, no sabía que
estabas ahí!
Las
comisuras de Koren se levantaron, dibujando una sonrisa
tranquilizadora.
—No
pasa nada, es mi culpa, por acercarme a escondidas —se acusó.
Gabrielle
lo miró de arriba abajo. Sentía sus piernas temblar a causa del
susto. Quería acercar sus manos a él, pero no se atrevía.
—Lo
siento... —musitó de nuevo—. Pero... —caviló luego—. ¿Qué
hacías ahí?
—Quería
asustarte —confesó Koren, burlón. Su rostro no mostraba
preocupación alguna, como si lo que acabase de pasar no le importase
lo más mínimo—. Al final ha sido al revés. No sabía yo que
entrenabas con la espada.
—Empecé
hará ya unos cinco días —informó la joven, intentando sonar tan
despreocupada como Koren, pero no dio resultado. La voz le temblaba
todavía un poco. Había faltado nada más que una milésima...
Sin
previo aviso, Koren palpó el brazo derecho de Gabrielle, luego el
izquierdo, y por último los dos. La joven se quedó de piedra en el
sitio, observando lo que el muchacho hacía con sus brazos. Al final
le resultó hasta vergonzoso. ¿Realmente estaba midiendo su músculo?
—Pues
tus brazos son fuertes —comunicó, con expresión calculadora—.
Debiste hacer muchos trabajos de fuerza antes de esto.
Los
músculos de Gabrielle se tensaron al instante, y Koren dejó de
palpar y apartó las manos, observando el rostro de la joven. Sintió
que la había puesto nerviosa.
—Digamos
que sí —contestó, sonriente como siempre.
Koren
asintió. Luego, sacó la espada que llevaba en el cinturón —fue
entonces cuando Gabrielle se dio cuenta de que no llevaba la gran
espada de siempre colgada de la espalda— y apuntó con ella a la
chica.
—¿Qué
le parece si la reto a un duelo, señorita?
Al
principio dudó. Tenía muy reciente el accidente, pero al observar
la expresión de Koren, pareció cambiar de idea. Se agachó y
recogió la espada del suelo. Luego, se colocó en posición de
ataque.
—¿Por
qué no?
El
primero en atacar fue el joven. Intentó quitarle la espada en un
solo movimiento. Gabrielle reconoció el susodicho de sus clases con
Syna y supo cómo esquivarlo. Aunque al principio sorprendió a su
contrincante, este enseguida intentó nuevos ataques. La joven iba
esquivando todo lo que podía, con algo de torpeza, pero al menos
lograba su objetivo. Así, el duelo se fue alargando cada vez más.
—¿Y
por qué de repente a una chica como tú le da por entrenar la
habilidad con la espada? —saltó Koren.
Gabrielle
lanzó una estocada que su contrario frenó con un estilo felino.
—¿Qué
quieres decir exactamente con “una chica como tú”? —preguntó
mientras seguían chocando sus espadas.
—Pues
ya sabes... No sé... Eres valiente, pero nunca te había visto
tomarte algo tanto en serio. ¿Es por algo en especial?
—¿Ha
de haber alguna razón? Simplemente quiero aprender a manejar bien la
espada. Nada más.
—Vaya...
—murmuró Koren—. Eso está muy bien.
—Además
ahora tengo tiempo —siguió Gabrielle—. Quedan unos días hasta
que llegue el barco y nos vayamos.
El
joven empujó la espalda de su contrincante, dejando por un momento
ambas alzadas sobre sus cabezas.
—¿El
barco? —dijo. Ambos se miraban fijamente a los ojos, sin nada en
medio que pudiese obstaculizarles la visión—. ¿Qué barco?
Gabrielle
aprovechó la ocasión y bajó la espada, pero de nuevo se encontró
con la hoja de Koren.
—Nos
vamos a Digrin —respondió.
—¿En
serio? —saltó Koren, alzando ligeramente la voz—. ¡Vaya una
casualidad! ¡Yo también cojo ese barco!
La
joven iba a decir algo, pero de repente un movimiento la sorprendió.
Koren realizó un ataque extraño al cual no le dio tiempo a
reaccionar. Su espada salió por los aires y se clavó en la tierra,
dejando el arma vertical.
—Entonces
nos tendremos que ver durante un mes —comentó el chico, apuntando
a Gabrielle con su espada. Luego la bajó y sonrió—. Gané.
A
la chica le costó reaccionar ante lo que acababa de ocurrir. Al
final sonrió, divertida.
—Ya
es la segunda vez que me ganas. Tendré que esforzarme más —dijo.
—Acabas
de empezar con la espada. Es normal —comentó Koren, envainando su
arma.
—¿Y
aquella vez que te gané en el callejón? —preguntó la joven,
sonriendo.
—Simple
suerte y dejarte ganar un poco —respondió él, devolviéndole la
sonrisa.
—Mentiroso
—acusó.
De
repente, Koren caminó hasta donde estaba la espada de Syna clavada
en el suelo, la cogió y se la entregó a Gabrielle. Ambos se miraron
y luego el chico se sentó en el suelo. Gabrielle terminó por
sentarse a su lado y los dos alzaron la cabeza, mirando las nubes que
se descubrían entre las hojas de los árboles.
—Sé
tu nombre —saltó Koren—, pero no sé quién eres.
—Tranquilo,
yo tampoco lo sé —contestó Gabrielle.
Koren
la miró con la duda reflejada en el rostro.
—¿Qué
quieres decir?
—No
recuerdo nada de mis padres —explicó, sin bajar la vista del
cielo—. He estado yendo de una casa a otra sin parar. Por Digrin y
por Herielle. No conozco lo que es tener un hogar para toda la vida.
—Vaya...
—susurró el joven, algo conmovido—. Lo siento por ti. Creo que
sé cómo te sientes.
Solo
entonces, ella bajó la vista y lo observó a los ojos. No dijo nada,
pero su mirada pedía más explicaciones, así que Koren accedió.
—Mis
padres murieron poco tiempo después del nacimiento de mi hermana. Mi
hermano nos cuidó a los dos como pudo, con la ayuda de compañeros
del ejército de mi padre. Ya pasó mucho tiempo de eso, y yo era muy
pequeño, así que apenas recuerdo los rostros de mis padres, algo
que me da mucha rabia.
—Oh...
Lo siento mucho... —murmuró Gabrielle.
—Estoy
bien, de verdad —dijo Koren.
Seguidamente,
ambos se quedaron mirando al suelo fijamente, melancólicos, muy
juntos.
—Al
menos te quedan tus hermanos, ellos pueden apoyarte.
—Mi
hermano mayor tiene demasiadas obligaciones, y la muerte de nuestros
padres le ha afectado tanto que está obsesionado en honrarlos siendo
los mejores guerreros del mundo. —De repente hizo una pausa—. Mi
hermana también murió de pequeña. Era una niña con una salud muy
débil, todos lo sabíamos. Los médicos le dieron apenas un par de
años de vida. Vivió seis. Fue mucho más fuerte de lo que todos nos
pensábamos. La quería mucho, y cuando ya no podía estarse en pie y
debía permanecer todo el día tumbada, me empeñé en que no se le
acercara mucha gente, porque la pondrían nerviosa. En sus últimas
días estuve cuidando de ella constantemente, sin separarme un solo
instante, a pesar de que solo tenía dos años más que ella.
Gabrielle
iba a hablar, cuando Koren siguió:
—Sus
últimas palabras fueron dirigidas a mí, un minuto antes de morir...
—Estoy
segura de que ella está contigo —saltó Gabrielle de repente,
cogiéndole de la mano.
Koren
la miró con cara de sorpresa. No había rastros de lágrimas, pero
sus ojos sí que reflejaban cierta tristeza.
—¿Cómo?
—preguntó, casi sin voz.
—Que
tengo la certeza de que ella está junto a ti, cuidándote como
hiciste tú con ella entonces. Por eso creo que debes sonreír, para
mostrarle que estás feliz. Así ella también lo estará.
—¡Señorito
Ladavatt! ¡Señorito Ladavatt, ¿dónde está?! —se oyó a lo
lejos.
Gabrielle
se volvió hacia la voz, alertada. Reconocía el apellido de Koren
por aquella vez que lo oyó en la plaza. Cómo olvidarse. Era uno de
los apellidos que más fuerte sonaban entre los guerreros de
Gouverón.
En
cambio, Koren no apartó la vista de la joven. Seguía sorprendido.
—Te
llaman... —murmuró Gabrielle—. Deberías irte...
Solo
entonces, el joven pareció despertar.
—Tienes
razón —dijo, levantándose del suelo.
Gabrielle
también se levantó.
—Hasta
pronto —se despidió Koren, sonriendo de lado. Se colocó dos dedos
en la frente y luego los echó hacia ella. Un gesto de despedida
informal.
—Hasta
pronto —sonrió Gabrielle.
Pero
no avanzó ni dos pasos, cuando el joven se volvió hacia ella de
nuevo.
—Muchas
gracias—susurró.
—No
me las des —dijo Gabrielle, sonriéndole.
Koren
le devolvió la sonrisa y se alejó, perdiéndose en la arboleda,
mientras pensaba en lo que Gabrielle le acababa de decir. Seguía
sorprendido. Las últimas palabras de su hermana resonaron en su
mente como si las estuviera escuchando de sus labios en aquellos
momentos.
Fue
una mañana, en pleno amanecer, cuando ella lo llamó. Él, dormido
en una butaca, su cama durante hacía más tiempo del que creía, se
despertó. Corrió hasta su cama, preocupado. Ella le sonreía, y sus
ojos verdes brillaban más que nunca. Tenía la piel pálida, ya no
se sabía si porque era así o por su enfermedad. Su largo cabello
rubio platino estaba desparramado sobre su almohada, aportándole más
inocencia y pureza de lo que ya mostraba normalmente. Koren preguntó
qué ocurría con tranquilidad. Durante aquel tiempo se había
mostrado siempre sereno para no alterarla a ella también. O quizá
porque su hermana misma le aportaba la propia serenidad con sus
dulces sonrisas y su apacible forma de ser. La niña solo le dijo
estas palabras:
“Gracias
por todo. Quiero agradecerte todo lo que has hecho por mí, por eso
te entrego a ti todas las fuerzas que tengo. No quiero causar más
molestias. Saludaré a mamá y a papá de vuestra parte, y les
contaré que te has convertido en una maravillosa persona. Después
de esto quiero que vivas tu vida sonriendo y que no llores por mí.
Porque yo nunca me habré ido. Siempre estaré a tu lado”.
Luego,
cerró los ojos. Koren la abrazó mientras las lágrimas le caían
sin que él pudiera hacer nada por evitarlo.
Entonces
supo que aquel momento y aquellas palabras jamás los olvidaría.
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